Dimas Lidio Pitty

Donde guarda tu cuerpo la ternura

Donde guarda tu cuerpo la ternura
Como orquídea no abierta a la mirada
De nadie, y por Himen custodiada
Muda mi corazón de envergadura

Para llegar erecto a la hendidura
De esta cisterna nunca mancillada
Por masculino aliento ni mojada
Por nada diferente al agua pura

Gime tu carne y sufre, pero anhela
Ser penetrada y recibir entera
Esta parte de mí que la consuela

Pues, si nació con sino de cantera
¿Cómo negarse al hierro, aunque le duela
Para sentirse plena y verdadera?

Dimas Lidio Pitty



El día es un largo bostezo

El día es un largo bostezo
Los hombres padecen barrios y calores
Perseguidos por las moscas
En la ciudad no hay nada
Si no aire, cielo
Y la miseria dando vueltas
Como perro rabioso
El día es algo sucio
Horrendo
Tirado al suelo
Para que uno lo pise y maldiga su destino.

Dimas Lidio Pitty




"El terror se apoderó del pueblo y algunos propusieron trasladar el ganado sobreviviente a las riberas del Chirigagua, en el Valle de las Nubes, al otro lado de los cerros. Allá el agua y los pastos eran buenos; seguramente a ese lugar no llegaría la enfermedad. Pero esta idea, que al principio pareció aceptable, fue rechazada porque otros alegaron que si algunas reses ya iban contaminadas, al juntarse éstas con las sanas, la plaga acabaría con todas. Además, el viejo Eustaquio contó que, medio siglo antes, en las comarcas de la costa, él había visto una epidemia y había aprendido que era inútil tratar de huir: el espíritu del mal estaba en el aire, en el agua, en la tierra y en todas partes. Las pestes, dijo, eran como las tormentas; ante ellas no se podía hacer más que esperar a que pasaran.
Entonces alguien discurrió pedir ayuda a las autoridades. Vinieron veterinarios de la capital de la provincia, ordenaron que todas las reses enfermas fueran muertas y enterradas, regaron cal en los corrales y se marcharon pero hubo nuevos brotes. Luego el cura de Dolega fue llamado y organizó rogativas en las que tomaron parte hasta los niños de pecho, porque el llanto de los angelitos puede más que las oraciones de los pecadores, pero no surtieron efecto. Finalmente, hubo una colecta para traer a un curandero y encantador de Gariché que trazó cruces de ceniza en la plaza, entintó con un hisopo las ubres de las vacas y, a medianoche, ataviado con una túnica morada y con un turbante repleto de lentejuelas, entonó extraños rezos en los pastos, pero el ganado siguió muriendo, hasta que la peste negra asoló los potreros y dejó en la desesperación a mucha gente.
Mientras tanto, Ismael tenía semanas de no llegar al pueblo. Pero su ausencia la gente apenas la notó, angustiada como estaba por la peste y las calamidades que ésta había desatado. Pesarosamente, sin palabras, sentados en los portales o caminando cabizbajos por las calles sin pavimento, los hombres calculaban las pérdidas y el tiempo que les llevaría reponerlas. Aun en pleno sol, una neblina triste parecía flotar sobre las casas con el humo de los fogones, y cierto día una vieja advirtió que de las mañanas había desaparecido el canto de los gallos. Un sopor tibio y denso envolvía al pueblo, como si la plaga no sólo hubiera matado reses sino caldeado y espesado el aire.
Sin embargo, el segundo sábado de cuaresma sucedió algo que volvió a poner la atención general sobre Ismael. Ese día llegó casi al anochecer, no se detuvo en la tienda y, con aspecto más extraviado que de costumbre, pidió dos botellas donde Saúl. Allí pagó y salió sin tomar ni un trago. Los que estaban en ese momento en la cantina contaban, entre divertidos y asombrados, que metió las botellas en las alforjas, montó y se alejó al paso, mirando el suelo como ido, como si sintiera tener más agua que nunca en la cabeza. Parecía que no había dormido en un mes; tenía ojos de candela, dijo uno. Debe ser que se está volviendo loco."

Dimas Lidio Pitty
Hijo de la luna


Enfermo

Mamá
No quiero que llores
Cuando muera:
Mejor
Llévame una flor.

(Tus lágrimas me hielan,
tu corazón es flor)

Mamá,
Si no muero, bésame
Que yo…
Te daré una flor

Dimas Lidio Pitty




"Era un día de agua. De agua y de viento. Lo sé porque lo he vivido desde siempre. Sin que pueda precisar la hora exacta en que empieza la memoria, allí están el sonido de la lluvia en el zinc, los pasos apresurados de la abuela y la tía Nena, las gallinas resguardadas en los aleros de la casa, el agua hirviendo en la cocina, el abuelo en el portal, con su aire severo, puesta la atención en la línea de las goteras, en los árboles agobiados por la lluvia o en los chillidos de los cachorros que se disputan la ubre; allí están las palabras en la penumbra del cuarto (la abuela y la tía Nena son hermanas por la sangre y por la vida y han visto y vivido muchos trances como éste; mi madre, en cambio, carece de experiencia), limosas por la humedad de tantos días de cielo y cielo gris; allí están, agazapados, como gatos al acecho, los recuerdos de las tres mujeres, y también los temores y las conjeturas. Sucesivas capas de sudor recubren a mi madre. Los dolores y una vaga incertidumbre aletargan sus sentidos, estrujan su carne y la sumergen en un sopor de nieblas, susurros, somnolencia y sonidos lejanos. Su vientre hinchado es una protuberancia oscura en la claridad lechosa del cuarto, que sólo recibe luz por las junturas de las tablas, debido a que la única ventana ha sido cerrada para evitarle a mi madre un pasmo. Tía Nena se aproxima a la cama y le palpa la barriga. En el aire espeso recita palabras enrevesadas, como si conjurara espectros, y su mano comunica (intenta darle) confianza y alivio al cuerpo desgarrado, que ahora se retuerce entre quejidos y sudores fríos. Mi madre siente la mano y quiere decir algo, pero un nuevo espasmo ahoga su voz. Tía Nena le limpia el sudor de la frente y sigue murmurando palabras que sólo ella conoce: las mismas que ha repetido durante años en casos semejantes. En la cocina, la abuela echa más agua en la paila y en silencio hilvana una plegaria porque todo salga bien y pronto. En otro fogón pone el té de hojas de guanábano para el abuelo. Éste oye los quejidos de mi madre mientras traza dibujos enigmáticos en la tierra húmeda, cerca de las goteras. Algunas figuras parecen animales y otras sugieren objetos, pero todas se esfuman como presentimientos con las salpicaduras del agua. Sin embargo el abuelo insiste en descifrar el tiempo con la varita seca y sigue trazando imágenes caprichosas. La abuela entra al cuarto y deja una totuma humeante sobre la tablilla que sirve de tocador. Ahí tienes un poco de café, dice a la tía Nena. ¿Crees que todavía demore mucho? Creo que ya no tanto, responde ésta; los dolores son cada vez más seguidos. Bebe un sorbo y mira hacia la cama. Mi madre está ahora quieta, como adormecida. La abuela acomoda la almohada de mi madre y acaricia su cabeza. Luego sale. Voy a echarle más agua a la paila, dice. Tía Nena se sienta en una silleta y bebe el café a pequeños sorbos. Antes de que lo termine un quejido profundo la levanta. Deja la totuma sobre el tocador y se acerca a la cama. La cara descompuesta de mi madre está más pálida que antes y su cuerpo se agita y retuerce bajo la manta. Tía Nena grita: ¡Goya! Los pasos de la abuela llegan desde la cocina. Creo que ahora sí, dice tía Nena. ¿Quieres que traiga el agua?, pregunta la abuela. Todavía no, yo te aviso. Eso sí, ten a mano los trapos y las sabanitas. Apartó la manta hacia los pies de la cama y levantó la falda de mi madre. Abre bien las piernas, hijita, dijo con voz dulce; y no tengas miedo. Sus manos palparon la piel tensa del vientre. Sí, ya no demora mucho, murmuró. Quédate así, dijo luego. Apoyada en el borde de la cama examinó el rostro de mi madre. Su cabello estaba oscurecido por el sudor y sus labios se veían resecos, como si tuviera fiebre. Le pasó un pañuelo por la frente. Ya van seis horas, pensó; si al mediodía no acaba, habrá que llamar gente para llevarla a la estación. En ese momento mi madre abrió los ojos. Tengo sed, dijo. Tía Nena buscó la taza con agua de linaza y le dio un sorbo. No es bueno que tomes agua, hija; esto te quitará la sed. El silbato del tren que iba para Palmira sonó tres veces. El abuelo prestó atención y pudo percibir, en la distancia y la lluvia, el sonido de los rieles. También sintió cuando el tren se detuvo en la estación. Aunque la distancia era mucha y el monte impedía, aun cuando no lloviera, ver la estación y los llanos, el abuelo vio a los pasajeros bajar del motor con sacos y paquetes y refugiarse apresuradamente en la caseta de zinc; también vio las lejanías grises de los cerros y las tonalidades diluidas de la costa y el mar."

Dimas Lidio Pitty
Los caballos estornudan en la lluvia



Hago lo posible

Aquí estoy
Con un cheque atravesándome el ombligo
Caminando estas horas
Recibiendo y dando besos en la boca
Huyéndole al anticomunismo
Y a los acreedores con caras de culebras
Pensando en la que me espera y no conozco

Aquí estoy señores
Hago lo posible
Pero es duro esto
(y no es que quiera hablar como Vallejo)
El que dude que venga que llegue y pruebe en su espinazo
Que pase a ver mi casa
Verá cómo duele

Es duro esto les repito
“coexistir pacíficamente con la muerte”.

Dimas Lidio Pitty




"La cultura, entendida como el conjunto de obras y conocimientos que define la identidad de un individuo, de una sociedad o de un pueblo, es el mayor bien a que se puede aspirar. Quizás por eso, porque provengo de un hogar campesino humilde, donde no había escolaridad ni libros, la educación y la lectura me abrieron perspectivas insospechadas y pude comprender (o, más bien, intuir) que, como señalaba el gran poeta francés Paul Eluard, debía ir “del horizonte de un hombre al horizonte de todos.” Y eso es, precisamente, lo que he tratado de hacer a lo largo de la vida, pese a las adversidades y los escollos que nunca faltan en el devenir humano."

Dimas Lidio Pitty




La Tempestad

                a Marianita

Junto a mí
dos
niños buenos
tienen miedo.

Noche gris.
Dos largos truenos
por el cielo.

Dimas Lidio Pitty



Los maestros abnegados

LOS MAESTROS ABNEGADOS
Sueste

IMPARTIENDO EDUCACION
EN LOS MONTES Y POBLADOS
LOS MAESTROS ABNEGADOS
FORJARON NUESTRA NACION.

De las ciudades al llano
y a los caseríos ignotos
iban maestros devotos
con los libros en la mano.
Con denuedo sobrehumano
realizaron la misión
que, además, de vocación,
demandaba inteligencia;
y derrocharon paciencia
IMPARTIENDO EDUCACION.

Ríos hondos y tempestades,
epidemias y pobreza
no minaron la entereza
del docente y las bondades.
Ancestrales mezquindades
y vicios petrificados
fueron males derrotados
por el maestro incansable,
que luego fue venerable
EN LOS MONTES Y POBLADOS.

Las nuevas generaciones
tienen que reconocer
que aprendieron a leer
con las antiguas lecciones.
Hoy merecen distinciones
aquellos sacrificados
seres que, aunque mal pagados,
prodigaron sus talentos,
sin exigir monumentos:
LOS MAESTROS ABNEGADOS.

Sin ellos, otro sería
el curso de nuestra historia,
pues dieron luz y memoria
a una patria que nacía.
Con ciencia y pedagogía
legaron sabia lección:
que sólo la ilustración
nos libra de la estulticia;
y en ideal de justicia
FORJARON NUESTRA NACION.

Dimas Lidio Pitty














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