Martín Kohan

"El episodio del niño se deriva, al igual que el del inglés, de la estampida del toro, pero esta vez sí el incidente termina en sangre. La relación entre lo móvil y lo inmóvil se resolvía en aquel caso con la separación entre el jinete (quieto en el barro) y su caballo (que da un brinco y echa a correr). Una separación sin duda deplorable desde el sistema de valores de esta cultura popular, para la cual el buen jinete debe cabalgar como si fuese un único cuerpo lo que lo une a su caballo. Pero la separación entre lo móvil y lo inmóvil que se produce en el caso del niño es todavía más grave, porque cercena su propio cuerpo: "se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre". También aquí hay un caballo, pero es de palo, y por lo tanto se queda quieto; como quieto se queda el tronco del niño, porque es su cabeza solamente la que rueda (no se trata de cualquier muerte: se trata de una muerte por degollamiento, se trata de una muerte que tiene el signo de la violencia federal). La movilidad corresponde a la cabeza, que rueda, y a la sangre, que sale en chorros. Pero esa sangre acabará también por detenerse convertida en charco: "Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre". Como ya se vio, los charcos de sangre complican los movimientos en el matadero. Y son, además, la última huella que queda de lo que fue la muerte. Eso hasta tanto no sean alcanzados y borrados por el agua que corre."

Martín Kohan
Las fronteras de la muerte



"Es esta clase de condición aquella que evocamos hoy, cuando se dice de un lugar determinado que es una prisión, o cuando se dice de una persona determinada que es un prisionero. Y no debemos precavernos esta vez, doctor Vicenzi, frente al que, bien lo sabemos, es a las claras el peor de los pecados que un hombre puede cometer, si es que ese hombre es un historiador y de tal condición hablamos: permitir que en su mirada hacia el tiempo pasado se filtren los valores y los criterios deformantes del tiempo presente.
En este caso, de todos modos, en la manera de concebir la noción de prisión y de prisionero, no estamos, escribe Alfano, cometiendo ninguna clase de anacronismo: también en aquellos tiempos, doctor Vicenzi, cuando el siglo XIX comenzaba, prisión remitía a muro, a reja, a encierro, tal como hoy, cuando el siglo XX está entrando en su ocaso, se da por buena la definición. Acaso un ejemplo oportuno, y correspondiente por demás en términos cronológicos, termine de dejar clara esta cuestión: entre gruesos muros y detrás de gruesos barrotes, aislado por la piedra y, para peor, en una isla, supo hallarse, cuando fuera prisionero en Elba, Napoleón Bonaparte; aquel cuyas hazañas, de tan gloriosas, pueden compararse con las de nuestro incomparable Libertador, santo era ya, por su solo nombre, antes de que mediara la exaltada pluma de don Ricardo Rojas. Sólo tres hombres vencieron, en la historia, a las gigantescas montañas: en una misma y eterna gloria, escribe Alfano, brillan, con luz infinita, un cartaginés, un corso y un correntino.
Muros de piedra y barrotes de hierro, sombras y encierro, y del sol solamente un lejano destellar: tales eran, también, las circunstancias que imaginaban, prefigurando, razonablemente, su futuro próximo, los apesadumbrados godos que llegaron a Cuyo. Y no me refiero con esto a los más escépticos, a los pesimistas, a los agoreros (ya he referido a usted, en otro informe, que no faltó quien, aunque por exceso de celo y por inexperiencia, llegó a temer una ejecución en masa), sino a los que, con criterio realista (realistas eran, al fin de cuentas, y no de otra forma progresaban sus razonamientos) intentaban hacerse a la idea del tipo de vida que les aguardaba.
Y, sin embargo, las cosas no ocurrieron de esa manera. Fueron prisioneros, claro está, los godos que en manos de patriotas cayeron en la batalla de Maipo o de Maipú; pero ni rejas ni cerrojos los contuvieron en Mendoza, ni dejaron, tampoco, de ver el sol, que es, por otra parte, una de las más apreciables bendiciones de la naturaleza mendocina, cosa que usted, doctor Vicenzi, puede comprobar con sólo asomarse a la ventana de su casa y mirar hacia lo alto, siempre que así lo desee y siempre que no se encuentre leyendo este informe en horas de la noche.
Ni rejas ni cerrojos, le decía, los contuvieron en Mendoza; no hubo para ellos, escribe Alfano, muros ni sombras. Los prisioneros españoles fueron apartados de la guerra, se los aisló y se impidió que pudieran volver a tomar contacto con aquellos compatriotas suyos que todavía luchaban por la causa del rey en América. Pero bastó para ello, doctor Vicenzi, con trasladarlos a ese grupo de casas que en las proximidades de Mendoza se hallaba: aislados, nadie podía llegar hasta ellos, y a ninguna parte podían ellos marcharse; un reducido piquete bastaría para controlarlos, y la propia llanura y las largas distancias harían el resto."

Martín Kohan
El informe



“Hoy parece de mala educación la idea de llamar a alguien sin avisar.”

Martín Kohan



"La espera una nueva postal de su hermano en la mesa del comedor, remitida desde Bahía Blanca. Dice solamente: Francisco. La madre, que últimamente sólo llora de a ratos, esta vez sí la ha leído y dice que no comprende por qué el hijo escribió nada más que esa cosa tan escueta.
María Teresa se lo explica con una vaga consideración sobre la falta de tiempo y el costo de las palabras (la madre sabe que se trata de una postal, y no de un telegrama, pero prescinde de replicarle nada). La imagen impresa en la cartulina no pertenece, sin embargo, a Bahía Blanca, como si la ciudad careciera de lugares de interés que justificaran la impresión de postales alusivas. O quizás existen, y Francisco las desechó. Lo cierto es que la postal que ha remitido, aunque la despachó en Bahía Blanca, corresponde en verdad a un balneario cercano que se llama Monte Hermoso. El orgullo de los lugareños es que se trata de la única localidad de la Argentina en la que el sol tanto nace como se pone sobre el mar. La postal lo demuestra dividiéndose en dos mitades: en una se lee la palabra «amanecer», impresa sobre una vista de arena desierta y mar, con el sol asomando en el fondo; en la otra se lee la palabra «atardecer», impresa sobre la vista de una playa dorada donde dos mujeres, vestidas con trajes de baño notoriamente antiguos, miran la puesta de sol con expresión soñadora. Estas dos fotos, así ensambladas, aunque remitan a la trivialidad del verano y las vacaciones, terminan por recordarles, a la madre y a la hermana, lo que de todas formas ya sabían: que ahora sí Francisco se encuentra sobre el mar. No tan lejos, es cierto, y todavía dentro del territorio de la provincia de Buenos Aires; pero ya no en medio de la llanura, sino sobre la costa, más al sur y sobre la costa, verdaderamente en el borde del Atlántico.
-Nunca fuimos a Monte Hermoso, nosotros. Tus primos iban a veces, hace años.
-¿Los primos?
-Sí.
-¿Y les gustaba?
-Decían que sí, pero se quejaban mucho. Parece que el mar estaba siempre imposible de aguas vivas que picaban.
Poco después, la perspectiva se agrava. Puede que todavía llegue a la casa alguna postal de Monte Hermoso, sellada en Bahía Blanca. Pero será tan sólo una forma repetida del rezago. Francisco ya no estará ahí: lo van a trasladar. Con un solo cospel, que permite apenas una ráfaga de palabras, llama y avisa que lo suben a un avión y lo llevan más al sur.
Más al sur: a Comodoro Rivadavia. No, no, ya no es provincia de Buenos Aires, es la provincia de Chubut. Sí, sí, la Patagonia. No, no, no en los camiones, en un avión de la Fuerza Aérea que se llama Hércules.
Hércules, sí: Hércules. No, no, no sabe nada, nadie sabe nada. Sí, sí, a orillas del mar: justo frente al mar."

Martín Kohan
Ciencias morales






"Yo no pensaba nunca en Stalin”, escribe Trotski, cuando el “intento autobiográfico” de Mi vida va entrando en su tramo final. ¿Es reproche o es jactancia? No lo sé, no estoy seguro; pero me parece decisivo que pueda ser tanto una cosa como la otra, o más aun que pueda ser ambas cosas a la vez. “Yo no pensaba nunca en Stalin”, admite o se ufana Trotski, y de inmediato se permite ampliar: “En el fragor de la lucha, ni siquiera me di cuenta de que existía”. La grandeza de la vida de Trotski queda inscripta en estas frases, no menos que su completa desgracia. Si Trotski no repara en Stalin, si ni siquiera se da cuenta de que existe, es ante todo porque presta atención a las cosas que de veras importan, a las cosas decisivas, y eso excluye al gris Stalin, posterga al tan mediocre Stalin. El hecho mismo de que no esté ni vaya a estar jamás a la altura de León Trotski es justo lo que lo vuelve imperceptible para él. Pero a la vez, qué duda cabe, a Trotski le habría servido fijarse a tiempo en Stalin, debería haberse percatado de su existencia, le habría convenido sin dudas advertir su juego (que lo mitigado podía perfectamente ser una estrategia de lo subrepticio, que la cortedad de las limitaciones personales podía perfectamente cobrar la fuerza terrible de los resentimientos duraderos).
Sabemos demasiado bien que Stalin terminó por alterar el curso de la vida de Trotski. Lo cierto es que también alteró el curso de Mi vida de Trotski. Lo hace pasar del registro autobiográfico y épico al género del alegato político. La narración política y la argumentación ideológica, soportes de una evocación monumental, se ven forzadas hacia el final, no menos que su autor, a deslizarse a la autodefensa: refutar calumnias, enderezar tergiversaciones, denunciar infamias, apelar.
Stalin y sus mentiras obligan a desmentir. Stalin y sus invectivas personales obligan al descargo personal. Stalin y su desfiguración histórica obligan a refrendar una figuración histórica. Trotski asume esa tarea, desde su destierro en Turquía, como seguirá haciéndolo en Noruega o en México, con la firmeza del que tiene una convicción y con la rabia del que sufre una injusticia. Responderá pacientemente a las mentiras, a las invectivas personales, a la desfiguración histórica. Pero cuando esa necesidad se impone en las páginas de Mi vida, cuando la épica biográfica de la revolución y los destierros debe hacerle un lugar a la resuelta desintegración de las infamias, el relato que ha ido tramando Trotski cuenta ya con una comprensión impar de lo que es la verdad (la que proviene de un cierto poder alquímico para extraer verdad de lo que empieza como mentira), con una elaboración singular de lo que es lo personal (la que proviene de la evidencia fáctica de que lo personal no es político, sino que cede a lo político), con un tramado especial de la figuración histórica (la que proviene de una combinación política de mostración y ocultamiento).
La primera vez que Trotski suministra un nombre falso a sus compañeros de lucha, lo que siente es remordimiento: “Cuando conocí a Mujin y a sus amigos me presenté con el nombre de Lvov. Esta primera mentira de conspirador no fue fácil: me dolía verdaderamente ‘engañar’ a las personas con las cuales yo me entendía para una causa tan grande y buena”. Claro que no tarda en advertir que en esa “mentira de conspirador” está la verdad de la conspiración: la falsificación del nombre es garantía de autenticidad política. No es extraño, por lo tanto, que en la siguiente ocasión consiga establecer otra clase de conexión entre lo azaroso y lo definitivo, entre lo fingido y lo cierto: “En el bolsillo llevaba un pasaporte extendido con el nombre de Trotski, que había escrito al azar, sin prever que este nombre permanecería conmigo para toda la vida”. El nombre falso resulta el verdadero, cifra misma de la conversión política, o bien de la política (de la política revolucionaria) como una conversión: “Desde el inicio del movimiento revolucionario, en 1902, me fugué después de fabricarme un pasaporte falso con el nombre de Trotski; de allí viene mi seudónimo, que rápidamente se convirtió en mi verdadero nombre”. La falsedad del pasaporte, no menos que la del nombre, define de por sí una impugnación de base a un régimen político en cuyas normas no se cree. ¿Qué podría significar un pasaporte legal, si lo expide el régimen ilegítimo del zar? Dialéctica de la documentación personal: la falsificación del pasaporte falso señala una verdad política. Y dialéctica de los nombres y los seudónimos: la falsificación del nombre falso se asienta como verdad revolucionaria."

Martín Kohan
1917















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