Joseph Kessel

"Desde que la tierra es la tierra, sólo yo debería poder decir este nombre y sólo usted llevarlo. Es usted diferente al mundo entero, y mi sentimiento hacia usted no se parece a ninguno de aquellos que han experimentado los seres vivientes. ¡Y pensar que estuve a punto de no verla otra vez, y que habiéndola visto, estuve a punto de no escribirle!
¡Qué asombrosa cadena de coincidencias han sido necesarias a nuestra amistad! ¡Es realmente el destino! Y estaba tan seguro de que no me respondería. Esas breves líneas... Oh, adiviné de inmediato que eran suyas. ¡Sylvie, Sylvie, Sylvie! Todo esto me parece un cuento de hadas.
Escribirle lo que siento, en este cuarto, entre camaradas, todos muy agradables, sin duda, pero que sólo piensan en las clases, en el rancho.
¡Qué lejos me siento de ellos! Me respetan porque los salvé del yugo de los alumnos que vienen del frente. Pero cómo me admirarían si supiesen quién es usted y que me permite escribirle, y que a veces responde a mis cartas. No tema, no lo diré a nadie. Se lo he ocultado incluso a mis padres, que antes sabían todo de mí. No fue el temor a comprometerla», Sylvie rió silenciosamente al leer estas palabras, «lo que me retuvo. Mis padres no ven a nadie. No: si actúo así, es que soy avaro con mi tesoro, con mi El dorado. Sylvie, Sylvie, pronto saldré de Saint-Cyr. Entonces tendré una licencia larga antes de partir al frente. Tal vez me permita verla durante esos últimos días de París, en los cuales le diré, dichoso, deslumbrado, llevando su rostro como un talismán: «morituri te salutant».
La joven repitió mentalmente «morituri te salutant», y pensó: «Latín, ahora. Es un muchacho realmente gracioso. Tendré que preguntarle el significado a mi marido.»
Dobló la hoja de papel cuadriculado de mala calidad, y se dispuso a rasgarla como había hecho con las anteriores. Pero ciertas frases se prolongaban extrañamente en ella. Para encontrar otra vez su resonancia, releyó la carta. Una tibieza agradable acompañó en su cuerpo a esta lectura. Sylvie soñó algunos instantes."

Joseph Kessel
La Fuente de Médicis


"Jamás hubiese creído que obedecer fuese tan fácil."

Joseph Kessel
Belle de Jour


"Las nieves del Kilimanjaro atravesadas por flechas rojas. La masa de la niebla que el fuego solar perforaba, deshacía, aspiraba, dispersaba en velos, volutas, espirales, humaredas, chales, lentejuelas, gotitas innumerables semejantes a un polvo de diamantes.
La hierba, de ordinario seca, áspera y amarilla, en ese instante estaba blanda y resplandeciente de rocío...
Sobre los árboles que se extendían por los alrededores de mi cabaña, y cuyas cimas tenían espinas recién barnizadas, los pájaros cantaban y parloteaban con los monos.
Y delante de la terraza, las brumas, los vapores se disipaban uno a uno para liberar, cada vez más amplio y misterioso, un espacio todo verde, al fondo del cual flotaban nuevas nubecillas que se iban volando a su vez. Telón tras telón, la tierra abría su teatro para los juegos del día y del mundo. Por fin, al fondo del claro por el que quedaba flotando todavía una pelusa impalpable, el agua rieló.
¿Lago? ¿Estanque? ¿Pantano? Ni lo uno ni lo otro, sino, alimentada sin duda por débiles fuentes subterráneas, una extensión líquida que no tenía fuerzas para extenderse más adelante y se estremecía en un equilibrio ondulante entre las altas hierbas, las matas y los arbustos espejos. Junto al agua estaban los animales.
Ya había divisado muchos a lo largo de las carreteras y pistas -Kivu, Tanganica, Uganda, Kenia-, a lo largo del viaje que acaba de terminar en África oriental. Pero no eran más que visiones inciertas y fugitivas: rebaños que el ruido del coche dispersaba, siluetas rápidas, asustadas, desvanecidas."

Joseph Kessel
El león


"-Le llevaré donde hay que ir –dijo.

-¿Cuándo?

-No tenga tanta prisa –respondió suavemente la niña—. Con todos los animales hace falta mucha paciencia. Hay que tomarse tiempo.

-Es que… precisamente…

No pude terminar. La mano de Patricia, que hasta entonces sentía en la mía segura y confiada, se había retirado con un movimiento brusco y brutal. Entre sus grandes ojos oscuros, de pronto desnudos de toda expresión, había un pliegue parecido a una arruga precoz.

-Quiere usted marcharse de aquí muy de prisa, ¿no es verdad? –preguntó.

Y me miraba de tal manera que evité contestarle claramente.

-No sé muy bien… –dije.

-Eso es mentira. Lo sabe muy bien. Ha avisado a la recepción de que se marcha del parque mañana.

El pliegue entre las dos cejas se veía más.

-Lo había olvidado –añadió.

Tenía los labios apretados, endurecidos, pero no llegaba a controlar un ligero temblor. Producía dolor verlo.

-Le pido disculpas por el tiempo perdido –dijo aún Patricia.

Luego se volvió hacia los animales pacíficos."

Joseph Kessel
El león


"Lo que he pretendido mostrar con Belle de jour es el terrible divorcio entre el corazón y la carne, entre un verdadero, inmenso y tierno amor y la implacable exigencia de los sentidos."




"Pero entonces una especie de oleaje, contra el que era impotente, lo desquició todo en torno suyo. La gran masa de la caravana, extendida por todo el valle, no podía saber que el primer escalón se había detenido. Camelleros, jinetes, hombres a pie seguían avanzando. Pastores y perros seguían azuzando los rebaños. La marea llegó al fin junto a los dos colosos de Bactriana.
Resistieron. Sus amos no les habían indicado que reanudasen la marcha. Contrarrestando con toda su fuerza la presión que tenían que soportar, consiguieron detenerla. Y luego, ante el empuje, los dos gigantescos camellos empezaron a ceder terreno.
Se pusieron a resbalar hacia el caballo y su jinete, plantados ante ellos. De sus belfos abiertos surgió un bramido furioso, un chorreón de baba. Dieron un paso hacia el jinete.
El reflejo de Jehol fue más rápido que el pensamiento de Uroz. El semental odiaba a los dos monstruos. El olor de alheña, que el caballo no conocía; su obstinación a negarle el paso, todo, desde el primer momento del encuentro, había predispuesto su instinto contra ellos. Cuando quisieron atacar, Jehol se les adelantó. Su relincho dominó la voz de sus enemigos. Al mismo tiempo retrocedió un tranco para tener más espacio, se encabritó y se lanzó a la carga. Viendo de pronto aquel animal en pie ante ellos, su clamor de cólera y de reto, los dos colosos de Bactriana se sorprendieron hasta el extremo de fallarles su ímpetu. Asustados, se apartaron el uno del otro.
Uroz, aplastado contra el cuello de su montura, tuvo la impresión de ver abrirse una hendidura en una muralla cubierta de espuma espesa y oscura. El semental se introdujo en ella. Las piernas de Uroz rozaron unos flancos velludos, y de sus huesos rotos se elevó un dolor tan insoportable que sintió ganas de morir. Y cuando vio que una columna de camellos le cerraba el paso, pensó: «Si me matan, será por lo menos en la línea de la cresta...»
Al verse frente al enorme rebaño que no podía ni atravesar ni saltar, Jehol volvió a encabritarse. Los primeros animales retrocedieron. Lo mismo hizo la fila siguiente. Hubo un momento de equilibrio entre los dos impulsos encontrados.
El vendaje había sido arrancado de la pierna herida de Uroz. El hueso roto y la carne infectada estaban al descubierto. El príncipe de los grandes nómadas lo miraba pensativo."

Joseph Kessel
Los jinetes





"Severine no veía a nadie. Sólo tenía ojos para los jalones que anunciaban la proximidad del campo: la iglesia con su placita sin misterio..., la oscura orilla del río entre blancos ribazos..., el último chalet de la aldea que abría sus ventanas al campo.
Cuando el pueblo quedó atrás, Severine notó que respiraba mejor. Podía ya tropezar sin que nadie fuese testigo de su caída. Nadie, salvo Pierre. Pero él... Y la joven se embelleció de todo su amor, que percibió en aquel instante acumulado en su pecho como un tierno animal vivo. Sonrió a la nuca curtida y a las bellas espaldas de su marido. Pierre era un hombre nacido bajo el signo de la armonía y de la fuerza. Todo cuanto hacía era recto, justo y sencillo.
—¡Pierre! —llamó Severine.
Pierre se volvió a mirarla. El sol le dio de lleno en el rostro, obligándole a guiñar sus grandes ojos grises.
¡Qué maravilla! —dijo la joven.
El valle nevado se alargaba en curvas cuya suavidad parecía calculada. En lo alto, alrededor de las cimas, igual que blandos y lechosos grumos de algodón, flotaban algunas nubes. Sobre las nevadas pistas se deslizaban los esquiadores con los movimientos suaves, alados e insensibles, de los pájaros. Severine repitió:
—¡Qué maravilla!
—Esto no es nada. Ahora verás —dijo Pierre.
Se aferró fuertemente con las rodillas a los flancos del caballo y lo puso al trote.
«Ya empieza, ya empieza», pensó la joven.
Una especie de angustia feliz la invadió, llenándola de seguridad y de alegría. Sintió que se deslizaba a la perfección. Los esbeltos patines la transportaban por sí mismos. No había más que ceder a sus movimientos. Desaparecía la tensión de sus músculos, y Severine se daba cuenta de que ya podía controlar incluso los matices de su más delicado juego, el dominio del desplazamiento armonioso. Se cruzaron con lentos trineos cargados de troncos. Sobre ellos, sentados de lado y con las piernas colgando, iban hombres robustos, quemados por el sol y por el viento. Severine les sonrió.
—Muy bien, muy bien —gritaba Pierre de cuando en cuando.
Severine creía sentir que aquella alegre y enamorada voz provenía de sí misma. Y más tarde, cuando le escuchó la palabra «cuidado», ¿acaso un reflejo no la había advertido que el placer que sentía iba a ser todavía más fuerte? La noble cadencia del galope martilleaba el camino. Severine sintió que el ritmo se apoderaba de ella. La velocidad afirmaba de tal forma su equilibrio que no sentía ninguna necesidad de moverse, sino de dejarse llevar por la alegría primitiva que emanaba de ella y se fundía con su carne. Nada existía en el mundo excepto las pulsaciones de su cuerpo, ordenadas a la medida de aquella carrera. No se dejaba arrastrar pasivamente. Era ella quien dirigía aquel movimiento impetuoso y lleno de cadencia. Reinaba sobre él, y era, al mismo tiempo, su esclava y su soberana."

Joseph Kessel
Belle de Jour








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