Alejandro Saint-Aubin y Bonnefon

Volvía yo de Cercedilla, solo, en un departamento de primera clase.

Hago de ello mención, para que conste que aun hay clases de primera y siete pesetas por el mundo.

En Villalba se abrió la portezuela, dejando paso á un muy querido amigo, veterano capitán que ha visto salir en sol en todos los mares del mundo, y que ha luchado cuarenta años contra las olas.

El tren se puso en marcha, y comenzando, entre pitillo y pitillo, un palique que convirtió para mí en segundos los minutos.

La conversación cayó sobre asuntos de viajes y los peligros que ofrece la vida del mar.

Daba yo cuenta de mis impresiones en una mala noche pasada entre los tumbos y bandazos con que nos favorecía el enfurecido golfo de Méjico, y de unos días que me parecieron noches, como la del golfo, por la completa cerrazón que nublaba los mares próximos del banco de Terranova, sobre los que vogábamos entre tinieblas y escuchando la siniestra melodía de la sirena del buque.

—¡Cuántas he pasado así!—exclamó mi amigo.

—Venga el relato de alguna—dije yo.

—Tengo un verdadero embarras du choix… Pero el viaje de la Corte por las costas del Noroeste evoca en mí un recuerdo… el recuerdo de una maravilla de instinto, de oído y de observación, de una portentosa brújula viviente, encerrada por la experiencia de un viejísimo patrón gallego.

Encendimos, para que la relación no fuese interrumpida, dos grandes cigarrazos, y comenzó el capitán:

—¡Aun dicen que el pescado es caro!— exclama con asombro un famoso pintor amigo de usted.

Afirmación tan exacta, y el cuadro soberbio que la presenta á la vista, no dan idea del verdadero precio que cuestan las sardinas y los besugos que hacen acto de presencia en los festines de Diciembre.

En la barca pintada por Sorolla aparece un hombre herido, y dos atentos á su cuidado. En el mar, y con la realidad, suelen desaparecer bajo las olas la barca, los hombres y el herido.

Amargos, para muchos, sabrían los pescados que ofrece la vigilia de Nochebuena, si supieran entre cuáles durísimos temporales del Noroeste y Sudoeste se arriesgan los bravos pescadores de la costa extendida entre el cabo Finisterre y el de Lobos, con ondulaciones de crik malayo, bajos y rocas en forma de dientes que amenazan siempre, y con frecuencia trituran á navegantes y pescadores.

El tributo que constantemente pagan al mar estos héroes anónimos es crecido; pero sólo cuando la catástrofe alcanza terribles proporciones, se transmite algún telegrama sensacional, y entonces se impresiona el público hasta el punto conveniente y sin pasar más allá de lo que merecen las víctimas, que afortunadamente sólo son de tercera clase.

El año 80, uno de aquellos horrorosos temporales destruyó 15 barcas pescadoras de la matrícula del Son.

En la catástrofe perdieron la vida absolutamente todos los tripulantes.

El mar no perdonó á ninguno de aquellos infelices, que la escasez impulsaba para afrontar sus iras.

Rodean el pintoresco pueblecito imponentes y peligrosísimos escollos, entre los cuales han de pasar los infelices pescadores cuando, acosados por las olas, perdidos tal vez sus palangres y ante la necesidad de acudir á la defensa de la vida, abandonan la tarea que asegura el mísero jornal en la arriesgadísima pesca de altura, mar afuera.

La catástrofe del 80 fué inmensa: el pueblecito quedó casi desierto, sólo habitado por niños menores de seis años, mujeres y ancianos, que escaparon de la muerte porque sus débiles manos no podían empuñar un remo, tender la red ó coger un rizo.

Llegó a Vigo la noticia oficial, y el despacho produjo verdadera consternación.

Tres horas después, habiendo perdido sólo el tiempo necesario para encender la máquina y reunir 2.500 pesetas que llegasen como primer socorro, nos hacíamos á la mar en el cañonero Pelícano, un cascarón de 350 toneladas.

El temporal NO, más duro por momentos, iba acompañado con la inevitable cerrazón que en aquellas costas lleva siempre aparejado.

Las olas, convertidas en montañas de agua, que vienen creciendo… creciendo desde las costas americanas, sin que una isla ni un solo escollo quebranten su fuerza, dejándolas romper con inconcebible furia sobre aquellas rocas altísimas, cuya cima salpican de espuma y cubren de sal, impidiendo la existencia de toda vegetación.

Era necesario, para realizar la empresa, efectuar la travesía aprovechando todos los canales y navegando entre las islas de Ons, La Onza, los bajos y la costa.

La derrota era arriesgadísima desde Vigo y Arosa; pero las dificultades tomaban carácter de verdadera temeridad cuando resultaba necesario cruzar entre los bajos del cabo Corrubedo.

Pero ansiábamos llegar con algún consuelo para aquellos infelices, llevando el auxilio material del dinero y el moral de la marina de guerra, como representación de un estado que participaba en tan horrible catástrofe.

Poco antes de levar anclas estaba yo cerca del comandante, y escuché el diálogo que sostenía con un viejo patrón, cuya cara y manos eran una pura arruga, curtida la piel por toda la vida pasada á la intemperie, en perpetua lucha con los elementos.

Las piernas, temblorosas, apenas podían sostener un tronco recio, cuya estructura demostraba la solidez y la fuerza que el remo y el trabajo desarrollaron en otros tiempos.

Teníamos noticia de que la práctica de aquel hombre de mar era muy superior á cuantos medios proporciona el conocimiento teórico de la ciencia de navegar.

Tenemos que ir al Son y pasar dentro de los bajos de Corrubedo.

—¿Se atreve usted á servir de práctico?—dijo brevemente el comandante.

—Sí, siñor—dijo con dulzura, pero sin vacilación.

—Es peligrosa la empresa y podemos quedar en ella.

—Sí, siñor.

—¿Pero… usted se atreve?

—Sí, señor; pasaremos entre la Marosa y el Diente de la Ballena y… ya estamos en Son, donde esperan muchos pobres con luto.

El comandante pareció dudar un momento.

—¡Nadie más que usted se atrevería!—dijo con aire reflexivo.

—Sí, siñor—contestó sencillamente el viejo marinero.

—Pues mande como guste… El barco es suyo.

—¡Avante!—dijo el práctico con energía, y salimos al mar.

He corrido tifones en el Pacífico y en los mares de la India; he visto centenares de veces el Océano furioso… Nunca como en aquella noche.

La cerrazón era completa; sin ver absolutamente nada de la costa, caminábamos entregados á la voluntad de Dios y á la de aquel viejecillo, dando tumbos en el cuarto de la bitácora.

—Nadie hable una palabra ni interrogue á este hombre—dijo el comandante.

Pasaban las horas, ¡qué horas! Ya tengo idea de lo que es la eternidad.

Los golpes de mar barrían de proa á popa nuestro barco, produciendo un ruido que achicaba el alma y nos ensordecía.

Con frecuencia cruzábamos el comandante y yo miradas de inquietud, y éste, con signo imperioso, imponía un silencio sólo interrumpido por los mandatos del práctico.

Avante… avante… y seguíamos vogando más tiempo debajo que por encima de las olas.

A las tres de la madrugada, por la marcha de nuestro barco, todos sabíamos que había llegado el momento de mayor peligro para atravesar entre el bajo y el Diente de la Ballena, sin ver la cosa, sin marcación ni enfilación posible, ofreciendo los escollos citados treinta metros de roca viva á flor de agua, y otros cuatro de elevación el agudísmo cono que asoma el Diente.

Los terribles peñotes dejan sólo un espacio de 250 metros… es decir, algo tan difícil de atravesar en aquella noche, á obscuras y sin orientación, como conseguir que una ballena suba al cielo.

A las tres y cuarto, ¡no se me olvidan los minutos!, el práctico pareció perder la calma, y nos miraba con inquietud.

Entre nosotros ¡por qué ocultarlo! la angustia llegó al extremo límite.

—¿Qué hay?—gritó el comandante.

—Calle…—dijo secamente el práctico; y pasaron unos segundos, en los que pude recordar toda mi historia.

El viejo permanecía silencioso, descubriendo en el grave gesto de su cara una atención profunda, consagrada á cosa que, para nosotros, era un misterio.

De pronto comenzó á sonreir dulcemente.

—¡A toda máquina!—gritó.—Asegurados, mi comandante; oiga usted. Y señalando con el tembloroso dedo a estribor, dijo:—La Marosa… ese es su ruido.

—¿Oye usted algo?—me preguntó el comandante.

—Yo no oigo nada más que el ruido de estas malditas olas, que me ensordecen.

Pasaron unos minutos, y señalando el práctico la banda de babor, dijo riendo con entera expansión:

—El Diente de la Ballena… ese es su ruido.

Poco después, el Pelícano volvía la popa al mar y…

—Señorito, ¿trae equipaje?—dijo un mozo abriendo la portezuela; estábamos en Madrid.

Saltamos al andén; mi amigo tenía prisa; pero sujetándole de un brazo, pregunté:

—¿Qué pasó después?

—El comandante dió al viejo veinte duros; yo, diez, que representan un verdadero sacrificio, porque entonces los duros andaban escasos para mí, y sepa usted que mientras vivió siempre tuvo pan y tabaco, que le llevábamos muy gustosos algunos oficiales de la Armada.

—¿Me contará usted más cosas?

—Sí… de cuando en cuando. Y mi capitán se alejó corriendo para alcanzar el disfrute de una manuela, evitándose la insolación de la cuesta de San Vicente, más temible que las de los Trópicos y el Ecuador.

Tiene este relato un mérito, del que absolutamente nada me corresponde; es rigurosamente histórico, y si al pie aparece mi insignificante firma, es porque representa mi buena memoria, no olvidando ninguno de los detalles referidos por el capitán.

Hasta otro día con historias del mar, y… avante para todos.

Alejandro Saint-Aubin y Bonnefon







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