Jamaica Kincaid

"Durante mucho tiempo fui la única persona negra en los lugares en los que estaba. No me sentí realmente intimidada por los blancos."

Jamaica Kincaid



"En el interior de aquella casa amarilla con ventanas marrones, el hijo de mi padre yacía en un lecho de trapos limpios colocado en el suelo. Eran trapos muy especiales; habían sido perfumados con aceites extraídos de vegetales y de animales. Se trataba de protegerle de los malos espíritus. Estaba en el suelo para que los espíritus no pudieran acometerle desde abajo. Su madre creía en el obeah. Su padre abrazaba las creencias del pueblo que le había subyugado. Él no estaba muerto; no estaba vivo. Que no estuviera ni vivo ni muerto no era culpa suya: ser traído al mundo no es nunca responsabilidad de nadie, nunca sucede por decisión propia. Él en particular era la encarnación de una idea que había tenido otra persona. Él era en realidad una idea que había tenido su madre para que su padre olvidara a la mujer que había amado antes. Hacer que alguien olvide a otra persona es imposible. Uno puede olvidar un acontecimiento, uno puede olvidar un asunto pendiente, pero nadie puede olvidar a otra persona.
Y así el hijo de mi padre yace con el cuerpo cubierto de pequeñas llagas, su ser entero no muerto, pero tampoco vivo. Dijeron que tenía bubas; dijeron que estaba poseído por un espíritu maligno que era el causante de que le brotaran úlceras en el cuerpo. Su padre creía que un determinado remedio le curaría, su madre creía en otro; eran sus creencias las que estaban enfrentadas, no los remedios en sí mismos. Mi padre rezó para que se pusiera bien, pero sus oraciones actuaron como un acicate para la enfermedad: las lesiones pequeñas se hicieron más grandes, la carne que cubría la espinilla de su pierna izquierda empezó a desvanecerse lentamente, como devorada por un ser invisible, hasta dejar al descubierto el hueso, y luego también este empezó a desvanecerse. Su madre hizo llamar a un hombre que conocía los ritos del obeah, y a una mujer que conocía los ritos del obeah, ambos nativos de Dominica, y más adelante hizo llamar a otra mujer, una nativa de Guadalupe; se decía que alguien que atravesara las aguas del mar con una cura tenía mayores posibilidades de éxito. La enfermedad continuó, indiferente a todo principio; ninguna ciencia, ningún dios de ninguna clase podía alterar su curso, y cuando ya había muerto, su madre y su padre llegaron a la conclusión de que su muerte había sido inevitable desde principio.
Murió. Se llamaba Alfred; le habían puesto el mismo nombre que a su padre. Su padre, mi padre, se llamaba Alfred por Alfredo el Grande, el rey inglés, un personaje al que mi padre habría despreciado, pues llegó a conocer a aquel Alfredo no mediante el lenguaje del poeta, que habría sido el lenguaje de la compasión, mediante el lenguaje del conquistador. Mi padre no era responsable de su propio nombre, pero sí era responsable del nombre que llevaba su hijo. Su hijo se llamaba Alfred. Quizá mi padre imaginara una dinastía. Era risible solo para alguien que estuviera excluido de su esencia, alguien como yo, alguien del sexo femenino; cualquier otra persona le hubiera comprendido perfectamente. Se había imaginado a sí mismo permaneciendo en esta vida a través de la existencia de otra persona."

Jamaica Kincaid
La autobiografía de mi madre



"Los libros eran un lugar seguro para mí como hubieran podido serlo el alcohol o las drogas. Tenía una buena colección de libros y todos eran robados porque no me podía permitir comprarlos. Nuestra casa, como todas las casas de los pobres, estaba construida sobre pilotes y allí los escondía, pero mi madre sabía donde estaban y les prendió fuego."

Jamaica Kincaid



"Me gusta esa idea de que cuando se muere alguien emergen muchas otras muertes en ese hecho."

Jamaica Kincaid




"No sabía que era posible tener éxito como escritora, así que no tenía miedo de fracasar."

Jamaica Kincaid




"Pasaron los días. Mi madre proseguía la búsqueda de las canicas. ¡Cómo me atormentaba! Cuando me iba al colegio, salía conmigo hasta la acera y me vigilaba hasta que me convertía en un alfiler en el horizonte.
Cuando volvía a casa, allí estaba, esperándome. Por supuesto, nada de salir por la tarde a hacer observaciones o juntar cosas. Tampoco me quedaban ganas: eso se había acabado. Pero la búsqueda continuaba. Mi madre me preguntaba por las canicas, y yo respondía, en mi tono más dulce, que no tenía ninguna. Cada una de nosotras debía haberse jurado no ceder. Fue entonces cuando ella probó una nueva táctica. Me contó lo que sigue.
Cuando era niña, los sábados tenía que acompañar a su padre a la quinta. Al llegar allí, su padre examinaba los plátanos y los bananos, los pomelos, limeros y limoneros, y revisaba las trampas para las mangostas. Antes de regresar, hacían provisión de productos que la familia consumiría durante la semana siguiente: plátanos, bananas, pomelos, limas, limones, granos de café y de cacao, almendras, nuez moscada, clavo de especia, colocasias, mandioca, dependiendo de lo que estuviese maduro para cosechar. En una ocasión, después de cargar los burros con las provisiones, quedó sobrante un fardo de higos de banana, que mi madre tuvo que acarrear sobre la cabeza. Partieron, y por el camino mi madre notó que el fardo pesaba cada vez más, más que cualquier bulto que hubiera cargado nunca. Empezó a sentirse dolorida, desde la nuca hasta la base de la columna dorsal. El peso de los higos de banana la hacía caminar más despacio, y a veces perdía de vista a su padre. Se quedaba sola en el camino, y oía toda clase de ruidos que no había escuchado nunca, y sonidos que no conseguía reconocer. Llena de miedo y dolorida, llegó al patio exterior de la casa, feliz de librarse de aquellas bananas. Apenas se había quitado de la cabeza aquel fardo, cuando de él emergió una larguísima culebra negra. Mi madre no tuvo tiempo de gritar, pues la serpiente se internó rápidamente entre las matas. Acaso por el miedo, tal vez por el peso de la carga de la que acababa de librarse, se desmayó.
Cuando mi madre llegó al final de aquella historia, yo creía que el corazón me iba a estallar. He allí a mi madre, por entonces una niña, seguramente no mayor que yo, avanzando por el camino que llevaba de la quinta a su casa, con una serpiente sobre la cabeza. Yo había visto fotos suyas de cuando tenía aquella edad. ¡Qué hermosa niña era! Tan esbelta. Con el cabello negro largo y abundante, recogido en dos trenzas que le colgaban hasta más abajo de los hombros. Ya tenía la espalda curvada, por no andar siempre derecha, a pesar de las reiteradas advertencias que recibía. Era tan tímida que nunca sonreía lo suficiente para que se le viera la dentadura, y si alguna vez rompía a reír, se tapaba instantáneamente la boca con las manos. Siempre obedecía a su madre, y su hermana la adoraba. Ella, por su parte, adoraba a su hermano, John, y cuando él murió de algo acerca de lo cual el médico no sabía nada, de una cosa sobre la cual la mama obeah lo sabía todo, estuvo una semana sin tomar alimento alguno."

Jamaica Kincaid
Annie John


"Soy afroamericana por elección no por tradición. Siempre he escrito desde un lugar que no es exactamente el racial y, realmente no estoy muy interesada en ello, porque sin duda es una construcción. Sin embargo, sí estoy preocupada por lo que nos hacemos los unos a los otros. Y una cosa que hacemos es establecer razas y tratarnos mal entre nosotros."

Jamaica Kincaid


"Tenía que escribir con el nombre que me di a mí misma, para ser yo misma."

Jamaica Kincaid


"Una de las grandes quejas en la audiencia de mis primeros libros es que mi principal inquietud no era la raza. En mi primera novela, Annie John, era muy difícil determinar si la protagonista era negra porque jamás se dice explícitamente que lo es. Y eso viene a cuento de que a menudo creo que todo el mundo es negro hasta que algo me dice que no es así."

Jamaica Kincaid














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