Jean Lartéguy

"Boisfeuras efectúa el resto del camino aislado de sus compañeros y vigilado por tres centinelas que le hunden en las costillas los cañones de sus ametralladoras en el momento en que intenta abrir la boca. Sus guardianes se relevan todos los días.
Boisfeuras anda atado entre dos bodoi al final de la columna. El alambre corta sus muñecas; sus manos hinchadas y violáceas se paralizan. Ha perdido su ligereza de explorar el matorral; se rasga los pies con todos los obstáculos del camino. Algunas veces sus oídos, que le zumban por la fiebre, se llenan del ruido de las pesadas botas herradas pisando las finas porcelanas, del grito agudo de las mujeres violadas y del desgarramiento de las cortinas que se arrancan de cuajo. Después vuelve a ver aquella admirable pintura sobre seda que se encontraba en casa de su padre, en Shanghái, y que provenía del saqueo del Palacio de Verano. Representaba tres rosales, un rincón de un estanque y un claro de luna.
[...]
A medida que aumentaba el agotamiento de Boisfeuras, el ruido de las porcelanas rotas se hace más fuerte, más lacerante, hasta llegarle a hacer rechinar los dientes. Experimenta la confusa sensación de que tiene que sufrir para expiar los pillajes de su abuelo. En los momentos en que tiene conciencia de ello, se pone furioso por sentirse marcado hasta tal punto por el sentido cristiano o comunista del pecado. Pecado original entre los cristianos, pecado de clase entre los comunistas.
Se dedica entonces a aflojar sus ligaduras. Por medio de un lento y paciente esfuerzo que dura tres días, consigue hacer que sus ataduras de acero se deslicen. Durante las horas de descanso puede mover sus entumecidos dedos para que la sangre circule por ellos.
Cuando por la noche llega el centinela para comprobar sus ligaduras, ya está atado de nuevo. Y con la misma apariencia de seguridad.
Ya no oye ahora el ruido de las porcelanas rotas del Palacio de Verano."

Jean Lartéguy
Los centuriones


"La guerra es cataclismo y alud de puñales que el humano debe superar. Injusto o torpe es no reconocer el heroísmo que a veces puede cintilar entre el tumulto bélico. Pero los relámpagos heroicos o gloriosos en la contienda no justifican los tornados de odio y destrucción. Quizá, el guerrero sea quien mejor puede abogar por la paz. Y esto porque quien tembló entre las mandíbulas rojas de la guerra sabe que no se debe convocar al dragón destructor en cuyas escamas se agolpan medallas, cañones y masacres. Y el guerrero puede ser sincero defensor del pacifismo porque su motivación no es una secreta cobardía ante el estrépito de la batalla o un perezoso apego a las comodidades del orden. El combatiente que, por propia experiencia, conoce los taladros de la muerte, no puede olvidar ya el superior sonido de una mañana bella."

Jean Lartéguy



"Me gustaría que Francia tuviese dos ejércitos; uno para la farsa, con cañones y carros relucientes, soldaditos, fanfarrias, estados mayores, distinguidos generales ya un poco chochos, y gentiles oficiales que se interesasen por el pipí de su general o por las hemorroides de su coronel. Un ejército que sería exhibido por cuatro chavales en cualquier feria. El otro sería un ejército serio, estaría compuesto solamente por jóvenes superentrenados, esforzados, vestidos con atuendos de camuflaje, que no se les vería dando la nota por las ciudades y a los que se les exigiría sin cesar un esfuerzo imposible y se les enseñarían todos los trucos de la guerra. Con este ejército es con el que quiero combatir."

Jean Lartéguy



"Yo tenía algunos de la época en que me preparaba para «Saint-Cyr» en el liceo «Lakanal». Fue durante el invierno de 1939, antes de alistarme. Lejos de Marmeize me sentía de nuevo desmañado y torpe y las muchachas me daban miedo. Las seguía por el bulevar Saint-Michel tembloroso, excitado y furioso. Al abordarlas me consideraban, por lo general, bobalicón y me mandaban a paseo. Tres o cuatro veces logré una cita; no se les vio el pelo. Por la noche, antes de volver al liceo, iba con algunos camaradas no más afortunados que yo a un pequeño burdel de la calle de la Huchette, donde nos hacían precios convenientes. Me fastidiaban mis camaradas de Corniche. Devoraban como heliogábalos y se portaban como boy-scouts: así que me junté con estudiantes. En su compañía leía a Céline y a Malraux. Soñaba con China y España; asistía a reuniones en cafés mal iluminados e iba a todas partes con un tomo de Karl Marx debajo del brazo. Lo abría en el Metro, pero no entendía jota y soñaba ante las letras que danzaban delante de mis ojos. Por fin trabé conocimiento con una pequeña costurera que vivía en un amueblado. Me recibía en su casa, tarareaba todas las canciones de moda y hacía un guisado de cordero formidable. ¿Tal vez era bonita? Dejé de reunirme con ella porque empezaba a sentirse emocionada y me daba vergüenza exhibirla ante mis camaradas. De nuevo me encontré lanzado al bulevar Saint-Michel, a la búsqueda de aquel ser inexistente que sería a la vez mujer y jovencita, reidora y misteriosa, infinitamente pura y desvergonzada como una hetaira, que tendría un apartamento y bebería oporto en un bar. Aún no había descubierto el whisky. A falta de encontrar a aquel ser mítico, entré en una oficina de alistamiento. Alistaos, alistaos en los ejércitos coloniales, proclamaba un pasquín. Como no quería que nadie me obligara, opté por los cazadores marroquíes."

Jean Lartéguy seudónimo de Jean Pierre Lucien Osty
Los bufones











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