Alejandro Larrubiera

"Amor más ilusión, igual a felicidad."

Alejandro Larrubiera




El viejo Conde Falcón escuchaba impaciente y malhumorado las nuevas que de su hija D.ª Violante le traía Pero Martín, su escudero.

Encarándose con éste, al término de su relato le dijo con fiera acritud:

—¡Por Cristo crucificado, que he de hacerte colgar de una almena como no sea cierto lo que acabas de contarme!

—Señor, yo no miento —se atrevió á replicar el susodicho.

—Pero, ven acá, condenado. ¿Cómo se armoniza lo que tú me dices de que á un mismo tiempo doña Violante y su esposo don Rodrigo se quieran como á las niñas de sus ojos y se odien á muerte?... Vamos á ver cómo explicas este contrasentido... ¡Habla! ¡Contesta!... ¡No te quedes así parado como un idiota!...

Y dicho todo este aluvión de frases, el viejo Conde empezó á dar grandes pasos á lo largo de la suntuosa cámara, mientras que Pero Martín rascábase la cabeza, como si con las uñas quisiera sacar del caletre las explicaciones que tan políticamente se le pedían.

—¡Acaba! —ordenó el de Falcón, deteniéndose súbitamente en sus paseos.

—En Dios y en mi ánima, señor, que lo que acabo de contaros es el Evangelio: doña Violante y don Rodrigo ha más de un año que se casaron, y hasta hace pocos días parecían tórtolos por el mucho amor que á ojos vistas se profesaban ambos á dos... Envidia y contento de todos nosotros era presenciar su ventura... El cielo y...

—¡El infierno!... ¡Acaba de una vez, escudero parlatán!...

Alejandro Larrubiera
El Ángel se duerme




"Llegué, sin gran detrimento en el físico, al término de mi viaje; pagué al auriga; di diez céntimos al lacayo improvisado, un golfo servicial que me abrió la portezuela, e iba a internarme ya en el vestíbulo, cuando me detuvo, casi en sus umbrales, la curiosidad; esta curiosidad mía que hace que averigüe lo que no me importa, para luego contárselo al respetable público, al cual, acaso, le importa aún menos que a mí.
Una mujer de formas esculturales acababa de apearse de un coche del Casino. Traía un antifaz de terciopelo azul, tras el cual brillaban dos ojos negros y atrayentes.
Del coche salió también un galán, del que no hice gran caso; mis ojos no se apartaban de la encubierta; sobre que soy férvido admirador de la mujer, cuando esta oculta su rostro con un antifaz, la loca de la casa me la finge la más encantadora, apetecible y sugestiva de las hijas de Eva.
Después de dar no sé qué orden al cochero, se reunió a su pareja el galán, y reconocí en este al Duquesito de Vilonda, uno de esos seres venturosos que vienen al mundo solo para realizar la alta misión de lucir, a costa de su bolsillo, las mujeres más hermosas, codiciadas y desaprensivas, y los caballos más caros, soberbios e inútiles.
Iban a entrar en el teatro, cuando «ella» se detuvo como sorprendida y apoyándose, cual si se sintiera desvanecer, en el brazo de «él».
Esto duró un segundo… La señora hablaba en voz baja y accionaba nerviosamente; el señor la escuchaba entre admirado y confuso; ella parecía insistir, él parecía indeciso; ambos miraban con tenacidad a un pobre viejo que, próximo a la entrada, y arrimado a la pared, muertecito de frío y tal vez de hambre, rascaba, con mano temblorosa, un violín de mala muerte, rota su caja, de la que salían ecos quejumbrosos más bien que notas ligadas en un ritmo. También yo me fijé en aquel pobre diablo que contaría sus sesenta inviernos, según delataban los mechones de pelo canoso y las emborrascadas barbas que se perdían en el cuello subido de un gabán de color indefinible que, en lo maltrecho y antiguo, corría parejas con el violín y el sombrero hongo, todo mugre y despellejaduras."

Alejandro Larrubiera
El hombre del violín roto











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