Marian Izaguirre

"Ayer no le conté una cosa.
Es sobre la época en que vivía en casa de doña Rosita.
¿Recuerda usted al criado que se llamaba Ahmed? Una vez subí a la azotea a colgar las sábanas. Yo debía de tener doce o trece años y aún no había empezado a trabajar con los hombres. Solía lavar, planchar y limpiar los fogones. A veces, cuando me mandaban a la terraza a tender la ropa, me quedaba apoyada en la balaustrada que rodeaba toda la casa y miraba el horizonte. Desde esa azotea se veía el cerro de San Lorenzo, la Estación Francesa y un pedazo de mar.
Bien, pues un día subí y me quedé allí más tiempo del necesario. La barandilla era de celosía y, si te tumbabas en el suelo, podías cerrar los ojos y soñar.
Me gustaba hacerlo.
Extendía una sábana sobre los ladrillos y, a través de la celosía, me quedaba mirando fijamente el trozo de mar que había más allá del matadero. Era mi refugio secreto, el lugar donde se fraguaron la mayor parte de mis sueños. Pues bien, aquel día que le digo me quedé dormida. Cuando desperté era casi de noche. Las sábanas se agitaban con el viento y sentí que no estaba sola.
Tuve miedo. No sabía por qué. Me levanté y empecé a recoger las sábanas, que ya estaban secas. Entonces lo vi. Ahmed estaba apoyado contra la pared. Me miraba en silencio.
De pronto dijo: «Tú no eres como las otras, tú eres como yo. Cuando seas mayor me casaré contigo».
Parecía trastornado. Y sentí auténtico pánico de que eso fuera verdad. Casarme con Ahmed era algo imposible, pero su seguridad me asustó tanto que, por un instante, pensé que podía llegar a ser verdad.
Salí corriendo, bajé a la cocina y me eché a llorar. Entonces llegó doña Rosita. Venía de la calle, con un vestido de tafetán y uno de sus mejores sombreros. Me preguntó qué me pasaba. Y yo se lo conté. Se quitó el sombrero, cogió el atizador de la cocina y se fue a buscar a Ahmed. Le golpeó hasta hacerle sangre y yo me alegré. Entonces supe que podía sentir odio hacia todo aquel que quisiera desviarme de mi camino. 
Ese mismo odio era el que sentía ahora que estaba atrapada en los campos del Rif, en aquella pesadilla de guerra y sangre que me había dejado indefensa de nuevo. Odio. Ganas de matar o de matarme. Furia sorda y deseos de hacer algo, cualquier cosa, que cambiara todo aquello. Aunque fuera a peor. Era como si de pronto me hubieran transportado a la infancia, el aduar volvía a rodearme, a ocuparlo todo de nuevo, la barbarie, la miseria, la violencia inexplicable. Todo. Dentro de mí también."

Marian Izaguirre
El león dormido



“Cuando escribo una novela quiero encontrar algo nuevo que decir o mostrar.”

Marian Izaguirre



"Estaban frente a frente, parados junto a un muro cubierto de hiedra. La luz de una farola jugaba con sus sombras en el suelo. Él extendió las dos manos, retiró el pelo de la cara de Marta y acercó su boca. No tuvieron que buscar ningún camino, ninguna actitud de acoplamiento. Ella encajaba con naturalidad física en aquel cuerpo alto y delgado. Fue un abrazo largo y concentrado, una corriente de energía que empezaba en uno y terminaba en el otro sin rebasar los límites de su masa corporal. Marta se fijó en la sombra que proyectaban: un único cuerpo, hecho de superficies planas, sólido y encadenado. A esa distancia, los ojos de Javier Azcárate eran grandes, con las pestañas largas y oscuras. No pudo apreciar su verdadero color, pero creyó ver que se instalaba en ellos una sonrisa.
Cuando entraron en el dormitorio, Marta sintió un pequeño pálpito. No era exactamente miedo, sino algo parecido y diferente a la vez. Los brazos de Javier Azcárate la rodearon de nuevo. Se encontró a gusto cobijada en ese gesto.
Cierto olor corporal, cálido y húmedo, salía de las sábanas. Resultaba tentadoramente desconocido y lo asoció sin dudar al cuerpo del hombre. Le supuso durmiendo en esas mismas sábanas la noche anterior, debatiéndose entre extrañas combinaciones de gozo y sufrimiento, agitado desde la lejanía en la que siempre sumen los sueños.
Como si adivinara sus pensamientos, Javier abrió la ventana y regresó a su lado sonriendo. Ella estaba desnuda, sentada cerca de la almohada, con las rodillas entre los brazos y el pelo negro rozándole los hombros. Tenía una posición expectante, sabiendo que ahora comenzaba todo, pero sin ser capaz de ninguna iniciativa. Agradeció que él se arrodillara a su lado y la mirara fijamente, sin tocarla, hasta que comenzó a deslizar un dedo por la superficie lisa de una de sus piernas y la piel se le encrespó con muchos pequeños montículos."

Marian Izaguirre
La vida elíptica


"Estuve mes y medio en Argentina. Fue entretenido. Echaba de menos a Martín, pero me satisfacía estar allí, sola, como una mujer moderna e independiente. Con mi embarazo y mi desconocimiento de lo que haría en el futuro.
Fabulaba en secreto sobre mi papel como madre. Era confuso. Por un lado, no quería hacer planes reales; pero, por otro, no podía dejar de imaginar qué vida le daría al ser que crecía dentro de mí. Eso me redimía de la improvisación. ¿Cómo había llegado aquel niño después de tanto tiempo intentándolo? ¿El método ogino era una estafa? Martín y yo habíamos mantenido relaciones durante meses en la mitad de mi ciclo menstrual sin ningún éxito. Y cuando abandonamos, cuando lo hicimos antes de los días fértiles, o casi inmediatamente después, cuando adoptamos aquella despreocupación liberadora, el embarazo cuajó. Una contradicción enorme, una paradoja. Así que ahora no me atrevía a planificar nada, pero mi yo secreto se hacía preguntas: ¿tendríamos dinero para alquilar un piso decente?, ¿se morirían por fin nuestros inquilinos de la calle Ibiza?, ¿estaríamos siempre en casa de mi tía, con un trato ventajoso para ambas partes, ella una solterona sola y nosotros la familia que Stéfano le negaba? De pronto me veía trabajando, diseñando trajes de época, ganando mi propio dinero. Y entonces surgían nuevas preguntas: ¿necesitaría una niñera? Me contestaba casi sin darme cuenta. Sí, tendría una niñera, una chica de pueblo, regordeta y sonrosada que se quedaría en casa hasta que se echara un novio y nos dejara para tener sus propios hijos. Le daría mucha pena, desde luego, y derramaría lágrimas por alejarse de nuestro hermoso niño. Luego nos conformaríamos con una au pair, inglesa, desde luego, que le enseñaría su idioma y le llevaría al colegio. ¿Qué colegio? ¿El Liceo Francés? ¿El Colegio Alemán?
Eso solo sucedía por las noches, después de la función, cuando me quedaba a solas y los actores a los que había vestido se diluían como fantasmas. Por el día, estaban vivos. Algunos demasiado vivos.
Vestir a los hombres no era tan difícil como pensaba. Pude aprovechar muchas prendas del antiguo vestuario, pero acorté los calzones, preparé mangas desmontables que cambiaban el traje sin cambiarlo realmente; muchas las hice con las capas bordadas que había desechado, de manera que los ropajes eran ahora vistosos y coloridos, aunque sobrios de forma y más acordes con el nuevo vestuario de Cecilia. A los venecianos era sencillo reconocerlos por sus turbantes de seda en colores vivos, que solo tenían el desafío de enrollarlos convenientemente en torno a algún tipo de casquete, y a los napolitanos por sus trajes oscuros, sus cruces bordadas y sus bonetes planos. En general, los actores eran gente amable, colaboraban gustosos en el vestuario y nadie me hizo sentir en ningún momento que fuera una aficionada. Creo que les divertía el soplo de novedad que imponía a la obra. Solo había uno con el que no conseguí congeniar: el primer actor, el que interpretaba al Dux de Venecia. Se llamaba Guillermo Mendoza y era un tipo insoportable. Seguía manteniendo la pose de galán que acaso le había granjeado cierta fama de donjuán en el pasado y lo cierto es que era alto, de alguna manera distinguido, y desde luego muy arrogante, tanto en escena como fuera de ella."

Marian Izaguirre
Después de muchos inviernos


"Son las doce y media. Si se da prisa, quizá coja a su madre a la salida de misa. No sabe dónde ha podido ir Matías, ni cuándo piensa volver. Pero le da exactamente igual. Ella se va a comer a casa de sus padres y si viene, él verá, que se caliente la sopa que deja en el fogón.
Ha cogido el metro hasta Argüelles. Recuerda el tiempo en el que vivía en este barrio. Era la hija de un médico. Estudiaba en París. Podía vivir despreocupada, ajena al precio del café o al de la carne. ¿Se está volviendo miserable? ¿Por qué últimamente solo piensa en el dinero? Empieza a preocuparle este asunto; al principio le parecía normal, se concedía a sí misma el derecho de lamentarse porque siempre se lleva mal la pérdida del bienestar económico, y a nadie le gusta venir a menos, pero luego miraba al frente, y ahí estaba Matías, que había perdido mucho más que ella: una editorial de renombre, una posición en la vida intelectual del Madrid de los años treinta, una cómoda casa en un buen barrio... Y luego todo se vino abajo. Se derrumbó. Estuvo a punto de perder la vida y quizá por eso a él no le importe haber perdido todo lo demás. Se conforma con estar vivo.
Ha llegado a tiempo. Todavía no han salido de misa de doce. No recuerda de qué orden son los curas de este convento... ¿Agustinos? Posiblemente. Recuerda, en cambio, que hizo aquí la comunión. Fue un día horrible. Su padre y su madre ya estaban discutiendo a primera hora de la mañana, y cuando se despertó se oían los reproches mascullados con voz hiriente en la cocina. Su padre gritó un par de veces. Luego todos llegaron a la iglesia en medio de una tensión espantosa; su madre le colocó el velo de mala manera, sin pensar en lo que hacía, y ella, esa niña pequeña con una corona de capullos de organdí tapando el miedo, intentó hacerlo todo muy bien para que nadie se enfadara aún más... Tenía muchas ganas de llorar, iba aguantando las lágrimas porque aquel debía ser el día más feliz de su vida... Y solo podía sentir un miedo inconcreto, tan cercano que parecía que viniera de dentro, no de fuera, que surgiera de su propio cuerpo, como la saliva, o la sangre. Ahora lo piensa."

Marian Izaguirre
La vida cuando era nuestra








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