Hans Hellmut Kirst

"Hartmann se quedó perplejo y con la mirada puesta en el general, como si contemplase un caballo con tronco de hombre, o un león con bajo vientre de mujer, o una criatura en cuya cara apareciese un pico de águila. En su mente, los pensamientos despedían chispas como un castillo de fuegos artificiales bajo el cielo nocturno.
—Eso —continuó el general, indicando con energía las postales— podría interesarme. ¡Quisiera verlo! Organice esta visita, Hartmann.
Tras lo cual, el cabo abandonó apresuradamente la habitación y, descendiendo a toda prisa los peldaños, se encaminó a conserjería, para telefonear al teniente coronel Sandauer. ¡Necesitaba hablar con él urgentemente! Pero no hubo manera de ponerse en contacto con Sandauer.
Aquel día era el 19 de julio de 1944. Lugar: Hotel Excelsior, París. Tiempo: 8,47 horas.
El cabo Hartmann estaba convencido de que se trataba de una confusión por parte suya. De otro modo no se explicaba las palabras del general. Lo atribuía a la agotadora noche que había pasado. Y mientras se apresuraba hacia el garaje, para preparar el Bentley, razonó consigo mismo: «No debo de haber comprendido lo que me ha dicho. O quizás el general haya querido ponerme a prueba. ¿Quién puede saber lo que pasa por una mente así?»
A Guillermina von Seylitz-Gabler se le presentaba un día de muchas inquietudes. Casi no había pegado ojo en toda la noche; así era de importante lo que estaba en juego. El motivo había sido el siguiente:
A las 23,42 horas, Guillermina había terminado las anotaciones cotidianas en su diario, lo cual había hecho con gozosos y esperanzadores pensamientos puestos en el futuro: aspiraba a que Herbert, su esposo, alcanzase el punto culminante de su carrera, y a que Ulrica, su hija, se desposase con Tanz, y así quedaba ella convertida en esposa de un estratega y en madre política de un héroe nacional. Este solemne sentimiento la emocionaba, y la previsora maternidad la obligaba a ir a la alcoba de su hija, para verificar y corroborar este sentimiento.
A las 23,47 horas, Guillermina entró en la habitación de su hija, que estaba en el segundo piso. Se encontró con que la estancia estaba vacía; pero creyó que se trataría de una ausencia transitoria, pues estaban allí todos los vestidos y prendas interiores de la joven, lo cual comprobó la madre. Sólo faltaban: Ulrica, un camisón de seda rosa y una bata azul. Consecuencia lógica: Ulrica no podía estar muy lejos, a lo sumo en el lavabo para señoras.
Desde las 23,51 hasta las 0,7 horas, Guillermina se dirigió al lavabo para señoras del segundo piso. No había nadie. ¡Cómo...! Pensó que tal vez aquel lugar estuviera ocupado en el momento de tener que usar de él, y así, se encaminó a los lavabos de los pisos primero y tercero. También los encontró desocupados. Ante aquel hecho, presintió algo gordo.
Desde las 0,7 hasta las 4,12 horas, Guillermina von Seylitz-Gabler esperó en el apartamento de Ulrica; primero, lo hizo sentada en una silla; luego, en la cama, y, finalmente, se recostó en ella, vencida por la imperiosa necesidad de dormir. Siguieron unas horas de inquietud y de escalofríos, de escenas apremiantes por la afanosa fantasía: Ulrica deambulando de noche, expuesta a la brutal intervención de su confiada puerilidad, o rendida bajo la atormentadora necesidad, lo cual significaba que ¡Ulrica estaba acostada con un hombre! ¡Oh, terrible fantasía!
A las 4,13 horas, Guillermina, sumergida en un profundo sueño, despertó de pronto alarmada y se incorporó: ante ella estaba Ulrica. Como era de suponer, llevaba arrugadísimos el camisón y la bata y tenía revuelto el pelo. Su madre le preguntó:
—¿Dónde has estado?
A lo que la hija contestó:
—¡Eso es asunto mío!
Desde las 4,16 hasta las 4,28 horas. Guillermina von Seylitz-Gabler acosó a su hija a preguntas. Pero Ulrica guardaba silencio, ante el cual su madre apeló al sentimiento familiar, al honor, a la comprensión, a la buena voluntad y al sentido común de su hija. Pero todos los razonamientos resultaron inútiles. Ante esa circunstancia, pasó a la fase de las múltiples amenazas con la autoridad, poder e influencia paternales. Fatigada, Ulrica bostezó y dijo:
—¡Si supieses lo fatigada que me encuentro, mamá! No he pegado ojo en toda la noche.
Guillermina respondió al momento:
—¡Tampoco lo he pegado yo!
Ulrica dijo:
—Seguro que las causas han sido muy distintas.
Desde las 4,30 hasta las 8,47 horas, Guillermina von Seylitz-Gabler permaneció en su habitación. Se tendió en la cama y fijó la mirada en el grisáceo techo con molduras de estuco: rosetones y cornucopias en los ángulos. Cerró los ojos, acosada por el sueño.
A las 8,48 horas, Guillermina despertó de su angustioso duermevela, y llamó por teléfono a conserjería. Estaba el conserje de día, un hombre que tenía mucho mundo. Ya en las primeras frases, y ante las exigencias de la huésped, se disculpó con el conserje de noche, diciendo que sólo él podría dar razón de lo sucedido."

Hans Hellmut Kirst
La noche de los generales



"Vierbein se encontró suficientemente informado. Escuchó las irrespetuosas observaciones de los «valientes». Y aunque se abstuvo de expresar la menor conformidad, tampoco dejó entrever censura alguna. En sus años de servicio, prolongados por las campañas guerreras del Führer, había llegado a comprender, al menos, que entre cuartel y frente había muchas cosas sobre las cuales convenía callar.
Encargó una tercera ronda y se retiró después, para poder presentarse a tiempo, «a primera hora de la tarde» como le habían ordenado, en el puesto de mando de la batería de reserva. Allí, en la antesala, esperó paciente una hora, con el buen porte que le era habitual, hablando poco y dispuesto a cumplir. Al fin, pudo cuadrarse ante el primer teniente Schulz.
Schulz, en plena posesión de su dignidad, estaba sentado ante la misma mesa escritorio y en la misma habitación desde donde una vez, Luschke, siendo comandante del destacamento, había dominado su cuartel hasta el último rincón. Schulz parecía muy bien enterado de ese puesto de honor. Además se preocupaba de que no se dudara en absoluto de que se lo había ganado como nadie. Erguido estaba en su asiento como en un trono, los brazos ampliamente extendidos, llegando casi a alcanzar con sus manos las esquinas del escritorio.
Vierbein dio su informe. Hablaba en voz baja y clara, pero sin lentitud alguna. Porte y presentación respondían exactamente a las normas apenas modificadas de la época del bendito Guillermo.
Schulz escuchó, no sin experimentar cierto placer, aquel concierto de solo militar, asintiendo al final con la cabeza, en señal de aprobación.
—¡No ha olvidado nada! —dijo—. Pero tampoco esperaba otra cosa, Vierbein. El que ha pasado una vez por mi escuela, sigue cuadrándose hasta en la fosa común... o no merece llevar el mismo uniforme que llevo yo.
Después de haber explicado lo que le pareció absolutamente necesario, el primer teniente dejó al cabo de pie donde y como estaba.
Schulz hojeaba papeles y hacía como si estuviese pensando intensamente. Pero aun así, sabía exactamente lo que iba a decir; lo había pensado larga y, como él creía, profundamente.
—Las peticiones del regimiento Luschke están formalmente en orden —dijo el primer teniente, no sin haber aclarado antes que, si bien de un modo transitorio, representaba con todos sus poderes al comandante, ocupado en los preparativos de su boda.
Hizo después una pausa estudiada, contempló a Vierbein atravesándole con la mirada, acechó por la ventana y después volvió a mirar con insistencia sus papeles esparcidos. Quien le observara sin suspicacia ni experiencia alguna en el trato de los superiores, tenía que suponerle debatiéndose por las últimas decisiones.
—Formalmente —dijo Schulz una vez más con gran parsimonia—está todo en orden. Así que, en teoría, la entrega de personal y material podría efectuarse inmediatamente. Pero yo soy hombre práctico, Vierbein. El cabo no osaba replicar. Indiscutiblemente Schulz era un hombre práctico; sólo que no todos entendían por igual esta expresión.
—Así, pues, tendré que informar al coronel Luschke... —dijo Vierbein comedido.
—... que todo está en perfecto orden —le interrumpió Schulz.
Ahora el cabo ya no comprendía nada y tuvo la franqueza de decirlo.
Schulz sonrió con aire superior, pero sin el rastro más leve de amabilidad."

Hans Hellmut Kirst
Aventuras bélicas del sargento Ash













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