Enrique Lafourcade

¿Demasiados libros?

Nunca serán demasiados. Aunque la producción aumenta. Los escribas y pendolistas de improviso, con ghost writers y ayuditas de toda suerte, son tentados. Producen sus biografías. A veces se lanzan en ensayos sobre la esencia de Dios o la naturaleza del tiempo. Más penoso aún es el empresario, el comerciante, el tecnócrata, el bárbaro especializado que, víctima de una pasión o una tragedia, o una enfermedad incurable, produce un libro de poemas. Pero nada debe alarmarnos. Eco lo ve claramente: "la información amenaza a la información. El libro triunfa en nuestras bibliotecas y, como todo ejército triunfador, trae consigo los mercachifles, los prestamistas y los bandoleros. El avance de los libros puede favorecer la aparición de libros importantes, hermosos, interesantes, pero aumenta también el número de esos convoyes de aprovisionamiento y de esos depredadores que acompañan a todo ejército triunfante (Humberto Eco)".

Con la producción desmesurada de libros crecen los lectores y, presumiblemente, los críticos. El libro es un negocio y lo manufacturan como mercadería las grandes editoriales. Estudios de mercados, recopilación de datos a cargo de expertos, redacción de primeros borradores, afinamiento "literario" de parte de quien finalmente firmará la obra, promoción, mantenimiento de la publicidad, apertura hacia los premios. Hay toda una mecánica en marcha para que se vendan por miles, para que lleguen a la hora señalada a satisfacer unas necesidades más bien modestas que fueron establecidas por las computadoras. Pero un mal libro no va a engañar a todos y todo el tiempo. Hay buenos lectores, existen críticos independientes, y en los años, la obra se instala a vivir o muere de mala muerte.

A mí me parece interesantísima la oportunidad que las computadoras, las procesadoras de palabras con sus programas de escritura y producción de libros, las copiadoras láseres, las horas muertas de las secretarias y funcionarios a quienes sus jefes emplean en "producir" estos libros, abren a la palabra impresa. Muy pronto no habrá familia en la Tierra sin que por lo menos uno de sus miembros haya publicado algo.

Enrique Lafourcade


“El hombre, cada hombre tiene derecho a vivir feliz en la tierra en que nace.”

Enrique Lafourcade


"Escapó cuando cantaban los gallos en el pajar, antes que los labradores le corrieran. La noche fue fría. Durmió mal. En la paja blanda, olorosa, tuvo un sueño. Iba bajando, se hundía. Con los ojos puestos en las estrellas heladas. Despertó casi ahogado, con la paja al cuello. Luego, a la carrera por las colinas bajas, entre los viñedos, para entrar en calor. Ahora estaba sobre ese promontorio rocoso, frente al mar. Abajo, en una playa solitaria, las gaviotas se disputaban un cadáver. Tenía hambre también. A pesar de su larga práctica de ayunos, sentía crepitar las tripas. Dos días sin probar alimento. Quizá si en esa fattoria le dieran leche, algo de pan. Súbitamente se acordó de que llevaba dinero, mucho dinero, como para comprarse entera la fattoria si lo deseaba. Se palpó el pecho. Allí lo sentía, tibio, preservándolo del frío. No alcanzó a cambiar ni una libra en Roma, y los rústicos desconfiarían. Tenía que llegar a un pueblo. ¿Dónde estaba? ¿Cerca de Florencia? ¿Más allá? A veces oía campanas, viejos bronces en lo alto de las torres de piedra y mármol, bronces que tocaban hacía más de cuatrocientos años. Tañidos potentes que desprendían las aceitunas maduras. Había advertido desde unas colinas las torres altas de Siena, con sus muros almacenados y sus mármoles grises, negros. Dos días de fuga. Dos días en que su cuerpo se le volaba, se le desprendía de la conciencia, solo, independiente, con una veloz autonomía. Correr tras el cuerpo, recuperarlo. Tenía que entrar, clandestino, en su propia envoltura. Lejos estaba ya Roma, la ciudad muy santa, la ciudad de su adolescencia, de parte de su adolescencia. Roma, fría y terrible, adonde llegara de quince años, con su tío. Una ciudad construida sobre la muerte misma, sobre cadáveres, sobre osamentas. ¡Hacia el norte! ¡Hacia el norte! Alejarse de Roma. En un camión, primero. Luego, en el autobús. Y, ahora, a pie, a campo traviesa, en la Toscana deslumbrante de trigos y olivos, en la Toscana etrusca, con sus fuentes de alabastro, con sus rocas de alabastro rosado y celeste, entre los caminos. Allí estaba la vida. Fuera de las ciudades, sobre las colinas donde señorearon los caballeros de la guerra. Entre las sementeras devorando unos granos de trigo semimaduro, desgajando sus espigas. ¡Hacia el norte! ¡A buscar la frontera! Los hombres, entre las hierbas, buscaban las fronteras. Con sus libras abrigándole el pecho flaco. Ahora el sol aparecía, allá lejos, detrás de las torres de piedra. Volaban las cigüeñas remontándose. Los cuervos, en las colinas de los caballeros de la guerra, cavaban enterrando joyas, collares de amatistas, una aguja de oro, un antiguo objeto que parpadeaba violento con su luz agonizante, cubriéndose de gruesa tierra italiana. El sol encendía las rocas y el mar próximo, el Mediterráneo vacilante."

Enrique Lafourcade
El Príncipe y las Ovejas


"Queríamos explorar el mundo porque pensábamos que la vida estaba más allá de las rutinas familiares y domésticas. Bohemios de pan con queso y tacitas de té en el Il Bosco, pasábamos el día metidos en la Biblioteca Nacional y charlando en el Parque Forestal. Un grupo de jóvenes que soñó con ser artistas."

Enrique Lafourcade



"Soy un soñador de la vida y un vividor del arte, un marginal muy pequeño burgués, un inadaptado-adaptado, un católico en estado salvaje."

Enrique Lafourcade


"Todavía me acuerdo del dieciocho que fue medio triste porque no salí a ninguna parte y ese mes se pasó volando y Octubre pasó volando y todo se me confunde un poco y me parece que fue algo que le pasó a otra persona, y veo a mi madrina encerrada con la radio puesta, la Parada Militar, los discursos de Allende, yo en la puerta esperando a Juan Carlos, sin noticias, y para el dieciocho ni la Telma me vino a buscar que a veces salíamos a dar una vuelta a las fondas de Conchalí. Y la mamá que nos caía con más problemas, que no sabía qué hacer, que se estaban muriendo de hambre, que don Beno andaba desaparecido, y que los hermanitos, pero la madrina no quiso recibirla, ni yo tampoco, porque no quería verla más, desde lo del Porotito, mi madre... yo decía que la madre es algo sagrado, pero ¿cómo iba a quererla? Y cuando me ponía a leer "Quiero casarme con ella" donde habían unos como pensamientos de Maud, que se había enamorado de Leonard Green, y mi mamá afuera dándole de patadas a la puerta, que nos daba más vergüenza, porque todos en el cité ya sabían, y eso que era un cité tranquilo y decente y don Feliciano en la tarde, que era el dueño del cité y vivía en la casita del fondo, vino a preguntarnos que quién era esa vieja curada que daba gritos y trató de echar la puerta abajo, y qué me iba a atrever a decirle yo, o mi madrina... Y, así, los días que estaban más bonitos, con harto sol, y la Mirta que se había ido a Rancagua donde unos tíos a pasar la vacaciones. Y de nuevo, el 21 me parece que fue, sí, el 21, cuando yo había ido a la panadería y regresaba y "El Milico" andaba más curado y me decía siempre cosas, que siempre estaba en el "Santa Claus" que era como un restaurant que quedaba al lado del cité, donde a veces había peleas, y comencé a sentirme nerviosa porque vi el auto, aunque ahora veía siempre esos autitos, que en Santiago había muchos y siempre miraba y siempre creía que lo iba a ver adentro, con otra, y no era y entonces me ponía a respirar bien, y allí estaba el auto y a lo mejor no era, de nuevo. Pero era, Juan Carlos. ¡Era él!
Fuimos a Las Condes, bien arriba, por La Dehesa, que dicen, como en el campo, con unas casas enormes y lindas."

Enrique Lafourcade
Palomita Blanca










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