Alexander Lernet-Holenia

A la luna

Deliciosa chispa brillando en nubes de cordero, a veces
en las ondas del lago, y en la caída de la
pared del cementerio, como en el vergonzoso
plateado satín del vestido
las flores se agitan, aquí y allá!
Donde en el apresurado trigo tú cohabitaste
ahora cae el rocío en una noche de verano en India,
y el traicionero destello
cubre tus estrellas brillantes.

Alexander Lernet-Holenia



"Antes, cuando los escuadrones se ponían en marcha, se oía el estruendo de innumerables cascos de caballos, como si el viento levantara montones de hojas marchitas o como si se precipitaran témpanos de hielo. Ahora zumbaban los motores. Antes, cuando uno estaba en las líneas o se avanzaba un poco a ellas, creía ver el paisaje cubierto de regimientos como de inamovibles figuras geométricas, en las que, como si fuesen constelaciones, se sabía con exactitud, en todo momento y en todas partes, en qué punto se hallaba cada uno, los abanderados, los cornetas, los oficiales, y cuyo hermético orden incluso hubiera mantenido erguido a un muerto; y ahora también se notaba la ensambladura de la comunidad, la más terrible de la que jamás hayan existido, y se percibía que uno no solo avanzaba rumbo al peligro con la gente, sino en la comunidad de la gente, de la que no había escapatoria. ¿Rumbo a qué peligro? No se sabía. Nunca se sabe."

Alexander Lernet-Holenia
Marte en Aries



"Fuerte combatividad, voluntad de afirmación, sin tener en cuenta a los demás. Inconstancia en la acción. Estados depresivos que generan agresividad. Dificultad en las relaciones con los demás. Fe en sí mismo, audacia. Falta de diplomacia, impaciencia, impulsividad. Rudeza, reacciones instintivas. Energía intelectual, sensualidad intensa. Independencia. Disarmónico: Excesiva irritabilidad. Frases y gestos violentos que suscitan hostilidad. Frustraciones, acciones irracionales con graves consecuencias. Falta absoluta de diplomacia."



"Me detuve en medio de la calle. Al poco rato me per­caté de que había estado pensando en algo impreciso y me di cuenta de que debía haber pensado en qué estaba buscando allí.
Pues estaba buscando algo, sin saberlo.
Buscaba el estandarte.
Había salido de mi alojamiento con la intención de dar un paseo, pero otro motivo más concreto me impulsaba. A medida que avanzaba me di cuenta de que bus­caba algo y, al fin, comprendí que se trataba del estandarte.
A continuación sentí que me resistía a confesarme qué era lo que buscaba. Hice un esfuerzo para olvidarlo, pero ya era tarde.
De repente tuve la impresión de haberme sorprendido a mí mismo en algo oscuramente prohibido, aunque precisamente en ello estribaba el aliciente desconcertante que había sentido todo el tiempo y del que me avergoncé en el mismo momento en que tuve conciencia de él. Durante dos o tres segundos tuve la sensación de estar soñando, de darme cuenta de que soñaba y de despertar. En efecto, de repente tuve la impresión de haber soñado. Alcé la mirada e inmediatamente giré sobre mis talones. La calle del pueblo por donde había venido estaba vacía, la distribución del rancho nocturno había terminado.
Tiré el cigarrillo que se me apagaba en la mano, encendí otro e inicié el camino de regreso. En esto me pregunté cómo se me ocurría vagar por ahí en busca del estandarte, disimuladamente, en vez de salir de mi casa y preguntar: «¿Dónde está? Quiero verlo».
¿Por qué había sentido deseos de verlo? Tampoco lo sabía. Tal vez también esto formaba parte de mi sueño. Al mismo tiempo no comprendía por qué no podía mirarlo detenidamente de cerca: ¡bien podía sentir este interés un soldado! ¿Pero dónde se hallaba realmente? ¿Lo tenía Heister en su alojamiento o estaría con el coronel en la comandancia del regimiento? ¿Izado frente a la casa o en el cuerpo de guardia, que estaba de servicio por si acaso se producía algún incendio? El caso es que yo no lo había visto por ninguna parte. Tuve que confesarme que ahora ya no sentía interés en verlo, o si lo tenía traté de convencerme de lo contrario, pues me molestaba pensar que lo había buscado de una manera tan rara."

Alexander Lernet-Holenia
El estandarte


"Mientras avanzábamos por la plaza del mercado, la multitud nos rodeaba lanzando aclamaciones y agitando pañuelos; Semler dio la orden de desmontar y enseguida los oficiales nos vimos asediados por grupos de personas que pertenecían aproximadamente a nuestra clase social y que nos dirigían cordialísimas palabras, se nos presentaban y nos declaraban que sería un verdadero honor para ellas que nos hospedáramos en sus casas. Nos dijeron que, si bien vivían en aquella ciudad un tanto apretados, con toda seguridad podrían hacernos un sitio. Literalmente nos zarandeaban tratando de arrebatarnos; de personas completamente desconocidas nos llovían invitaciones a almuerzos, comidas y recepciones. Nuestro humor cambió, pues, por completo. Ya nadie pensaba en el enemigo. A nadie se le ocurría que los rusos pudieran avanzar; al contrario, la única preocupación por el momento era darnos la bienvenida, invitamos y procurarnos diversiones.
Con todo eso, la cuestión del alojamiento tuvo, por cierto, sus bemoles. Por grande que fuera la gentileza con que nos lo ofrecieron, en realidad resultó muy difícil obtenerlo, sobre todo para la tropa y los caballos. Verdad es que Semler destacó inmediatamente una sección de guardia, de cuyos contingentes tres cuartos debían inspeccionar el sector norte del perímetro de la ciudad, y envió el resto al llamado Hradek (que así se denominaba la pequeña montaña en cuya cumbre se levantaba la capilla). Desde aquella altura debía observarse permanentemente la comarca, aun durante la noche, por ver si se descubrían luces en movimiento que pudieran pertenecer a las fuerzas rusas. Así y todo, resultó bastante difícil encontrar alojamiento para las otras dos secciones.
Los oficiales resolvimos por último instalarnos todos en el convento. Nos pareció que ésta era la mejor solución, porque así no ofendíamos a ninguno de los que nos habían ofrecido cordial hospitalidad, al aceptar la invitación de éste y rechazar en cambio la de aquél. El convento era, por así decirlo, un lugar neutral. Además, había allí un espacio relativamente amplio; otra ventaja que nos ofrecía el convento era la de que los oficiales podíamos vivir juntos, cerca de del escuadrón, que terminó por alojarse en los edificio de la administración pública, claro está que después de algunos esfuerzos, pero, a fin de cuentas, con satisfacción."

Alexander Lernet-Holenia
El Barón Bagge



Nieve

Yo caigo
tu caes

Nos
caemos

Una pendiente en la
llanura húngara
Un río helado
Hielo en el puente

Pero todavía visible
Registros redondos de ocre
y oro

Un escudo de
oro

En la cascada
Bajo el puente
Mientras cruzamos

Caballos marrones
jinetes peludos

Nuestras gorras amarillas
Nuestras
trenzas mongoles grises

Alexander Lernet-Holenia



"¿Qué había ocurrido para que el mundo cambiase de tal modo? ¿Pero acaso realmente había cambiado? Seguía teniendo el mismo aspecto de siempre; los campos, las casas, el cielo y la luna eran como antes, pero algo detrás de las cosas había cambiado; lo visible permanecía igual, pero lo invisible era distinto; en el interior de las gentes el mundo cambiaba, se disolvía, se hundía; cada uno lo sentía, aun no siendo más que un campesino polaco que no había visto nada del mundo, o si lo había visto no lo había observado. Era un fin del mundo. ¡Cuántas veces ya se había hundido el mundo! ¡Era increíble que todavía siguiera en pie!"

Alexander Lernet-Holenia
El estandarte




"Todos procuran salvarla mediante un Estado federal, pero su división la llevará aún con mayor rapidez al derrumbamiento. ¡Ahórreme su separatismo y su chauvinismo! Acuérdese de la lealtad hacia mi padre, a la cual no está menos obligado que yo mismo. Le ruego que me deje, pero antes de irse quiero decirle que mi último consejo es el siguiente: No cargue con la responsabilidad de haber sido quien enterró a la monarquía, sino déjeselo a los checos, o a los polacos, o a la Gran Alemania, en fin, a alguno de esos pueblos que están preparados para este trabajo de descuartizamiento político.
Con estas palabras dejó a la delegación y se apresuró a salir de la estancia. Los magnates se quedaron todavía unos momentos comentando entre sí y discutiendo la inaudita agresividad del príncipe heredero. Después descendieron la escalinata, montaron en su carruaje y partieron.
Entretanto, Rodolfo erraba por las oscuras habitaciones como huyendo de sí mismo. En ellas encontró a la baronesa Vetsera sola. La condesa Larisch, después de intentar en vano que María regresara con ella a la capital, se había ido antes que los nobles húngaros. Al llegar a Viena no se quedó en la ciudad. Después de mandar una desesperada y confusa carta al jefe de policía, casi huyó — como su primo Rodolfo por las estancias de Mayerling — hacia su posesión de Pardubitz.
La carta remitida por ella al jefe de policía, carecía de membrete y decía:
«No se podrá evitar investigar el futuro. Pero es conveniente que el pasado quede tan inexplorado como sea posible. Por favor, haga cuanto pueda en este sentido. Los sucesos pasados no sirven ya para nada y para los acontecimientos venideros no nos queda otra solución que seguir el camino normal.
»Mi petición atañe sólo a tratar discretamente el asunto hasta el día de hoy, porque no es necesario ni conveniente que personas totalmente inocentes se vean mezcladas en él. Pongo toda mi confianza en usted, mi querido barón. Yo no obro en mi propia conveniencia.
»Con los mejores saludos,
Su rendida Condesa L.»
El jefe de policía recibió la carta aquella misma noche, al regresar a su casa después de haber cenado con el archiduque Guillermo. En aquellos momentos estaba conversando con Elena Vetsera, la madre de María, y con el tío de ésta, Alejandro Baltazzi, que lo habían visitado y le informaban del encuentro entre Enrique Baltazzi y el príncipe heredero en el bosque de Mayerling y de la herida del primero. Le comunicaron también que María había sido vista en el coche del príncipe y que estaba fuera de toda duda de que la joven se encontraba ahora con él en Mayerling. Elena Vetsera conjuró al jefe de policía para que le devolviese su hija.
El barón Kraus respondió, como era su costumbre, que él no podía intervenir en todo este asunto. Prescindiendo incluso de que fue Enrique Baltazzi quien agredió al príncipe heredero, no podía él, simple jefe de policía, pedir cuenta de nada a ningún miembro de la casa imperial, ni mucho menos podía entrar a la fuerza en un edificio de la corte, entre los cuales podía contarse a Mayerling."

Alexander Lernet-Holenia
Mayerling













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