Ana María Machado

"La casa era sólida y soleada, con sus ventanas abiertas al viento y sus terrazas repletas de hamacas. Acogedora como una gallina que abre sus alas para resguardar a los pollitos de la lluvia. La mujer lo sabía. Desde siempre. Y hasta la incomodaba eso de ser demasiado hospitalaria, incapaz de respetar la intimidad de los demás habitantes. Cuando era niña solía ser motivo de juerga y alegría. Montones de primos y amigos se juntaban en vacaciones y dormían en cuartos abarrotados de literas, hamacas y esteras por todo el suelo. Luego, cuando era adolescente, también era divertido: llegaban de parranda y se ponían a hablar en voz baja, a oscuras, hasta la madrugada, procurando no despertar a los padres o a los hermanos pequeños, que dormían en otras habitaciones. Sin embargo, la niña también supo siempre que esto comportaba la desventaja de ser invadida. En la casa siempre había lugar para uno más. Y al final, siempre dejaba de ser su lugar.
Qué extraño resultaba ahora regresar a aquella casa en busca de ese lugar, tantos años después. O en busca de sosiego quizá. Mientras su madre estuviera allí, sabía que siempre había un lugar para ella. De alguna manera, se las arreglaban para que así fuera. Aunque para ella el sosiego no fuera parte del mobiliario.
Con todo, había tenido el impulso de ir. A partir de ahí fue fácil. Bastó una llamada, un trayecto en avión, quince minutos con su madre en el coche desde el aeropuerto y, en menos de dos horas, la gran ciudad ya estaba lejos, y el pueblo era un paisaje que quedaba atrás. Y la mujer podía tumbarse al sol con el pie en alto el tiempo que quisiera, sin que nadie tropezara con ella y entorpeciera la recuperación de la fractura. La casa era sólida y soleada, eso lo sabía de siempre. Pero ahora estaba vacía, no eran vacaciones, ni ella jugaba, ni estaba de juerga. Era sólo una mujer lastimada que necesitaba encerrarse en un refugio y lamerse las heridas hasta que cicatrizaran."

Ana María Machado
Sol tropical de libertad




“La única manera de fomentar la lectura es el ejemplo.”

Ana María Machado


"No me planteo la cuestión del lector como un desafío, sino como un encuentro."

Ana María Machado


"No, no tengo intenciones claras cuando escribo, salvo ser fiel a mí misma y a las exigencias que el mismo relato crea. Si logro hacerlo con calidad artística, será transformador, en la medida que todo arte es transformador porque añade al mundo algo que le hacía falta."

Ana María Machado



"Por definición, literatura es el arte de las palabras. Pero pocos géneros literarios tienen lectores tan conscientes del poder mágico que poseen las palabras como la literatura infantil y juvenil. Salvo en ese género, muy raro es el lector capaz de acreditar que un conjunto de palabras tiene poderes para mover parte de una montaña, transformar una piedra en una puerta y revelar tesoros incalculables en su interior —como ocurre con el "Ábrete, Sésamo", en el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones—. O acreditar que otra expresión pueda hacer que una olla empiece, solita, a cocinar delicias sin fuego debajo ni comida por dentro y, a pesar de eso, al fin pueda matar el hambre de multitudes e, incluso, inundar de comida todo un pueblo si alguien no logra decir las palabras exactas que hagan cesar el fenómeno.
(…)
Después de pasado el episodio, trabajé el texto de manera más literaria. Me encantó el juego de jamás escribir una sola mala palabra y, sin embargo, lograr que los lectores las leyeran, en un acto literario mágico, llamados a crear, a ver lo que no está. Fue divertido hacer esa experiencia. Y resultó en un cuento liberador y subversivo, como me parece que debe ser la literatura. Porque, en realidad, toda palabra en un contexto literario puede ser mágica, romper cadenas, hacer volar. Y no hay ninguna razón para que, en cuentos para niños, uno olvide ese poder del lenguaje."

Ana María Machado
Buenas palabras, malas palabras




"Un amigo de mi padre estudió lenguas y le interesa la etimología. Decía que, sin poder asegurarlo, todos equivalen a un nombre solo, procedente del árabe, al-maidá o al-maadana. Hasta Amado, que no vendría del latín como puede parecer. En ese caso, no sería una evolución de amatum, sino una derivación de Almada. A su vez, corruptela de Almeida. O viceversa. Uno de los nombres quiere decir colina, otero, pero también manantial, fuente, mina de agua. Otro significa montaña de piedra, mina de metal. Pronunciaciones parecidas. Pueden haber venido de una única familia musulmana, distribuyéndose en ramificaciones diversas, en el tiempo medieval de la ocupación en Portugal.
En cuanto a los Oliveira y a los Pereira, sin duda eran cristianos nuevos. Judíos recién convertidos o haciéndose pasar por cristianos para escapar a las persecuciones. En esa mezcla de musulmanes y judíos a través del tiempo, llevamos en nosotros una memoria de cuerpos enlazados y una promesa de paz.
Me gusta recordar que tenemos esa buena mezcla. Como familia y como pueblo. Y además los perdidos celtas que ya vivían por allí cuando llegaron los orientales, y nos dejaron de vez en cuando esos tintes rubios, esos ojos claros, que irrumpieron en mi padre y en mis hermanos. Sin contar las mezclas, tan brasileñas, que nos trajo mi madre de la colonia italiana instalada junto a la Mata Atlántica, en sus rasgos mestizos de tantos pueblos entrelazados.
Aun por el lado paterno, lusitano puro, están las ricas impurezas de nuestro variado sustrato étnico formando a la vieja mujer que ahora encuentro sentada en el jardín de la clínica, entregada a colorear un dibujo que no logro identificar, porque ella enseguida cierra el bloc cuando me ve llegar. El marco de la cabellera le da un efecto de halo luminoso, pero es imposible considerar esos cabellos amarillentos de la tía Dora como prueba de que haya sido rubia, al blanquearse por el paso del tiempo. La piel, sin embargo, es clarísima, así como los ojos, aún vivaces bajo una película gelatinosa y húmeda. La nariz levantina y consistente se destaca en el rostro triangular y definitivamente confirmaría la pertenencia familiar de mi tía bisabuela, si eso un día fuese necesario. Al mismo tiempo, revela que hoy estamos aquí, por los trópicos, pero no puede haber dudas de que tenemos un pie en las arenas del desierto.
Me gusta encontrarla así, al aire libre, entre sol y sombra. Los primeros días estuvo más postrada, casi siempre en la cama. Ahora, alimentándose mejor, parece que ha creado una vida nueva.
Al verme, interrumpe el dibujo, guarda los lápices de colores y se levanta con alguna dificultad. Caminamos por la alameda y ella me va mostrando las flores y follajes en los bancales del jardín, como si fuese una gran señora exhibiendo su propiedad. Me lleva hasta el balcón, donde nos sentamos para tomar un zumo, que le pide a la enfermera en tono de quien da una orden. Agradece con un gesto condescendiente y aristócrata, de gran dama de la clínica geriátrica, aparentemente sin ningún recuerdo de que poco tiempo atrás estaba en la selva urbana, era habitante de las aceras de Copacabana y tuvo que dormir algunas noches en la calle.
Los ojos que me encaran, sin embargo, no olvidan. Nada. Hay en ellos un desamparo atemorizado que corta el corazón. Muestran que allí dentro, por detrás de ese porte imponente, vive un animalito acorralado, con miedo, hambre y frío. Será necesario mucho más que la compañía de sobrinos, en una sucesión de turnos, y los cuidados profesionales de una clínica para reconfortarlo. Si es que hay consuelo posible."

Ana María Machado
Palabra de honor















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