Mariano Latorre

"Creo que el escritor y también el profesor (ambas profesiones han constituido mi vocación) deben afrontar la vida con una máxima simplicidad, sin ambiciones de gloria ni poder.
Si hay un mensaje que expresar, por mínimo que sea, es preciso realizarlo lo mejor posible.
Siempre he recordado, a lo largo de mi vida y frente a cada instante decisivo, unas palabras de Dickens (Dickens fue una predilección de mi juventud) a un periodista que lo interrogaba sobre su labor:
-Mi secreto no es pensar en el porvenir, sino tratar de resolver lo mejor posible lo que tengo entre manos.
Y esto es lo que intento expresar en esta autobiografía de mi doble vocación. Deseo explicar por qué fui escritor y por qué, más adelante, del escritor surgió el maestro. Pienso que ambas realizaciones (me asusta un poco lo presuntuoso de la palabra) están unidas en mí y son la una producto de la otra. Dos expresiones del mismo semblante, como diría Conrad.
Me siento, pues, en un clima de intimidad y puedo contar familiarmente mi peripecia espiritual. Medio siglo de tanteos e indecisiones, de aciertos y desaciertos, tan peculiarmente característicos de un intelectual sudamericano en la aurora de este siglo."

Mariano Lautaro Latorre Court
Memorias y otras confidencias



"En la noche, mientras comíamos, un obrero vino a avisarnos que nuestro amigo estaba muy mal. Maldonado Silva no pudo reprimir un gesto de desagrado. Vi claro lo que pasaba en ese instante por su cerebro. Ante los obreros no podía manifestarse como era: egoísta, frío, un fichero de frases sacadas de discursos y libros de propaganda socialista. Lo arrancaban al grato reposo de una sobremesa, al calor del Benedictino o del Cazalla, pero había que sacrificarse: ¿cómo justificar de otro modo la subvención que los obreros le pagaban puntualmente?

Se levantó para acudir al lecho de muerte de Valdés. Y con él, todos los demás.

En el momento de salir a la calle oí que Sáez le susurró confidencialmente:

-¡Es ocurrencia morirse cuando uno viene a pasear!

No oí lo que Maldonado Silva le contestó. Atravesamos la oscura ciudad. Era el aire sin niebla, el que cortaba, ahora, como puñal minero.

Abierta la boca, «El finado Valdés» agonizaba. Agonía tranquila, sin ruido, nada más que una respiración dificultosa. Era la agonía del primer Valdés, del Valdés burócrata, no del Valdés socialista y enamorado. Ni nos dimos cuenta cuando expiró. Dejó el aire de pasar por su garganta simplemente. El movimiento histérico de la mandíbula se detuvo. Largo rato persistió en la amplia sala del hospital el ruido cascado de su estertor. Su paladar rojeaba abierto, con el extraño gesto del que va a emitir un agudo.

El viejo de barbas blancas, con nerviosa precipitación, se apoderó de Valdés como al salir de la mina. Hábilmente, cogiéndolo de la barbilla, encajó la mandíbula en sus goznes.

Una muchacha, quizás la misma del rebozo, cerró piadosamente sus ojos. Debía tener práctica en estos menesteres, porque se adelantó sin que nadie se lo ordenase. Como algo ya determinado en la vida de la mina.

Luego, los obreros fueron juntándose en torno al lecho. Cuchicheaban entre sí con animación como en la barraca del camino. El viejo de las barbas blancas era siempre el jefe de ceremonias. Un impulso colectivo había adoptado a Valdés sin más averiguaciones. Era un impulso. No cabía otra explicación. Su muerte, en medio de la vida minera, junto a ellos mismos, les pareció un presagio favorable. El más poderoso argumento de la justicia de su causa; luego, Valdés con su camaradería campechana, con su palabrería sin consistencia, embriagolos de esperanza. Era para ellos, Maldonado Silva sin la gravedad de su cargo y sin su gesto protector de apóstol. Con frecuencia le oí a Valdés repetir una frase de «El león de carbón en una huelga de Talcahuano: Nos uniremos fuertemente de manos desde Tacna a Punta Arenas y avanzando echaremos al mar a los enemigos del pueblo».

Nunca Valdés debió soñar ni desde su aldea del norte, ni en su oficina ministerial, con este papel que la suerte le reservó en el sur de Chile, entre mineros en huelga. Y estallaba como un resorte gastado, apenas entraba en acción. Su cara larga, afilada por la asfixia, mostraba los costurones hereditarios con trágica crudeza. Lo vi sonreír, como el día en que con voz humilde y pedigüeña, me dijo:

-¡Dígale usted que soy correligionario!"

Mariano Latorre
Chilenos del mar


"Hay que tomar la vida tal como se ofrece a nuestros ojos, sin saltar por encima del presente para hundirse en la inacción del recuerdo o soñar en la inseguridad de lo que ha de venir."

Mariano Latorre




"La muerte repentina de su padre fue para Mateo Elorduy un despertar doloroso a la realidad del vivir. Desde el día del entierro, su espíritu impresionable se torturaba agudamente o se abatía, desfallecido, en el cansancio de la sensibilidad. La gris monotonía que rezumaba el poblacho agrícola de Loncomilla, a través de sus casuchas soñolientas y sus calles llenas del barro negro de las lluvias recientes; el nicho aislado y triste donde dormían los huesos de su padre, en un rincón del cementerio aldeano; la pequeña agencia, hoy día cerrada, mostrando a los pocos transeúntes los desteñidos cuarterones de sus puertas coloniales; el silencio de la gran casa lugareña donde pasó su vida y que llenaba antes la alta figura de su padre, con sus espaldas cargadas de sexagenario y el arrastre cansado de sus chinelas por las tablas de la galería, a través de cuyos vidrios, bronceaban las copas de dos viejos naranjos, desfilaban por su cabeza afiebrada como una loca cabalgata o se fundían bruscamente en la sombra de sus nervios agotados; un llanto dulce de hombre nervioso que humedeció un momento el ardor de sus mejillas, concluyó por desahogarlo de esta dolorosa angustia; era una suavidad consoladora como un buen sueño; pero también después de esta crisis el cerebro vio más claro. Mateo se dio exacta cuenta de su aislamiento espiritual, de la soledad con que la vida lo rodeaba."

Mariano Latorre
Zurzulita



"Sus ojillos azules miraban recelosos hacia el cuadrado barracón que manchaba la base de la montaña con sus techos verdinosos de musgo, percibiendo los detalles con una fijeza dolorosa. Un gigantesco nogal destacaba sobre el negruzco amontonamiento de casuchas la fresca exuberancia de su follaje. Bajo su copa dormitaba una carreta de altas ruedas, apoyada en el lustroso pértigo de luma. Cuando el pingo hundió sus patas en la suavidad esponjosa de la tierra deshecha, se empinó sobresaltado en los estribos al no oír las pisadas huecas de los cascos en los tablones del puente. Éste era el momento que acobardaba a Nicomedes. El temor a ser delatado al entregar los diez centavos del derecho de pontaje. ¿Tendrían ya noticias de la escapada de los reos de la Penitenciaría de Talca en Curillinqui? En realidad, ponerse en la misma boca del lobo era una hazaña de la que Nicomedes se vanagloriaba. Había preferido tomar este camino que en su mocedad recorrió de arriero de un negociante de animales, camino solitario y pedregoso, pero en el cual no corría el riesgo de encontrarse a cada instante con los interminables rebaños que bajan o suben a los cajones de la altura; y, por consiguiente, con los soldados del resguardo de cordillera que, como el polvo del camino, merodean alrededor de los arrieros. Recordaba aquel tiempo con increíble precisión de detalles. Curillinqui no había cambiado gran cosa. La misma casa y el mismo nogal, y sobre ella, levantando sus rojizas protuberancias, veteadas de nieve, cubría el cielo purísimo el coloso andino, la sierra muda e inhospitalaria."

Mariano Latorre
Cuna de cóndores










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