Juan Manuel Blanco

La pandemia degeneró en mascarada

En su sátira El enfermo imaginario, Molière narra las andanzas de Argán, un acomodado hipocondríaco cuyas dolencias son producto de su imaginación y de los innumerables remedios que consume para evitarlas. La sátira del dramaturgo francés es un buen retrato del mundo ómicron, la versión del virus más contagiosa pero mucho más leve, que ha propiciado la degeneración de la pandemia en una bacanal desenfrenada de test, en una mascarada de hipocondriacos, donde estar enfermo ya no implica tener fiebre, malestar o tos sino conseguir una rayita adicional en un dispositivo altamente adictivo. El abuso de los test, igual que Argán de sus múltiples pócimas, ha desembocado en una de las mayores astracanadas de la historia, con figuras públicas deseándose la mejoría de una enfermedad que no sufren.

La omnipresente histeria amenaza con colapsar los servicios médicos de atención primaria, incluso los de urgencia, con pacientes aterrados por una simple congestión nasal. Y es todavía peor en los países que mantienen un estricto sistema de trazado y cuarentena, pues esto impide a muchos profesionales sanitarios reincorporarse, aunque se encuentren sanos. Mientras tanto, los datos diarios de hospitalizaciones y fallecimientos, que no distinguen bien entre “por covid” y “con covid”, generan otra vez miedo y confusión.

Ómicron, que generará con muy bajo riesgo una inmunidad natural complementaria a la vacuna, ha puesto en evidencia a quienes pretenden mantener la sociedad permanentemente cerrada. Es ya evidente que no se pueden detener los contagios, que el virus se expandirá de forma natural, con independencia de las costosas restricciones, que hubiera sido mejor una protección selectiva a los vulnerables. Buena parte de la población comienza a vislumbrar que, tras las bambalinas de este increíble espectáculo teatral, actúan ciertos grupos interesados en perpetuar la excepcionalidad.

Las grandes tecnológicas multiplicaron su cifra de negocio gracias a la «nueva normalidad» y censuran indecentemente en sus redes sociales a quienes se muestran críticos con las restricciones. Tampoco le fue mal a las farmacéuticas, con su proverbial inclinación a corromper y su discutible disposición a que el mundo entero consuma una dosis de vacuna cada seis meses, de aquí a la eternidad. Por no hablar de los vendedores de test Covid, los fabricantes de medidores de CO2, o de todo tipo de cachivaches tan inútiles como lucrativos.

Ciertos profesionales cualificados han tomado el gusto a trabajar desde casa, online, por teléfono o, incluso en casos extremos, a evadir parte de su trabajo mientras se resisten a regresar a la oficina. En algunos países, los sindicatos de profesores presionan para evitar las clases presenciales. Mientras, la abundancia de test y las reglas de aislamiento refuerzan a los más inclinados a la picaresca en las bajas laborales por enfermedad. Pero los intereses han desempeñado un papel peculiar en un grupo siempre presentado como neutral y altruista: los expertos.

Tomen a los expertos cum grano salis
Pocos colectivos han adquirido tanto protagonismo como “los expertos” en Covid. Pero los hay de varios tipos. Muchos de los que pontifican en televisión no son estrictamente expertos sino meras figuras escénicas, personajes de reality show. Representar ese papel no requiere muchos conocimientos; solo expresarse con extrema seguridad y pregonar el advenimiento de catástrofes, peligros extremos o enormes calamidades. Porque este es el relato que vende en el medio televisivo. Mostrar dudas, matizar o sugerir que no ocurrirá nada grave, son mensajes que no crean morbo ni atraen espectadores.

Al primar el espectáculo al rigor, la imagen al contenido, muchos platós televisivos actúan como un poderoso imán para charlatanes y mercachifles, cuya única función es avivar el miedo. Aunque la televisión ofrece un producto con fuerte componente de ficción, los espectadores piensan que es completamente real, recibiendo así una falsa sensación de sabiduría, que conduce frecuentemente a una rocosa obstinación en la ignorancia y el error.

Los expertos que asesoran a los gobiernos sobre el Covid poseen mayor nivel de conocimiento, pero están sometidos a incentivos perversos y, con frecuencia, a conflictos de intereses. Quedándose cortos en sus previsiones, se arriesgan a una dura censura social y a una merma de prestigio profesional; pero no hay reprobación, sino suspiro de alivio, si finalmente no se cumple un sombrío pronóstico. Por tanto, la estrategia ganadora consiste en plantear sistemáticamente escenarios muy pesimistas, incluso apocalípticos, aunque ello implique no acertar nunca. Esta parece ser la imbatible línea seguida desde hace 20 años por el epidemiólogo inglés Neil Ferguson, sin que sus reiterados y estrepitosos fallos hayan mermado un ápice su prestigio académico.

Además, en los últimos tiempos, los asesores han defendido sistemáticamente restricciones más draconianas que los propios gobiernos. Graham Medley, asesor destacado del gobierno del Reino Unido, insinuó que, al hacer previsiones, los expertos tienden a sacar a la luz preferentemente los escenarios más pesimistas, los que requieren restricciones, porque son los que los gobernantes solicitan. Sin embargo, cabe sospechar que son esos expertos quienes realmente obtienen ganancia de los escenarios apocalípticos, pues el alargamiento artificial de la sensación de peligro, de la excepcionalidad, les permite mantener su posición, su relevancia, su protagonismo, incluso las sustanciosas ayudas a la investigación que riegan el Covid. Conclusión, es conveniente buscar la opinión de verdaderos profesionales con rigor y sin conflicto de intereses, contrastar la información y, en general, tomar las aseveraciones de los expertos cum grano salis.

Cuidado con los políticos regionales
Sin embargo, nada ha determinado tanto la estrategia como los intereses de los políticos. Una vez desatado el pánico, los gobernantes actuaron con la convicción de que, si no hacían algo muy llamativo, aun ineficaz, los votantes los culparían por las consecuencias de un fenómeno natural. Las desmesuradas restricciones de derechos y libertades proporcionaron la coartada. Sin embargo, los políticos nacionales se han ido apartando poco a poco de algunas recomendaciones draconianas de sus asesores e intentan evitar aquellas restricciones con graves repercusiones para la economía. Saben que, a la larga, los votantes también castigan el desempleo, la pobreza y la falta de oportunidades. Últimamente, tienden a decantarse por aquellas medidas que, aun absurdas e inútiles como la mascarilla obligatoria al aire libre, no resultan tan dañinas para la actividad económica.

Pero ni siquiera se observa este freno puntual en los gobiernos regionales, que suelen mantener un enfoque más extremo y radical que los nacionales porque los políticos de entidades subnacionales saben que, ante dificultades económicas, la gente tiende a culpar sistemáticamente al gobierno central. Este fenómeno se observa con claridad en el Reino Unido, con unos gobiernos de Escocia y Gales imponiendo medidas más extremas que el gobierno británico; en España, donde la imaginación restrictiva de muchos gobiernos autonómicos no conoce límites; o en Australia, donde el protagonismo de las restricciones correspondió a cada uno de los Estados y Territorios. Pocas experiencias atraen más a un político mediocre que sentir en sus manos el poder de humillar a sus súbditos percibiendo, además, que ellos lo agradecen.

Una vez vacunados todos los vulnerables, y mayoría de la población, poco más se puede hacer. Ni restricciones de movimiento, ni pasaportes covid, ni mascarillas modificarán el ajuste final. El único instrumento útil durante la pandemia, la vacuna, ha servido para prevenir la enfermedad grave pero, por muchas dosis adicionales que se inyecten, seguirá mostrando poca eficacia para detener los contagios, esa obsesión irrealizable que lastra la estrategia desde el principio.

Es hora de regresar a la cordura, contener la pandemia social, frenar la exagerada profusión de test covid, contar solo los casos que presenten síntomas severos, como se hizo siempre en el pasado. Y urge utilizar los recursos en los verdaderos enfermos; no en hipocondríacos asustados que, como Argán, llevan la enfermedad en su imaginación.

Juan M. Blanco




"Unos de los rasgos más asombrosos de la sociedad actual es la enorme velocidad con que ciertas nociones o ideas novedosas, extrañas e insólitas, alcanzan aceptación generalizada por muy absurdas que sean. Basta que la televisión lance un mensaje repetitivo, envuelto en un relato sensiblero para que la idea subyacente se asuma de forma acrítica. Así, las creencias aparecen y languidecen constantemente, como si hubiera quebrado cualquier anclaje al pasado, como si gran parte del pensamiento navegara a la deriva de las emociones y las modas.

Las pautas conocidas como “políticamente correctas” (hoy “woke”) surgen de repente y resultan inestables y cambiantes. Así, por ejemplo, ciertas palabras son constantemente sustituidas por otras nuevas, incluso inventadas, porque súbitamente pasan a considerarse ofensivas (y censuradas como racistas, sexistas etc.), aunque nunca lo fueran anteriormente. O el número de categorías de “identidad de género” va creciendo de manera asombrosa y cada cifra resulta tan aceptable como fue la anterior. La general aquiescencia es una señal de extendido conformismo y escasez de pensamiento crítico, especialmente entre las élites, el mundo académico y el mediático. Demasiados piensan que la postura crítica consiste en predicar esas pautas (aceptadas por el establishment) y atacar a quienes las cuestionan. El mundo al revés.

¿Por qué hay tanta gente dispuesta a creer cualquier cosa? ¿De dónde surge esa fuerte tendencia a adoptar rápidamente la opinión percibida como mayoritaria? En The lonely Crowd, (1950) David Riesman apuntó una interesante hipótesis: se estaba produciendo un cambio drástico en el carácter del individuo medio, una radical transformación en la manera de formar sus criterios. Y este cambio se encuadraba en una evolución mucho más amplia hacia una personalidad cada vez más flexible. Riesman identifica tres etapas históricas: individuo “guiado por la tradición”, “guiado por su propio interior” y, finalmente, “guiado por los demás”.

Cada uno forma sus propios criterios, decidiendo el rumbo en cada situación nueva. No hay un camino marcado pero el individuo posee una brújula interior para orientarse
Varios siglos atrás, en un entorno apenas cambiante, la mayoría se guiaba por la tradición. Con pautas rígidas, estables de una generación a otra, no era necesario buscar soluciones novedosas pues apenas había problemas nuevos. En un camino perfectamente delimitado, la rutina y el ritual dominaban el comportamiento.

Las grandes transformaciones generadas por la revolución industrial, la ilustración o el auge del liberalismo, propiciaron un individuo con un carácter más flexible: guiado por su interior. Estos sujetos mantienen ciertos principios, unos valores básicos, pero, inmersos en una realidad más cambiante, ya no recurren a reglas fijas: cada uno forma sus propios criterios, decidiendo el rumbo en cada situación nueva. No hay un camino marcado pero el individuo posee una brújula interior para orientarse.

El individuo guiado por los demás
La aceleración del cambio tecnológico en el siglo XX y la cultura de masas, determinarían la aparición del sujeto guiado por los demás, que ha roto con el pasado y carece de principios para formar sus criterios: se limita a observar el entorno. Ya no existen grandes valores estables sino ideas rápidamente cambiantes al albur de las modas o la influencia de los medios. La etapa adolescente, con su irresistible influencia del grupo de amigos y sus impulsos emocionales, se extiende simbólicamente al resto de la vida, dando lugar a unos sujetos que buscan la aprobación del entorno como objetivo primordial. Se trata de una infantilización social que desprecia la edad y la experiencia por poco adaptativas al cambio tecnológico. El individuo ha perdido la brújula, pero posee un radar para detectar dónde se encuentran los demás.

El libro, que alcanzó enorme éxito, fue interpretado como una crítica del carácter guiado por los demás y una reivindicación de quienes seguían conduciéndose por principios. No era esta, sin embargo, la intención del autor, que se limitaba a explicar la evolución hacia una mayor flexibilidad como un proceso de adaptación a un mundo cada vez más cambiante. Quizá no existía entonces suficiente perspectiva para prever las consecuencias.

En una primera etapa, una masa vocinglera, considerando la vacuna como la panacea, pretendía despojar de sus derechos fundamentales a quienes no se inocularan
La excesiva flexibilidad no es siempre provechosa si genera sujetos maleables, fácilmente moldeables por el poder, una masa amorfa que va adoptando formas caprichosamente cambiantes. Estas personas pueden sentirse libres, con mente abierta, pero son fácilmente influidas por el entorno, la televisión y, sobre todo, los grupos de presión. Y la supuesta flexibilidad es relativa pues, una vez convencidos, muchos mantienen una postura dogmática, incluso agresiva con quienes no comparten la creencia del momento. La guía por el entorno conduce a un mundo de contradicciones, como refleja el intencionado título del libro: la muchedumbre solitaria.

Esta falta de anclajes sólidos explicaría la naturalidad con que se acepta hoy la alarmante ruptura de los principios que sostienen el estado liberal: la igualdad ante la ley, la libertad individual o la limitación de los poderes del gobierno. Así, cada vez surgen más leyes que vulneran estos principios, normas que delimitan derechos especiales para ciertos grupos, sin caer en la cuenta de que los derechos particulares no son más que privilegios.

La muchedumbre se retrató en la pandemia
La pasada pandemia ofreció una interesante radiografía de la falta de criterio y la flagrante desconexión del pasado, incluso del más cercano. Algo jamás aplicado, como el confinamiento de toda la población, que siempre fue descartado por contraproducente en todos los planes para pandemias, y por vulnerador de derechos fundamentales, fue impuesto en cascada en un país tras otro, simplemente porque otros gobiernos lo habían decidido antes: un criterio claramente guiado por los demás. La decisión de encerrar a la gente por parte de un régimen autoritario, China, conseguiría un efecto imitación que, ante la ausencia de anclajes, acabaría derribando casi todas las piezas del dominó.

Prevaleció la inestabilidad de criterio sin que la mayoría fuera consciente de ello. En una primera etapa, una masa vocinglera, considerando la vacuna como la panacea, pretendía despojar de sus derechos fundamentales a quienes no se inocularan. Pero, una vez conseguida la vacunación masiva, esa misma muchedumbre cambió implícitamente de criterio, presionando obsesivamente para continuar con las mismas restricciones ¡como si la vacuna no hubiera servido para nada! También mostraron una completa desconexión del pasado al pretender, de manera conminatoria, histérica y furiosa, que una simple mascarilla era capaz de eliminar un virus respiratorio, algo que la humanidad sabía imposible desde mucho tiempo atrás. Largas décadas, o siglos, de saber acumulado se desvanecían repentinamente en la nada ante la abrumadora presencia de programas de televisión que rezumaban verdades científicas de aceptación obligatoria, como si fueran dogmas. Olvidaban que las proposiciones científicas nunca son verdades absolutas sino, por definición, provisionales, sujetas a crítica y posible refutación.

Por suerte, siguen quedando bastantes personas guiadas por su propio interior aunque puedan constituir minoría frente a una gran masa que se alimenta de los medios y las modas. De ahí, quizá, la imposibilidad de comprensión mutua o el desconcierto de esta minoría ante la futilidad e inestabilidad de ciertos criterios de la muchedumbre.

A pesar de las apariencias, el individuo guiado por su interior es suficientemente flexible y, por supuesto, más libre y crítico. Comparte con el grupo ciertos principios y valores, pero posee criterios propios. Aunque deba nadar a contracorriente, es menos manipulable porque los principios funcionan como freno a los instintos, a esa interesada influencia emotiva del entorno, los medios, los gobernantes y los grupos de presión.

La flexibilidad es una cualidad valiosa… si va acompañada de juicio suficiente para determinar si algo novedoso es más adecuado que lo anterior. Sin apropiados elementos de juicio, los individuos pueden acabar prisioneros de dogmas, absurdas consignas o ridículas perífrasis (como todos, todas, todes), que no solo atentan contra el buen gusto; también contra la economía del lenguaje. O caer en un adanismo primario, dispuesto a arrasar con el pasado que, por definición, siempre fue malvado y equivocado. Difícilmente pudo imaginar David Riesman que, siete décadas después, esa misma muchedumbre exigiría a gritos en su país, Estados Unidos, nada menos que la retirada de las estatuas de Thomas Jefferson.

Una sociedad que acepta siempre lo último de forma acrítica es como una hoja seca a merced del viento. Lo señaló Marco Tulio Cicerón: “si no aprendes nada del pasado, permanecerás siempre como un niño”."

Juan Manuel Blanco





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