Wolfgang Koeppen

"¿Busco de verdad una patria o sólo invoco la Humanidad como una niebla en la cual pueda desaparecer?"

Wolfgang Koeppen


"Contemplé el orgulloso barco, en el cual no había embarcado aún, estrellándose contra un iceberg, un empleado de la compañía hizo sonar una pequeña campana admonitoria, Le Havre-Nueva York. Nos metimos en nuestros coches y tanto los pobres como los millonarios cantaban: "Mi Dios está cerca".
Desde la ventanilla del tren se deslizaba ante nuestros ojos un paisaje impresionista. Los botes de remos de Maupassant todavía se mecían sobre el Sena. Los pequeños "bateaux mouches" seguían ejerciendo su atracción. Hombres jóvenes desplegaban sus músculos mientras los formales burócratas franceses entregaban a los viajeros el sello de salida.
En los puestos aduaneros de Le Havre se alzaban las columnas de humo rojo de la "Liberté", que había recorrido las vaporosas sendas marinas de "Europa", exhibiendo el hanseático orgullo de Bremen y ahora representando la libertad francesa y lo siguiente que podía verse era el océano, contemplado desde un lujoso hotel, siempre indomable ese mar celestial -una vacía e interminable misantropía de seis días. Los viajeros inexpertos creían que encontrarían otros barcos aquí, que verían velas y penachos de humo en el firmamento, símbolos del poder del hombre sobre la tierra, pero sólo contemplaron olas lisas o tormentosas, el mar permanecía innavegable, y de ese modo los pasajeros se encontraban expuestos a la absoluta indiferencia de su destino."

Wolfgang Koeppen
Viaje a través de América


"El verde de la sala de conciertos parecía polvoriento. Probablemente fuera laurel después de todo, las hojas tenían el aspecto de hierbas secas nadando en la sopa, humedecidas pero todavía frágiles y no reblandecidas para ser cocinadas. Hicieron que Siegfried, que no quería estar triste en Roma, se sintiera alicaído. Las hojas hicieron que recordara una sucesión de situaciones apuradas en su vida: Aquel artefacto que su padre le había enviado, durante la fiesta escolar por recomendación, de su tío, las cocinas de campaña en el ejército, de las cuales Siegfried había huido desde su infancia, la comida de la fiesta escolar que también había tenido laureles verdes y había hojas de roble también en los cuarteles, proliferando a modo de ornato o en las propias lápidas. Había siempre una imagen que le crispaba los nervios, el Führer, con los bigotes de Charlie Chaplin, mirando benevolente a su rebaño de corderos sacrificados, los chicos uniformados dispuestos para la masacre. Aquí, entre el laurel y la adelfa de la sala de conciertos, en esta gélida sala, había un viejo retrato del maestro, Palestrina, mirando no con benevolencia, sino escrutando con severidad y reproche los esfuerzos de la orquesta. El Concilio de Trento había aceptado la música de Palestrina. El congreso de Roma rechazaría la de Siegfried. Le deprimía incluso cuando trataba de ensayar, a pesar de que viniera a Roma esperando ser rechazado, diciéndose a sí mismo que no debía concederle demasiada importancia."

Wolfgang Koeppen
Muerte en Roma


"No tengo patria."

Wolfgang Koeppen



"Sin hacer nada charlando soñando, pequeños sueños planos y complacientes en un eterno dormitar, un dormitar de dicha, soñador, cuarentona guapa busca caballero en posición asegurada, se sentaban las mujeres, las que vivían de las pensiones del Estado, los desembolsos asegurados en caso de muerte, las pensiones de divorcio y las indemnizaciones por separación, en el Café de la Catedral. También la señora Behrend amaba esos lugares, el lugar de reunión preferido de sus almas gemelas, donde junto al café y la nata era posible entregarse complacidas al dolor del abandono, complacidas a la amargura de la decepción. Carla aún no tenía ni pensión ni renta, y la señora Behrend vio con temor e incomodidad salir a su hija de la sombra de la torre de la catedral y entrar a la luz de color rosa bombón del farol, a ese cómodo puerto de la vida, a la bahía de tranquilo chapoteo, al vedado de los amablemente preocupados, una perdida. Carla estaba perdida, era la víctima, una víctima de la guerra, había sido arrojada a un monstruo devorador, se evitaba a la víctima, estaba perdida para la madre, para el decente círculo de la madre, para todo origen y moral, arrancada a la casa paterna. Pero, ¿qué importaba? Ya no había casa paterna.
Cuando la casa quedó destruida por los bombardeos, la familia se había disuelto. Los lazos habían saltado por los aires. Quizá la bomba sólo había puesto de manifiesto que eran vínculos laxos, una cuerda de costumbre trenzada de azar, error, decisiones erróneas y estupidez. Carla vivía con un negro, la señora Behrend en una buhardilla con las notas amarillentas de los conciertos en la plaza, y el director de orquesta tocaba, arrojado a los brazos de una ramera, para las fulanas. Cuando vio a Carla, la señora Behrend miró inquieta en redondo para ver si había amigas, enemigas, amigas enemigas, conocidas sentadas cerca. No gustaba de mostrarse en público con Carla (¿quién sabe? quizás aparezca también su negro, y las damas del café verían la vergüenza), pero la señora Behrend aún temía más las conversaciones con Carla en la soledad de la buhardilla. Madre e hija ya no tenían nada que decirse, Y Carla, que había buscado a la se­ñora Behrend en el café que conocía como sede vespertina de su madre, con el sentimiento de tener que verla antes de ir a la clínica para abortar el fruto indeseado de! amor, ¿del amor? ah, ¿era amor? ¿No era sólo soledad compartida, desesperación del ser arrojado al mundo, el cálido yacer persona contra persona? y ese ser cercano y ajeno que había en su vientre, ¿no era sólo fruto de la costumbre, de la costumbre de un hombre, de sus abrazos, su penetración, fruto de la pequeña contención, fruto del miedo, del no poder resistir sola, que a su vez había engendrado nuevo miedo, que quería dar a luz nuevo miedo? Carla vio a su madre con su cara de pez, su cabeza de platija, con un rechazo frío de pez, su mano se mezclaba con la cucharita de café y nata y era como la aleta de un pez, la aleta un poco temblorosa de un pez lamentable en un acuario, así lo veía Carla ¿era una visión deformante? ¿Era ese el verdadero rostro de su madre? seguro que otro distinto se había inclinado sobre la cuna de Carla, y sólo entonces, después, mucho después, cuando no había nada pequeño que cuidar y que hacer, el pez se había escapado de su piel, la cabeza de platija, y el sentimiento de Carla, que la había impulsado a ver a su madre, a intentar una conversación, murió cuando llegó hasta el sitio en el café de la señora Behrend. Por un momento, la señora Behrend tuvo la sensación de que no era su hija, sino la torre de la catedral la que se alzaba opresiva ante ella."

Wolfgang Koeppen
Palomas en la hierba











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