Sylvia Iparraguirre

"Consciente o no, cada escritor va trazando una línea en el tiempo. Cuando empezás, no sabés cómo se va a ir armando lo que posteriormente puede llamarse “una obra”. Te atraen algunos temas y, en mi caso, tanto La orfandad y El muchacho de los senos de goma como una futura novela que empecé conforman una trilogía donde hay una historia que no aparece en primer plano sino como una trama “secundaria”, y los personajes van de una novela a la otra."

Sylvia Iparraguirre


"Hoy el escritor directamente no es consultado, y no lo digo desde la queja sino como un fenómeno. En otras épocas tenía un peso fuerte en la sociedad y, a partir de lo que escribía o decía, formaba opinión. A los escritores se los consultaba acerca de cuestiones nacionales. El peronismo fue discutido por Sabato y por escritores de distintas ideologías. Hoy lo ideológico a los más jóvenes no les interesa, todo eso les parece antiguo o denso. Y en el camino se ha ido perdiendo la discusión de ideas, el valor de la argumentación y la inclusión del otro a la hora de escribir o buscar una verdad. No se construye una obra ni un poder político en total soledad."

Sylvia Iparraguirre



"Intento que las historias que escribo vivan, que no sean letra muerta.”

Sylvia Iparraguirre



"Lisa rompió con los dientes la esquina de celofán y hurgó en el paquete hasta encontrar el rollo diminuto, sujeto con un aro de metal, como los mensajes de las palomas. Decía: ¡Oh, hija! ¿Qué dios te ha arrebatado? E. Guardó el papelito en el bolso y caminó tranquilamente entre la gente, comiendo pochoclo. Se preguntó qué le quería decir esta vez el mensaje de la suerte. ¿Qué querría decir E.? También otras veces le habían salido palabras extrañas. Aunque se esforzaba, Lisa reconocía que no era rápida para asociar esas frases misteriosas con los incidentes de su vida. Lo único que le gustaba era el Parque, caminar sin rumbo entre la gente hasta la hora del Dancing Park.
Algo más urgente la reclamó. ¿Y si hoy no pasaba? Lisa se hacía esa pregunta todas las tardes. El mundo se desplomaría y caería en la oscuridad total, dominaría el caos y nadie podría reconocerse entre sí. Miró a su alrededor alarmada. La gente parecía espolvoreada de ceniza, los cuerpos se movían con lentitud, los gestos entristecían. Era el momento en que las barracas, las maquinarias, las poleas ocultas y las armazones de hierro, las tracciones mecánicas, los asientos suspendidos en el aire y las fachadas tristemente pintadas adquirían el vago aire marchito de ilusión a punto de desaparecer, como fantasmas inanimados de un sueño que declina lentamente hacia la pesadilla. Los gestos y las voces de la gente y de los solitarios del parque que Lisa detectaba de inmediato, se llenaban de oscuros designios, no terminaban de esbozarse o abortaban en trunca aquiescencia y Lisa sabía que cada uno, en el fondo de su corazón, sentía como ella que había vivido para nada, que su vida era un hilo negro en medio de la oscuridad. Hasta los chicos percibían ese desasimiento, corrían unos pasos y se detenían, desorientados, y los que estaban besándose experimentaban como algo maligno la incomodidad de sus cuerpos y la inexperiencia de sus manos. La tensión creció todavía unos segundos más. La congoja le apretó a Lisa el pecho. ¡Pero ocurrió! Volvió a ocurrir y el fuego de las luces la empujó hacia adelante. Millones de luces, blancas, rojas, azules, esmeraldas crecieron y se lanzaron como rayos cruzados, como espirales, como collares, hacia cada rincón del Parque y mucha gente aplaudió. La Rueda de la Fortuna, más gloriosa que nunca cada noche, comenzó su iluminada vuelta para ella sola, llamándola. No existía otra felicidad como aquella, solitaria y a la vez compartida con todos, pensaba vagamente Lisa sin saber que pensaba porque estas sensaciones no se formulaban de manera clara y distinta en su mente sino que permanecían en estado de latencia, bullendo despacio, sin violencia pero con fuerza, debajo de sus ojos tranquilos y del pochoclo que regularmente se llevaba a la boca con cierta actitud mecánica o ausente de muñeca. Pasó sonriente, ahora todos sonreían, junto a la Barraca de Tiro. Las uñas granate de Miss Lizzie tamborilearon en el aire saludándola y sus pestañas indolentes abanicaron a un joven de camisa a cuadros y sombrero tejano que se llevaba la carabina al hombro. Dos solitarios la saludaron con una inclinación de cabeza. Bajo la Rueda gigantesca, extendió el pase y ocupó, sola, su banco para dos. Colocó la traba y esperó."

Sylvia Iparraguirre
El parque


"Se reúnen varias cosas en torno a la Patagonia, a por qué ese llamado a escribir sobre ese territorio. En principio tiene que ver con mis lecturas de adolescente: fui una devoradora de libros de aventuras marítimas. Siempre me gustaron, de hecho el primer libro que leí fue Robinson Crusoe. Leí mucho a Melville, Conrad, Jack London, Mark Twain, autores que trazaron como una frontera, con humor, con una especie de desparpajo. Al mismo tiempo siempre me atrajo la literatura del siglo XIX, los grandes viajes, los lugares exóticos. Y luego está la atracción enorme que ejerce la Patagonia; no hablo de turismo, naturalmente, sino de un espacio en el que todavía se conserva cierto salvajismo en el viento, en la soledad, que permite imaginar lo que tiene que haber sido 150 años atrás, cuando llegaron los pioneros, los buscadores de oro, los que naufragaron allí. Y sobre todo las etnias, los grupos humanos que vivieron allí desde hace 13.000 años o más. Cuando me crucé con la historia de Jemmy Button entraron a funcionar las afinidades con ese lugar. He ido muchas veces al sur, conozco muy bien la costa, la meseta santacruceña, los lagos, los glaciares, el Beagle; cruzar el Estrecho de Magallanes es una experiencia increíble. Son cosas que tienen un fuerte magnetismo."

Sylvia Iparraguirre








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