Anna Langfus

"Al sol le dan igual los muros. Está por encima de las calles, de las casas, por encima de nuestras cabezas. Ando al azar. Mi vestido ligero se pega a mi piel y gotas de sudor me bajan lentamente a lo largo de los brazos. La muchedumbre me atrapa, me empujan aquellos que me pisotean por detrás, aquellos que me encuentro de frente, a contracorriente, otros que desembocan de pequeñas calles transversales, y que intentan dar la vuelta, a la izquierda o la derecha, que intentan encastrarse, tomar un lugar en esta progresión floja, golpeada, caótica. Una mujer joven, muy elegante, me lanza a la cara una bocanada de perfume. Conozco ese perfume, pero no consigo recordar el nombre. Podríamos llamarlo “Proximidad”, o bien “Sombra”, o “Presagio”, o quizás “Último Perfume”.
Giro un poco la cabeza, al andar, para no verlos, a los otros. Pero sin embargo están ahí, contra los muros, en harapos, tendiendo la mano, criaturas sin sexo cuyos ojos os siguen. Me echo hacia atrás, por miedo de que esa mano que tienden me retenga, pienso en otra cosa para no comprender las palabras que salen de esas bocas, para no admitir que hablan la misma lengua que yo."

Anna Langfus
En Le sel et le soufre, sobre el gueto de Varsovia



"El anciano no responde. Se esfuerza por dominarse. Se esfuerza por vencer el temblor de sus manos. Le envidio. ¡Tantas luchas, tanto sufrimiento, tanta cólera y tanta esperanza por una muchacha a la que se encontró, una mañana, en un parque! Pero, en el fondo, no se trata de mí. El hombre tenía un excedente de fuerzas que emplear, un lote completo de sentimientos que le estorbaban porque no los había agotado. Había podido vivir hasta entonces honradamente, razonablemente, con la misma mujer que poco a poco cesaba de existir. Una vida agradable, tal vez, pero demasiado larga. La imaginación, no obstante, había acumulado en él las imágenes de otra vida en la que se mostraba tanto más apasionado cuanto que en la vida cotidiana era un hombre apacible, tanto más generoso cuanto que era egoísta. La súbita conciencia del tiempo que pasa, de la muerte cada vez más próxima, había precipitado las cosas. La larga espera lo había impacientado. Pero ¿por qué me elegiría a mí? Porque me crucé en su camino, tal vez un día en que todos sus sueños se hallaban exasperados. Mi juventud, mi soledad, mi situación precaria le animaron. ¿O acaso cree amarme de verdad? No es indispensable que me considere, al menos conscientemente, como un desquite esperado vagamente durante largos años y que hay que coger al vuelo, a toda costa. Pero también esto puedo comprenderlo.
De nuevo es el anciano caballero, tímido y bien educado, que, al terminar el día, acude a desearme las buenas noches. Me abochorno de lo que ha ocurrido, y cuando le digo: «Buenas noches» quisiera agregar: «De veras le deseo una buena noche.»
Para mí fue una hermosa noche, una buena y hermosa noche de antes de la guerra, con algunos sueños indecisos, inenarrables. No corría, no me debatía, no tenía miedo. Ello no podía durar. Mi reloj señala las seis, cuando los golpes resuenan en la puerta. Mi corazón se anticipa. Late con todas sus fuerzas. Le digo: «Calma, ya no puede afectarnos.» Y, entretanto, me tiemblan las manos mientras abro la puerta de la calle. También mis manos han conservado algunos hábitos. Anny aparece ante mí, con sus largas piernas desnudas y su rostro flaco, que ha perdido el encanto y la juventud. Conozco esta mirada que intenta desesperadamente aferrarse a algo. Le digo: «Entra», pero Anny no se mueve.
—Ella va a morir —dice.
Su voz es inexpresiva, sin relieve. La llevo a la terraza. Cierro de nuevo la puerta, y, al volverme, la veo en la misma actitud, como si no se hubiese movido. Voy a sentarme y espero. ¿Qué otra cosa cabe hacer? ¡Pronunciar palabras estúpidas, cuando uno espera un milagro, una voz que diga que se trata de una pesadilla, que nos despierte y nos devuelva a la vida cotidiana! Sé que no tendré que esperar mucho; Anny es demasiado joven y la tension demasiado fuerte para ella. Avanza dos pasos y se derrumba en una silla. Y todo lo que la oprimía halla salida, por fin. Aquí, en esta silla, ya no hay más que una chiquilla que solloza, que llora escandalosamente. Para mí, todo resulta fácil, ahora. Le acaricio los cabellos. Esto ayuda a las lágrimas a brotar. Anny no tardará en hablar; para esto ha venido. La puerta de la casa se abre; el señor Caron, en pijama, aparece en el umbral. La chiquilla no lo ve. Yo le hago una seña impaciente con la mano. El anciano se retira. Anny levanta la cabeza."

Anna Langfus es el nombre de casada de Anna-Regina Szternfinkiel
Equipaje de arena




"Sus voces me persiguen a lo largo de la calle y luego, de repente, se apagan. He dejado tras de mí la noche roja de los incendios y de los asesinatos y me baño ahora en los fuegos de pacotilla de una tarde apacible de verano, entre los rostros indiferentes cerrados en los pequeños problemas cotidianos. Al límite de mis fuerzas, me arrastro hacia mi habitación y me digo que debo estar enferma. He contraído la enfermedad de la guerra. Bajo mi piel, se pudren tumores, heridas, furúnculos. Basta con tocar el lugar sensible para que me ponga a chillar, para que pierda el control. Estoy realmente enferma. Queda por saber si es una enfermedad incurable, si no existiría algún remedio. El tiempo, se dice, sería ese remedio. El tiempo haría cerrarse las heridas, reabsorberse los furúnculos, curaría los tumores y los quistes. Nada resiste al tiempo, es algo conocido. Sí, ¿pero el manual de instrucciones? Me gustaría mucho tomar esa medicina, aplicármela por todo el cuerpo esta pomada que arruga la piel y deseca los recuerdos. He tomado sin duda muy poca medicina o la tomo demasiado mal. Sólo sé enfadarme, apiadarme de mí, llorar, gritar, no tengo la paciencia de esperar el efecto maravilloso, el alivio, la cura. Y, a decir verdad, no creo en ello. ¿Cómo se puede curar si no se cree en la medicina? La moral, por supuesto, la moral del enfermo… No asienta con la cabeza, doctor, y dígame más bien por qué no se construirían hospitales en los que tratar este tipo de enfermedad. A los cancerosos sí los tratan. A falta de una verdadera curación, se daría la esperanza, la ilusión, se anestesiaría el dolor, se calmarían las crisis con calmantes o buenas palabras. Respondería esto al ideal humanitario de nuestra civilización. Acelero el paso. Allí está mi cama, que me espera, y la manta que me echo por encima de la cabeza."

Anna Langfus



"Una vez fuera, dejo que mis piernas me conduzcan por las calles que desde hace mucho tiempo no conozco más por haberlas recorrido cada día, paso por delante del café de la esquina pintado de amarillo, donde las grandes sombrillas rojas de los hombre alimentan su sudor, bajo las escaleras que llevan a ese reino subterráneo que los vivos han hurtado a los muertos y que pueblan con sus pasos impacientes, con sus empujones, con sus voces despedazadas por el estruendo de los trenes con prisa de llegar a ninguna parte, justamente allí donde deberían reinar el silencio y la paz de aquellos que por fin han llegado. En los pasillos de loza blanca mi mano va a buscar el contacto fresco de las paredes, y la arrastro detrás de mí mientras ando hasta que siento de baldosa en baldosa que me abandona un poco el calor que la inflama.
En el andén, como de costumbre, elijo una silueta entre las otras y la sigo. Si se detiene y se mantiene tranquilamente de pie, mientras espera el tren, me pongo detrás de ella. Si impaciente deambula, la imito. Nuestros gestos son los mismos y me es fácil creer que nuestra apariencia es la misma. Esta silueta podría seguirla durante la eternidad en todos sus rodeos, doblegarme a todos sus caprichos, esclavizar mis movimientos o mi inmovilidad a las decisiones nacidas en una mente ajena, según un plan cuyos propósitos no conocería. Pero tarde o temprano, lo sé, una puerta se cerrará entre nosotras. Sólo puedo seguirla un trecho del camino, humildemente, razonablemente.
El tren llega, nos subimos, vuelve a ponerse en marcha. Antes de sentarme, amablemente pido perdón. Luego los miro. Lo más a menudo no me ven, pertenezco ya a otra especie. A veces una sonrisa hace nacer en mí una esperanza insensata."

Anna Langfus
En Les bagages de sable, sobre París



" “Umschlagplatz” –dijo.
Y veo. La gran plaza y más lejos las vías del ferrocarril; una muchedumbre espesa cercada por soldados alemanes, metralleta en la mano, preparados para disparar. Hemos llegado. El papel de mi guía se termina. Me pasa a otro soldado y dice sencillamente: “Otra más”. Me empujan y me encuentro pegada a una espalda. La espalda se zafa, un codo se encastra en mis costillas. Un nuevo empujón, un pecho me recibe. La presión aumenta, con la respiración cortada intento desesperadamente darme la vuelta un poco, aflojar la compresión. Una ola repentina me libera para hundirme un poco más lejos en el magma, para lanzarme sobre otros vientres, contra otros hombros, otros pechos. Unas rodillas me golpean, unos pies me aplastan los pies. Un estómago inmenso se ha cerrado y comienza su monstruosa digestión.
Todo baña en un rumor hecha de palabras incomprensibles, de llantos de niños, de quejas, de gemidos. Busco en vano un rostro humano. Nada más que máscaras selladas por el miedo. Unos ojos desorbitados acechan la señal misteriosa que desata los espasmos de la muchedumbre. Sigo la dirección de las miradas. Termino por divisar, allí, a un grupo de soldados alemanes. Uno de ellos nos apunta con el revólver. De vez en cuando, se vuelve hacia sus compañeros y ríe con un aire satisfecho. El juego parece apasionarle.
“No se le va a ocurrir disparar, ¿no?” –digo al azar.
“–Ya hay cinco cadáveres”, me responde una voz.
Apunta durante mucho tiempo, con cuidado, sin prisas. Me parece que el minúsculo cañón está dirigido hacia mí y el instinto me hace retroceder. Aplasto algo que se agarra a mi falda. El niño llora. La madre, que tiene a otro en los brazos, intenta acercarse y me vocifera unos insultos. Aparece un poco de espuma blanca en la comisura de sus labios. Gracias a Dios, un empujón nos separa. El alemán todavía no ha disparado. Me avergüenzo de mí por haber cedido a ese movimiento de pánico. Me avergüenzo de esas caras asustadas, de esos gestos salvajes con los que cada uno se apresura en poner a su prójimo entre él y la muerte. Aparto con los codos a aquellos que me rodean, esforzándome por hacerme paso en esta carne movediza. Obstinadamente, pacientemente, avanzo, ganando el terreno perdido, cuando unos alborotos me vuelven a hundir en la masa. Un último esfuerzo me proyecta en el espacio libre, en el que doy algunos pasos titubeantes, sorprendida por no encontrar ya ninguna resistencia. El francotirador está un poco a mi derecha. Respiro profundamente. Cualquier cosa antes de volver a convertirme en una parte del cuerpo monstruoso que he dejado detrás de mí. Ahí se muere demasiado. Se muere a cada segundo, miles de veces, con los miles de seres apiñados los unos contra los otros. Hay más muertos de los que puedo soportar. Avanzo. Los soldados están muy cerca. Unos ojos curiosos se clavan en mí. He escogido una muerte personal, no deseo otra. No quiero tener nada en común con esos que he dejado atrás. Su destino me es indiferente. La piedad, la terrible piedad, ya no me ahoga. Se tiene siempre piedad cuando una se siente culpable. A mí ahora me da igual.
El francotirador se da cuenta. Nos miramos. Yergo la cabeza y la mantengo rígida, bien recta. Una ola de orgullo estúpido cae sobre mí, tan fuerte que no puedo distinguir si es el pavor el que hace que mi corazón bata o la consciencia de ser sublime. El revólver apunta en mi dirección. El alemán sonríe como si fuera a gastar una buena broma. El tiempo se detiene. El orgullo me abandona. Las piernas me flaquean, tengo la impresión de que se me despegan del cuerpo. Y de repente echo de menos la masa viva en el que cualquier personalidad se fundía, en la que sólo había que abandonarse, sin tener que hacer una misma un esfuerzo horroroso para mantenerse de pie. Sólo el aire me rodea. Eso no sostiene. Esto incita más bien a dejarse caer todo a lo largo hasta la tierra sólida y dura, la tierra tranquilizadora, fuerte, buena… Ya no miro al alemán. Floto en una neblina. La cabeza se me vacía lentamente, se hace pesada, pesada… cada vez más pesada a medida que se vacía. Un último pensamiento se desvanece: la cabeza de un muerto debe pesar cien veces más que la de un vivo… cien veces más que la de un vivo…"

Anna Langfus
Le sel et le soufre













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