Patrick Leigh Fermor

“Aquel entorno de graneros, almiares y cardenchas, lleno de matorrales, lomas onduladas y tierras aradas […] donde pasé esos años importantes, de los que se dice que son tan formativos, más o menos como el hijo pequeño asilvestrado de un agricultor. El poso que han dejado en mi memoria es de una felicidad pura y completa.”

Patrick Leigh Fermor



"Bebí tzuika y a continuación un buen número de aquellas mititei con un montón de vino. Estaban riquísimas, y me sentí como si no hubiese nada que me impidiese seguir tragándolas eternamente; o, ya puestos, seguir bebiendo vino. Había un sitio en Bucarest, me dijeron después, en el que la excelencia de las albóndigas se atribuía a la cocinera gitana, que, según se rumoreaba, les daba forma apoyándolas en uno de sus muslos. Los dos personajes más intrigantes de la sala eran dos tipos fornidos que estaban tomando té. Su corpulencia se debía en gran parte a sus gruesos caftanes guateados de terciopelo negro y azul oscuro, en canalé, ceñidos con sendos cinturones que hacían que el tejido cayese con mucho volumen desde la cintura hasta el suelo formando un sinfín de pliegues muy juntos, bajo los cuales asomaban unas botas mastodónticas de caña alta; los llevaban abotonados desde el cuello hasta el dobladillo con botones metálicos, tan seguidos como en la sotana de un clérigo. Uno llevaba un sombrero alto de piel y el otro un gorro negro con viserita. Las fustas apoyadas en la pared los conectaron inmediatamente con dos carretas anchas, de pescante alto y con capota, enganchadas a sendos caballos que aguardaban fuera, en el barro. Pero no era su atuendo lo que atraía mi mirada. Tenían unos groseros ojillos azules incrustados en unos rostros anchos, tersos, lisos, pero cubiertos de arrugas diminutas. Conversaban con una voz extrañamente aguda en un idioma que en un primer momento me sonó parecido al búlgaro pero que resultó ser —a juzgar por sus vocales cambiantes y sus sonidos líquidos— ruso. Salieron y se marcharon zumbando a toda velocidad con sus carretas, y yo crucé una mirada interrogadora con el cocinero. El hombre sonrió y dijo: «Muscali» («Moscovitas»), tras lo cual lo engulleron el chisporroteo y el humo. "

Patrick Leigh Fermor
El último tramo


"De pronto todo me pareció insoportable […]. Sentí un repentino odio por las fiestas. Un absoluto desdén por todo el mundo. Empezando y acabando por mí mismo. Todo me chirriaba, todo me hacía daño y me resultaba descorazonador. Tenía la impresión de que mis facultades estaban por completo dispersas. Todo lo bueno y valioso de mí mismo estaba soterrado y ahogado; en cambio lo peor de mí afloraba y triunfaba […]. Vivía en una atmósfera de consunción, de ociosidad suspendida."

Patrick Leigh Fermor



"Estas noches de verano son cortas. Acostarse antes de la medianoche es impensable y la conversación, el vino, la luz de la luna y el aire caliente suelen unirse para posponerlo una hora más, dos o tres."

Patrick Leigh Fermor



"Fue un extraordinario retazo de información. Nunca había oído hablar de judíos en el Peloponeso. Hasta donde yo sabía, los únicos judíos en Grecia eran los sefardíes del norte—en Salónica y algunas poblaciones de tierra firme, entre ellas, Ioánina, Naoussa, Preveza y Arta, así como en una que otra de las islas—, que hablaban ladino y el español del siglo XV. Su historia es bien conocida. Expulsados de España por Fernando e Isabel, el sultán les ofreció hospitalidad en las zonas de Constantinopla y de Salónica, tal como lo hicieron los Medici, que les permitieron arraigar y multiplicarse en Grosseto y Livorno. No hay sentimientos antisemitas entre los helenos: a los comerciantes griegos les complace pensar que son capaces de burlar a cualquier judío, o, y no en último lugar, a cualquier armenio. En las obras del Karaghiozis, el teatro de sombras, las marionetas que representan a los judíos son figuras amablemente absurdas, llamadas Jacobo y Moisés, que, con sus caftanes y sus barbas puntiagudas, cómicamente, exponen sus quejas el uno al otro en un griego chapurreado, punteado con chillidos nasales. Sus números han sido cruelmente reducidos por la ocupación alemana.
Pregunté si los pobladores de Anavrito hablaban español.
El reflejo de un sacerdote se echó hacia delante, chasqueando la lengua en señal de negación: era el hombre más melenudo que jamás haya visto. («¿Qué estará haciendo aquí?», pensé. Los clérigos ortodoxos tienen prohibido afeitarse y cortarse el pelo). Como a través de un agujero practicado en un negro almiar, dos ojos oscuros miraban detenidamente hacia el espejo. —No—dijo—, hablan griego, como el resto de nosotros.
Cuando san Nicón el Penitente, el apóstol de los laconios, convirtió a nuestros ancestros al cristianismo, esta gente habitaba la llanura. Buscaron refugio en lo alto de los peñascos, como las cabras, y han vivido allí desde entonces. Van a la iglesia, reciben los sacramentos. Son buenas personas, pero, sin lugar a dudas, son judíos.
—Por supuesto que lo son—repitió el viejo árcade.
Ya rasurado y con el pelo cortado, así como despojado de los restos de cabello merced a un cepillo, me preparé para marcharme. El anciano se asomó por la ventana hacia la tórrida Esparta, y, agitando su cayado, con la boca bien abierta, enseñando unas encías equipadas con un solitario colmillo ceniciento, gritó: una repetición de su advertencia de que nos desollarían vivos.
El hombre que nos guiaba hacia los mosaicos—la única antigüedad que sobrevive en el interior de la moderna ciudad de Esparta; grecorromana, por añadidura—tenía la misma historia para contar. Se trataba de gente extraña; judíos… Descendimos con él unos peldaños por debajo de una techumbre improvisada. Con un giro de su muñeca, vació una jarra sobre la indefinida imagen gris del polvoriento suelo. El agua cayó en una enorme estrella negra, y, a medida que se expandía hacia los márgenes, las formas adquirían definición, los colores revivían y afloraban deleitosas escenas. Orfeo, con un gorro frigio, tañía su lira en el centro de un embelesado grupo de animales selváticos: conejos, leones, leopardos, ciervos, serpientes y tortugas. Aquiles, afeminado y delicado, como un Antínoo, emergía a la superficie en medio de las mujeres de Esciros. Al lado, otra salpicadura esparció aún más lejos los encantamientos: Europa—adorable, como una obra de Canova, con hombros cual una botella de champán y con un talle de avispa, los muslos gruesos, las piernas largas, merecedora del epíteto de Calipigia—, sentada a mujeriegas a lomos de un magnífico toro que hacía frente a la espuma y pasaba a su través, en dirección a Creta."

Patrick Leigh Fermor
Mani


"La paradoja reconcilia todas las contradicciones."

Patrick Leigh Fermor


"Las cosas triviales se funden en la memoria."

Patrick Leigh Fermor



"¡Qué placentero y lujoso es emerger de repente del desolado laberinto de los hechos sobre estas mesetas de luz del amanecer!"

Patrick Leigh Fermor



"Roumeli no se encuentra en los mapas actuales de Grecia. No es una demarcación política ni administrativa sino una denominación regional, casi coloquial; similar a lo que en Inglaterra llamamos el West o el North Country, los Fens o el Border. Su extensión ha variado y su ubicación también ha ido cambiando de modo algo impreciso. Hace unos siglos señalaba, a grandes rasgos, el norte del país (en oposición a Morea, el archipiélago y las deshabitadas provincias de Asia Menor), desde el Bósforo hasta el mar Adriá¬tico, y de Macedonia al golfo de Corinto. Tras la guerra de la Independencia, el significado del nombre se redujo y pasó a designar sólo la parte sur de esta vasta superficie: la cinta montañosa de territorio situado entre el golfo y la frontera norte. Esta línea separaba el nuevo reino de Grecia de los irredentos parajes que políticamente pertenecían aún al Imperio otomano, y se prolongaba desde el golfo de Ambracia hasta el golfo de Volos. Las guerras balcánicas y la Primera Guerra Mundial hicieron avanzar las fronteras griegas. Se produjeron dos grandes saltos en dirección norte y se duplicó la extensión del país; pero en boca de los griegos modernos Roumeli sigue limitada a aquella zona entre el golfo y la antigua frontera. Con ciertas reservas, de modo algo arbitrario y también algo autoritario, quizá seducido por la rareza y la belleza del nombre—el acento cae sobre la primera sílaba, haciendo de Roumeli un dactílico—, he regresado a esta temprana y holgada denominación para dar cobijo a mis vagabundeos. El uso de este término obsoleto y flexible me exonera de hallar su estricto equivalente moderno, y al mismo tiempo otorga una ilu¬soria apariencia de unidad a estos viajes hechos al azar. Y, lo que es mejor, el propio trisílabo está lleno de ecos y alu¬siones, soterrados significados profundamente vinculados al tema principal del libro.
Grecia está cambiando con rapidez, y la mayoría de lo que se escriba sobre ella estará en cierto modo pasado de moda el día en que vea la luz. La transcripción de estos viajes, emprendidos hace algunos años, y todos ellos motivados por abstrusas razones personales, conformaría una guía engañosa. Los cómodos coches cama han reemplazado a los destartalados autocares rurales, carreteras estupendas se abren camino atravesando el corazón de remotos pueblos y los hoteles brotan por doquier. Monasterios y templos a los que hasta hace bien poco sólo se podía acceder mediante solitarios y empinados ascensos, ahora sirven de dramático escenario para breves escalas técnicas de viajes multitudinarios altamente indoloros y sofisticados."

Patrick Leigh Fermor
Roumeli


"Todo poder corrompe."

Patrick Leigh Fermor
















No hay comentarios: