Thierry Jonquet

"La monstruosidad está más extendida por el mundo que la estupidez. Ambas son una fuente inagotable de asuntos narrativos que a mí me gusta explorar. A menudo me deja estupefacto la sección de sucesos de los periódicos, pues me revela la existencia de monstruos vulgares y corrientes, de ogros bonachones, de psicópatas perfectamente integrados en nuestra sociedad, cuya conducta privada se abisma en las más profundas simas de la ignominia."

Thierry Jonquet



"No, tu amo no te había matado, pero con el tiempo llegaste a lamentarlo. Había empezado a tratarte mejor. Con una manguera te daba duchas de agua templada y hasta te llevó una pastilla de jabón.

El foco estaba siempre encendido. La noche había sido sustituida por un día deslumbrante, un día artificial, frío, interminable.

El amo iba a verte, se sentaba en un sillón, frente a ti, y escrutaba durante largas horas hasta el más insignificante de tus gestos.

Al principio de estas sesiones "de observación", no te atrevías a decir nada por miedo a despertar su cólera, por miedo a que la noche, la sed y el hambre volvieran a castigarte por esa falta cuya naturaleza seguías ignorando y que, al parecer, debías expiar.

Poco a poco fuiste cobrando valor. Tímidamente, preguntaste qué fecha era para saber cuánto tiempo llevabas encerrado allí. Él te respondió de inmediato, sonriendo: 23 de octubre. Llevabas más de 2 meses prisionero. Dos meses pasando hambre y sed. ¿Y cuánto tiempo más seguirías comiendo de su mano, lamiendo la escudilla tendido a sus pies, recibiendo duchas con una manguera?"

Thierry Jonquet
Tarántula


"Para tus adentros le habías puesto un nombre al amo, aunque no te atrevías a emplearlo en su presencia, por supuesto. Le llamabas Tarántula en recuerdo de tus terrores pasados. Tarántula, un nombre femenino, un nombre de animal repugnante que no encajaba ni con su sexo ni con el extremo refinamiento que demostraba en la elección de sus regalos.

Tarántula, sí, porque era igual que la araña: lento y misterioso, cruel y feroz, ávido e incomprensible en sus designios, oculto en algun lugar de esa morada donde te tenía secuestrado desde hacía meses, esa tela de lujo, esa jaula dorada cuyo carcelero era él y tú el prisionero"

Thierry Jonquet
Tarántula


"Varneroy llegó muy contento. Era un hombrecillo regordete, de tez sonrosada y aspecto aseado y afable. Se quitó el sombrero, dejó cuidadosamente la chaqueta y besó a Ève en las mejillas antes de abrir el maletín que contenía el látigo.
Richard presenciaba satisfecho estos prolegómenos, con las manos crispadas sobre los brazos de la mecedora mientras incesantes tics nerviosos recorrían su rostro.
Siguiendo las indicaciones de Varneroy, Ève ejecutó un grotesco paso de baile. El látigo restalló.
Richard aplaudía riendo a carcajadas mientras la cruel farsa se repetía, pero de repente se sintió asqueado y no pudo seguir soportando ese espectáculo. El sufrimiento de Ève, que le pertenecía porque él había modelado su destino y su vida, lo llenó de repugnancia y de compasión. El rostro sarcástico de Varneroy le indignó tanto que se levantó de un salto e irrumpió en el estudio contiguo.
Desconcertado ante aquella aparición, Varneroy se quedó boquiabierto y con el brazo en alto. Lafargue le arrebató el látigo, lo agarró del cuello y lo arrastró al pasillo. El sádico no entendía nada y, mudo por la sorpresa, bajó a toda prisa la escalera sin pedir explicaciones.
Ève y Richard se quedaron a solas. Ella había caído de rodillas. Richard la ayudó a levantarse y a lavarse. Ève se puso de nuevo el jersey y los téjanos que llevaba cuando el cirujano había comenzado a gritar a través del interfono.
Sin pronunciar palabra, Richard la llevó a la villa y la desnudó antes de tenderla en la cama. Solícito, le untó cuidadosamente las heridas con pomada y le preparó un té bien caliente. Luego se sentó muy cerca de ella y le acercó la taza a los labios para que bebiera la infusión a pequeños sorbos. A continuación la cubrió con la sábana y le acarició el cabello. Había disuelto un somnífero en el té y Ève se durmió enseguida.
Richard salió de la habitación y atravesó el jardín en dirección al estanque. La placidez y serenidad de los cisnes llenó a Richard de admiración y envidia, y se echó a llorar desconsoladamente. Había rescatado a Ève de las manos de Varneroy y ahora comprendía que esa compasión —pues llamó compasión a ese sentimiento— acababa de hacer añicos su odio, un odio ilimitado, irreprimible. Y el odio era su única razón de vivir.
Tarántula jugaba a menudo al ajedrez contigo. Reflexionaba mucho antes de mover una pieza, y siempre te pillaba por sorpresa. En ocasiones, improvisaba ataques sin preocuparse de proteger su juego; su táctica era impulsiva pero infalible.
Un día quitó las cadenas y el camastro, y en su lugar instaló un sofá. Allí dormías y descansabas cómodamente, tumbado entre los sedosos cojines. Sin embargo, la pesada puerta del sótano permanecía firmemente cerrada con candados...
Tarántula te proporcionaba golosinas y tabaco rubio, se interesaba por tus gustos en cuestión de música. Vuestras conversaciones adquirieron un tono festivo, se convirtieron en una charla intrascendente. Te había regalado un reproductor de vídeos y te llevaba películas que veíais juntos. Preparaba té, te servía infusiones y, cuando te notaba deprimido, descorchaba una botella de champán. En cuanto se vaciaban las copas, las llenaba de nuevo.
Ya no estabas desnudo: Tarántula te había regalado un chal bordado, una pieza magnífica que te presentó en un lujoso paquete. Con tus finos dedos, abriste el envoltorio y descubriste el mantón, un regalo que te produjo un gran placer.
Arropado con el chal, te acurrucabas sobre los cojines fumando cigarrillos americanos o comiendo bombones mientras esperabas la visita diaria de Tarántula, que nunca aparecía con las manos vacías.
Su generosidad hacia ti parecía no tener límites. Un día, la puerta del sótano se abrió y entró él empujando con dificultad un paquete enorme, colocado sobre un soporte con ruedas. Sonreía mirando el papel de seda, el lazo rosa, el ramo de flores...
Ante tu sorpresa, te recordó la fecha: 22 de julio. Sí, hacía diez meses que estabas prisionero. Tenías veintiún años... Diste vueltas con afectación alrededor de aquel voluminoso paquete, al tiempo que aplaudías riendo. Tarántula te ayudó a deshacer el lazo. No tardaste en reconocer la forma de un piano: ¡un Steinway!
Sentado en el taburete, desentumeciste tus dedos indecisos y empezaste a tocar. Aunque no estuviste muy brillante, a tus ojos acudieron lágrimas de alegría...
Y tú, Vincent Moreau, el animal de compañía de ese monstruo, tú, el perro de Tarántula, su mono o su cotorra, tú, sí, tú, después de que te hubiera destrozado, besaste su mano riendo a carcajadas.
Por segunda vez, te abofeteó."

Thierry Jonquet también firmó libros con los seudónimos de Martin Eden, Ramon Mercader (el asesino de Trotsky) ​ Phil Athur y Vince-C. Aymin-Pluzin.
Tarántula



"Y vino a casa un día que el Culpable no estaba... Había ido a una reunión de su sindicato para solidarizarse con los huelguistas de la fábrica Citroën. Como es lógico iba a llegar muy tarde. En casa el problema ya era bastante importante. Las bolsas se habían amontonado primero delante de la puerta clavada de la cocina, luego habían llegado hasta el salón, habíamos puesto también en mi habitación dejando un pequeño sitio para que yo pudiera dormir y para que el tren pasara. Y el Culpable había empezado a construir el puente de madera en el Cañón. Eso le había llevado todo un sábado y un domingo de esfuerzos sudando la gota gorda. Yo, por aquel entonces estaba un poco pachucho y tuve que dormir para recuperarme. El Culpable estaba nervioso pues tenía miedo de que la lata llena de gas que me habían tirado a la cabeza durante la manifestación hubiera hecho algún destrozo en mi cabeza. Y el domingo por la noche, cuando el puente estuvo terminado, hicimos una comilona para festejarlo. Luego subimos una montaña de bolsas rojas y azules hasta el techo. Era una buena solución. El puente fue una gran ayuda durante dos o tres semanas, pero luego las bolsas nos invadieron de nuevo. ¡Hasta el salón llegaban las muy asquerosas!
»En fin, no fue la catástrofe lo que vino a continuación, pero era un anuncio. Yo me decía que tenía que hablar con el Culpable acerca de las bolsas, obligarlo a que bajara algunas por lo menos, no todas, naturalmente, que hubiera sido un trabajo enorme, pero bueno, dos o tres de aquí, de allá. Yo lo intenté una vez pero se había cabreado tanto gritándome: "¿Adónde quieres ir a parar, Léon, eh?", y chillando: "¿Quieres quitarlo todo para que vean a la arpía? ¿Es eso...?" Cosas por ese estilo; entonces preferí no insistir. No íbamos a enfadarnos por una bobada de bolsas y de mujer muerta...
»Entonces, cuando el Culpable estaba en la reunión para apoyar a los huelguistas, llaman a la puerta. Yo estaba muy preocupado. Hay que decir que en casa se entraba al vestíbulo y todas las habitaciones daban allí, excepto el cuarto de baño que daba a la habitación del Culpable. El vestíbulo estaba limpio, no había bolsas, el único desorden eran las maquetas, los raíles y las estanterías para las locomotoras y los vagones que, como es lógico, no íbamos a poner con las bolsas.
»Entonces llaman a la puerta y voy a ver. Y oigo a la Vieja hablando sola en el descansillo. Pataleaba, irritada, se notaba por la voz. Entonces, ¡desgracia!, se le ocurrió la idea de empujar la puerta y la puerta se abrió. De narices, nos encontramos los dos de narices. La miré de mala manera y se largó. Cerré la puerta. Volvió. Pero no insistió, debí de acojonarla, sólo deslizó un papel por debajo de la puerta. Oí cómo se iba por la escalera trotando sobre sus tacones afilados, resbaló en un escalón y me dio la risa. Cuando el Culpable volvió de apoyar a los huelguistas le enseñé el papel y en seguida se dio cuenta de que era la vieja del tercero la que lo había traído; ella lleva los recibos de alquiler, en vez del vigilante, en nuestro edificio. Yo no podía saber lo que decía el papel, porque no sé leer, y a mi edad ya es un poco tarde...»
Así que ha venido la Vieja... Léon, tráeme las gafas, por favor, sí ahí en el sillón. Gracias. Esa piltrafa. Quería ver a Irene en el congelador, hice bien escondiéndola con las bolsas... Si no, la habría visto. Y prohíbo que nadie vea a Irene. Está muy bien donde está. En fin, Léon, hiciste bien echándola. Oh, querido señor, me dijo ella, he ido a su casa pero estaba Léon y no entré, imagínese, me da miedo. ¿Te das cuenta, Léon? ¡Te tiene miedo! Ay, ay, pillín, viejo verde... ¿No habrás intentado...? ¡Pillín! ¡Pillín!
Bueno, bueno, bueno, o sea que ha venido."

Thierry Jonquet
La bestia y la bella
























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