Aleksándr Kuprín

"Justo ese día empezó Tsviet su triunfal carrera entre la gente de alta alcurnia. Esa racha de suerte en la que creía y que había experimentado en el vagón se desplegó ante él como una colorida alfombra oriental, y él se dispuso a pisar ese lujoso tejido con la indiferencia propia de un soberano.
En poco tiempo, Iván Stepánovich se convirtió en la comidilla de toda la ciudad. El rumor popular se apresuró a exagerar el tamaño de la hacienda del heredero hasta las cien mil hectáreas y estimó su fortuna en decenas de millones de rublos. Los curiosos iban continuamente tras él boquiabiertos y lo señalaban a los forasteros como la octava maravilla del mundo; casi a diario salía algo en los periódicos sobre sus excentricidades, su generosidad o su gran suerte. Ni que decir tiene que inmediatamente se formó a su alrededor todo un aparatoso séquito de amigos, conocidos, gorrones, pedigüeños, charlatanes y animadores. Y él, sin perder la bondad y modestia que le caracterizaban, aprendió rápidamente el difícil arte de dominar a las personas. A veces le bastaba con mirar de refilón a los ojos de algún insolente presuntuoso o del extorsionador de turno y pensar por un momento: «¡No quiero verte nunca más!». Entonces pasaban inmediatamente a un segundo plano, palidecían, perdían el color y, de una vez y para siempre, se disolvían, se esfumaban literalmente en el espacio.
Tóffel era el único que regresaba una y otra vez, aunque Tsviet a menudo le ordenaba mentalmente que se fuera. A veces, de repente, al darse la vuelta, se encontraba con la mirada del agente puesta en él; una mirada posesiva, insistente, hipnótica. «La palabra… ¡diga la palabra!», parecían gritar sus ojos amenazantes. Entonces Tsviet pronunciaba mentalmente: «¡Vete!» y el otro obedecía y se alejaba avergonzado, cual perro astuto y nervioso que después de una reprimenda se queda sentado un momento, después encorva el lomo y se aparta con el rabo entre las patas, pero se vuelve de vez en cuando con una mirada ofendida y culpable. El caso es que al cabo de un día o de una hora, aparecía de nuevo como si tal cosa, con noticias sobre alguna pingüe ganancia en bolsa y su cartera repleta de acciones recién impresas; o contaba algún chiste picante de moda, le llevaba invitaciones para conocer a gente importante o conveniente, y en fin, toda una serie de nuevos entretenimientos. Además, parecía estar al tanto de cada paso que daba, como si fuera su niñera, una mujer recelosa o el más consagrado de los detectives. Si hubiera podido, habría pegado su oreja a él mientras dormía, para ver si no se metía en líos en algún sueño. Y quizá pudiera escuchar realmente sus sueños, aunque el joven siempre echaba el cerrojo a la puerta antes de acostarse.
Cada deseo de Iván Stepánovich se cumplía casi al instante, como si de verdad tuviera detrás unas hábiles manos y unas piernas tan veloces como sigilosas para servirle. Pero en nada de eso se notaba milagro alguno, sino una eterna e inmutable sucesión de coincidencias entre las ideas y los hechos. La mayoría de los fantásticos caprichos que se le pasaban por la cabeza se materializaban con los recursos más simples. Así, ocurría a veces que, mientras estaba sentado al escritorio de su despacho, formulaba mentalmente: «Ahora quiero elevarme en el aire con silla y todo». Y la silla crujía bajo su peso, como si intentara despegarse del suelo, pero la ley de gravedad era más fuerte y se quedaba en el sitio. En cambio, una mañana que estaba mirando por la ventana a unas palomas que volaban muy alto, no pudo por menos que envidiar sus vistosos movimientos en el aire. «¡Ah…, si el hombre pudiera experimentar algo parecido!», pensó sin intención alguna. Cuando dio la espalda a la ventana, su mirada fue a parar por casualidad a un periódico en el que se veía en grandes titulares un anuncio del Día de la Aviación, que se celebraba esa misma fecha. Por la tarde, Tsviet pagó una suma astronómica para sentarse tras el piloto de un magnífico Farman y dar un par de vueltas sobre los campos. Durante diez minutos, vivió una de las experiencias más emocionantes y placenteras, capaz de romper por un momento la insipidez y monotonía de la vida de un pobre hombre como él."

Aleksandr Kuprin
La estrella de Salomón




"Viera reunió todas sus fuerzas y abrió la puerta. La habitación olía a incienso. Ardían tres cirios. Zheltkov yacía sobre una mesa en el centro de la habitación. Tenía la cabeza muy baja, como si adrede le hubieran puesto una almohada pequeña y blanda, pues al cadáver ya le daba lo mismo. Sus ojos cerrados tenían aspecto de profunda nobleza. Los labios le sonreían beatífica y apaciblemente., como si antes de despedirse de la vida hubiera conocido algún misterio profundo y dulce, solución para todos los problemas de su vida humana. Viera recordó que la misma sosegada expresión había observado en las máscaras de dos grandes sacrificados: Pushkin y Napoleón.
-Si usted lo manda, señora, saldré - dijo la vieja mujer, y en su voz se notó un acento de suma intimidad.
-Está bien, luego la llamaré -respondió Viera.
Del bolsillo lateral de la chaqueta sacó inmediatamente una gran rosa roja, levantó un poco la cabeza del cadáver, con la mano izquierda, y con la derecha le puso la flor bajo el cuello. En aquel instante comprendió que el amor con que toda mujer sueña acababa de pasar ante ella. Recordó las palabras del general Anósov acerca del amor excepcional y eterno, palabras casi proféticas. Separando los cabellos del muerto le apretó con fuerza las sienes y lo besó con largo y amistoso ósculo en la fría y húmeda frente.
Cuando salió, la dueña de la casa le dijo, aduladora y con un fuerte acento polaco:
-Ya veo, señora, que usted no es como las demás, que vienen sólo por curiosidad. El difunto señor Zheltkov, antes de morir, me dijo: "Si acaso muriera y viniera a verme una dama, dígale que la mejor obra de Beethoven es..." Incluso me lo describió. Mire...
-Muéstremelo -dijo Viera Nikoláievna, sin poder contener las lágrimas-. Perdóneme, esta impresión de la muerte es tan dolorosa, que no puedo dominarme.
Y leyó de nuevo las palabras, escritas con la letra que tan bien conocía: "L. von Beethoven. Son. nº 2, op. 2. Largo apassionato."
Viera Nikoláievna regresó a su casa bastante tarde y se alegró de que no estuviera ni su marido ni su hermano.
En cambio la estaba esperando la pianista Jenny Reiter. Viera, emocionada por lo que había visto y oído, se le arrojó a los brazos y, besándole las grandes y hermosas manos, le dijo:
-Jenny, querida, te lo ruego: toca algo para mí - y salió en seguida al jardín, donde se sentó en un banco.
Ni un instante dudó de que Jenny tocaría el pasaje de la segunda sonata pedido por la persona muerta que llevaba el raro apellido de Zheltkov.
Así fue. Viera reconoció desde los primeros acordes esa obra excepcional, única. Pareció que su alma se desdoblaba. Viera pensaba al mismo tiempo que ante ella había pasado un gran amor, un amor que se da tan sólo una vez en la vida cada mil años. Recordó las palabras de Anósov y se preguntó por qué ese hombre la había obligado a escuchar precisamente esa obra de Beethoven, incluso contra su propio deseo. En su mente cobraron forma los pensamientos y coincidieron hasta tal punto con la música, que constituían una especie de tonadilla que terminaba con las palabras: Santificado sea el Tu nombre.
"Ahora os mostraré en dulces sones la vida que sumisa y alegremente, se condenó al martirio, al sufrimiento y a la muerte. No sé lo que son quejas ni reproches, ni lo que es la mordedura del amor propio. Ante ti rezo siempre la misma oración: Santificado sea el Tu nombre.
"Preveo sufrimientos, sangre y muerte. Pienso que es difícil la separación de cuerpo y alma, pero es magnífica la alabanza que a ti elevo, apasionada alabanza y sosegado amo. Santificado sea el Tu nombre.
"Evoco cada uno de tus pasos, tu sonrisa, tu mirada, el ruido que hacías al andar. Mis últimos recuerdos están envueltos por dulce tristeza, por sosegada y magnífica tristeza. Pero no te causo pena alguna. Me voy solo, silencioso, como Dios y el destino han tenido a bien disponer. Santificado sea el Tu nombre."
"En la melancólica hora postrera, sólo a ti elevo mis rezos. La vida habría podido ser más hermosa para mí No te lamentes, pobre corazón, no te lamentes. Con mi alma llamo a la muerte, pero el corazón me rebosa de alabanzas hacia ti. Santificado sea el Tu nombre."
"Ni tú ni las personas que te han rodeado no sabéis cuán excelsa eres. El reloj da las horas. Ha llegado la mía. Y al morir, en el penoso instante de despedirme de la vida, canto, a pesar de todo: gloria a Ti."
"Ya viene la muerte, que lo apacigua todo, y yo canto: gloria a Ti..."
La princesa Viera se abrazó a un tronco de acacia, se apretó contra él y lloró. El árbol se mecía suavemente. Sopló una dulce brisa y, como si tuviera compasión por ella, puso un susurro en las hojas. Se notó más viva la fragancia de las estrellas del tabaco... Entretanto, la sorprendente música, como si se subordinara a su pena."

Aleksándr Kuprín
El brazalete de granates












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