Ángel María de Lera

"Ahora son ellos los que duermen. Hasta Olivares. Sí, parece que al fin ha caído Federico, aunque es posible que abra de pronto los ojos y me mire. Él es así, el más alerta siempre entre nosotros. El de ideas más realistas. A veces molesta su modo implacable de juzgar nuestra situación. No nos engañemos, hemos de pagar, estamos solos y nadie se preocupa de nosotros, hay que hacerse a la idea de que no hemos perdido una huelga sino una guerra y que esto es muy grave... Olivares tiene una mentalidad lógica, rigurosa. Al grano, al grano, menos palabras y al grano, las palabras nos emborrachan... Razona con absoluta frialdad, pero luego es capaz de actuar apasionadamente. ¿Un romántico? No del todo. El amor que no es acompañado de la posesión de la mujer, es una calentura, una especie de gripe. Y se ríe de Molina cuando éste le recita «Los motivos del lobo», de Rubén. Eso no es poesía, Molina, desengáñate, eso es pura sensiblería facilona, es poco más que una fábula de Samaniego. ¿Materialista? Tampoco. Dice siempre que lo importante es la vida, el hombre, pero que sin imaginación no es posible vivir. Hay que poner imaginación en todo. La vida es el fuego, pero la llama que, además de calentar alumbra, es la imaginación. Sí, este Federico Olivares es una extraña mezcla de realismo y fantasía. Por eso tal vez es el que más me convence de todos. Cuando ataca es demoledor y, cuando se defiende, ataca. ¿Un luchador? No lo sé, pero a mí sus palabras ánimo, José Manuel, ánimo, que todo esto no va contigo, me tranquilizan siempre. Yo creo que Olivares es, sobre todo, un carácter. Eso: un carácter. Y resulta muy consolador tenerlo al lado de uno en estas circunstancias. Porque Molina es bueno, sí, pero demasiado sentimental y, a veces, demasiado infantil, demasiado crédulo, y tiene menos cultura que Olivares. Molina es más blando, mucho menos enérgico. Molina se hace querer. Olivares se hace respetar. Son completamente distintos. Y Agustín... Bueno, Agustín es demasiado joven y un poco bárbaro todavía. Tiene talento, eso sí, pero carece de sensibilidad. Todavía no se ha enterado bien de lo que nos ocurre. Si pudiera comer y fumar todo lo que apetece, lo pasaría muy bien. Los tres me miran como si fuese yo un niño. Los tres me quieren como a un hermano pequeño. No se dan cuenta de que yo sí me doy cuenta de que me consideran como un estorbo en esta situación. Y, verdaderamente, es así. Pero me ofende que me tengan por un extraño. Soy su amigo. Durante la guerra fueron muy buenos conmigo y eso yo no puedo olvidarlo, porque sabían de sobra que yo no compartía sus ideas, y me respetaban y me defendían. Ya sé que yo no debería estar aquí. Tampoco ellos. Ahora conozco muy bien sus ideas y si algún defecto tienen es que son irrealizables por desgracia, porque son hermosas. Yo soy demasiado egoísta para sacrificarme por los demás hasta el punto de profesarlas íntegramente. Además, tengo a mi hijita y a mi mujer, que me esperan y que son lo primero para mí en el mundo. Yo sería feliz con ellas. Nada más que con ellas. Y tengo a Dios. Y ellos no tienen hijos ni esperan nada de Dios. Son más pobres y desvalidos que yo. A mí no me harán nada, me soltarán cualquier día y podré reunirme de nuevo con Dorita y con Enriqueta. Pero ¿qué será de mis amigos? Tal vez los maten. ¡Dios mío! ¿Cómo puedes consentir que los sacrifiquen? Otros han sido sacrificados también injustamente."

Ángel María de Lera
Los que perdimos



“...¿dónde está el fascismo español? Hay algún grupito, como tú sabes, pero nada. En España no hay fascismo, como tampoco hay comunistas. No. Sólo hay derechas enfrente. ¿Y qué pueden pretender las derechas? Pues la vuelta al principio, es decir, a como estaban las cosas antes de la venida de la República."

Ángel María de Lera



“El amor tiene que madurar para que no duela y amargue...”

Ángel María de Lera



“El odio tenía más prisa que el amor y que la amistad, y lo hacía mejor.”

Ángel Mª de Lera
Las últimas banderas, 1967




“En lo más alto quedan siempre las banderas de la esperanza, madre. Son las últimas que nos quedan y ¿quién será capaz de abatirlas definitivamente?”

Ángel María de Lera
Las últimas banderas



“... es fácil hacer la crítica de lo pasado a la vista de los resultados.”

Ángel María de Lera



“–Hemos pasado revista a alguna de las causas de nuestra derrota, pero algún día tendrá que hablarse de las conductas. Porque ¿qué me dices de aquellos célebres escritores e intelectuales que trajeron la República y que fueron nuestros maestros? Ellos nos lanzaron (hablo de los estudiantes de mi generación) a la lucha por una España nueva, y luego, a la hora de la verdad, se pusieron al margen y nos dejaron en la estacada. ¡Qué faena! ¿Qué se creían ellos que iba a pasar cuando el pueblo jugara el papel que ellos le habían escrito? Yo no sé qué pensaron. Tal vez que el drama político y social de España podría ventilarse como un acto académico, ¿no? Pero ¿no habían denunciado ellos el hambre y el atraso de nuestras gentes? ¿Es que luego, con decir que aquello no era lo deseado y hacer frases se puede uno retirar por el foro mientras los españoles se despedazan? ¡Qué asco!” 

Ángel María de Lera
Las últimas banderas



"La tribuna de las autoridades estaba también repleta de público. Uno de los extremos lo ocupaba la banda de música con el devorador de albondiguillas al frente. Tras el antepecho central, adornado con mantones de Manila, descollaban las cabezas de las cinco muchachas que presidía la hija del alcalde. Seguidamente, Román, entre el juez y don Primitivo, el cura, y dos señores con gafas negras. En filas posteriores, don Juan, su hijo y los demás notables. Juanito se apoyaba en el respaldo del asiento de Antoñita. El cura y Román tenían, bien manifiestos, un aire de autoridad y de distancia. Los dos señores de las gafas negras charlaban animadamente entre sí. Don Juan sudaba acongojado todavía, y el cabo comandante de la guardia civil parecía una estatua de piedra.
Al quedar los toreros frente a la tribuna, terminó el pasodoble con un fuerte mazazo al bombo. El pequeño director se volvió entonces sudando y mostrando sus dientes alternos. Cesaron todas las conversaciones y las miradas fueron a convergir en los flamantes lidiadores. En ese momento Rafa y el «Aceituno», a una, se inclinaron ante la presidencia llevándose la mano a la montera. Después se volvieron de espalda, al tiempo que se desliaban los capotes de lujo en un movimiento rápido y gracioso, ofreciéndoselos luego a Antoñita y su corte. Las muchachas los aceptaron colocándoselos en el antepecho de la tribuna. Realizada esta previa fase del rito, los toreros, tomando los capotes de brega, los desplegaron en torno a sus pies.
La atención general saltó sobre el «Raposo», que había permanecido a caballo en el centro del redondel y que, tras un sonoro estacazo en la grupa de la bestia, iniciaba una frenética galopada. El caballo era un torpe trotón de arado, pero el «Raposo» le obligaba a galopar a talonazos, a gritos y a palos. El mozo saltaba sobre la silla y mientras le fustigaba con una mano tenía que sujetarse con la otra el bicornio."

Ángel María de Lera
Los clarines del miedo


“–Me olvidé de que soy un revolucionario... Nunca fui un guerrero, pero siempre he sido un revolucionario...”

Ángel María de Lera



"Pasé unas semanas entre la vida y la muerte, viviendo por falta de valor para quitarme la vida, pero muriendo por dentro como un cobarde, miserablemente. Mi madre, que adivinó mi sufrimiento, trató de consolarme a su manera, ignorante de lo que es una locura como la mía, cómo podía ella saberlo. «Una mujer que entretiene a un hombre a esas horas, no puede ser buena, hijo. No te preocupes. Conocerás a otras mujeres, muchas mujeres, y tendrás la que quieras, como Dios manda, ya lo verás». Yo comprendí la razón de mi madre, porque ella era un ángel y agua clara, pero yo estaba envenenado y sabía que hasta que se me limpiara la sangre, si ello era posible, que pensaba que no, no podría vivir tranquilo ni mirar a ninguna otra mujer. Y como la vida no se acaba cuando uno quiere, viví.
Las navidades de aquel año no las olvidaré nunca. Trabajé en la tienda hasta el aniquilamiento, hasta asustar al señor Plácido: «Muchacho, que te vas a matar. Olvídala ya, que no vale tanto como tú», porque era el único modo de librarme de las visiones que me perseguían, de las visiones de Maribel desnuda, mirándome, riendo, ofreciéndoseme… La odiaba, creo que la odiaba, pero no podía con ella. Volvía a casa por las noches deshecho, insensible, sin más ilusión que la de dormir, y caía en la cama como una piedra. Apenas entendía las cosas que mi madre me decía al verme llegar así, tan agotado. Sólo algunas frases, que pasaban por encima de mí como una niebla huidiza. «Don Saturio… Ahora, por las mañanas, se detiene al pie de la escalera y grita… ¿Qué postres quieres que te traiga hoy, Gerarda? ¿Helados, pasteles, tarta? Su mujer sale al rellano, vestida con un quimono de seda a colorines, fumando un cigarrillo en una larga boquilla de marfil… ¡Helado de fresa, Saturio!… Dicen que don Saturio lleva eso de las divisas en su Banco…».
La víspera de Nochebuena volví de madrugada, molido, casi muerto de cansancio, y me encontré el cuchitril atestado de grandes cestas de navidad, repletas de jamones, golosinas y licores de marca, de las primeras firmas comerciales de la ciudad. Miré las tarjetas. Todas iban dirigidas a don Saturio Dodero. ¿Qué hacían allí? O no cabían ya en el piso de don Saturio más aguinaldos, o las había recogido mi madre a última hora. De cualquier manera, aquella ostentación provocativa pregonaba la desvergüenza del gallego. ¡Qué asco! Apagué la luz del cuchitril y entré en la cocina para tomarme el vaso de leche de todas las noches y me extrañó no oír la voz de mi madre. No sé por qué dio un fuerte aletazo mi corazón. La llamé y no me respondió. Entonces, con una garra dentro que me oprimía dolorosamente, me asomé a la alcoba. Allí estaba el bulto de su cuerpo sobre la cama, pero no oí su respiración, y encendí la luz. Mi madre yacía boca arriba, con los ojos y la boca abiertos… «¡Madre!». ¡Qué olor a sangre! ¡Qué mareo de sangre! ¡Qué horror de sábanas y colchón empapados en sangre! ¡Qué espantosos gritos míos! ¡Y qué de rostros asustados a mi alrededor! «Salga de ahí. Un médico, pronto»."

Ángel María de Lera
Se vende un hombre


"Se atrevió a mirarla, no furtivamente como antes, sino en actitud confiada y contemplativa. La seguía en todos sus movimientos, y cuando la muchacha, dándose cuenta de aquella muda admiración, se volvía de pronto para mirarle interrogativamente, él le respondía con una sonrisa. Luego pasó a las palabras y con cualquier pretexto procuraba entablar conversación con ella.
Aquellos escarceos se desarrollaban en un tono neutro, y las conversaciones versaban sobre cosas y hechos objetivos, sin que en ningún momento él se atreviera a insinuar su ambicioso deseo de posesión. Emilio era, fundamentalmente, tímido y carente de imaginación. No tenía gracia ni se le ocurría ninguna idea bonita. Sus palabras eran, por tanto, vulgares. Y toda la fantasía palabrera del amor se le antojaba una frivolidad impropia de un muchacho serio y positivo como él.
Mercedes, por el contrario, que había visto el amor visceral desarrollarse en su torno con un realismo repulsivo, sentía la necesidad de las más bellas alegorías, de ese juego de luces irreales con que el amor se viste en la imaginación de los hombres. Era soñadora y sensitiva. Sin embargo, la atmósfera de peligro que la rodeaba le hizo concebir la esperanza de que Emilio, con el tiempo, pudiera llegar a enamorarla. Por otra parte, hasta en sueños le sonaban las palabras de Martina como un estribillo: «Nada hay tan hermoso para una mujer como el matrimonio, aunque el marido sea malo». Por eso Mercedes se dejó cortejar por Emilio, aunque las palabras y las ideas del muchacho le produjeran cansancio y aburrimiento.
Un día se atrevió Emilio a hacerse el encontradizo con la muchacha cuando ésta volvía de casa de don Jesús. Preparó el encuentro torpemente, y ante la sonrisa irónica de Mercedes, el pobre muchacho se azaró y anduvo unos momentos como atontado, balanceándose entre unos cuantos razonamientos y excusas contradictorias. Luego se calló, definitivamente confundido."

Ángel María de Lera
Los olvidados


"Se deslizó suavemente y se calzó las alpargatas. Luego asomó la cabeza por la entreabierta puerta de cristales de su alcoba... Un quejido de la madera la hizo detenerse, temblando. Pero, pasados unos segundos de angustia, empezó a bajar los escalones, pegada a la pared. Vestía un largo camisón blanco y parecía una sonámbula.
Al ver llegar a Teresa con la niña, Noemí saltó del trillo y dejó que la mula continuase sola dando vueltas sobre la parva. El sol ya iba de caída, pero aún calentaba con fuerza. No había nadie más en la era, situada en los altos del pueblo, cerca de donde desembocaba la calle de Obdulia.
Se saludaron las dos amigas, y después que Noemí besara a la pequeña, esta pidió inmediatamente montar en el trillo. A Teresa le daba un poco de miedo, pero tanto insistió la niña, que no hubo más remedio que satisfacerle el capricho.
-No pases cuidado, Teresa -le dijo Noemí-. La mula sabe muy bien lo que tiene que hacer. Además, no le quedan fuerzas para correr demasiado, aunque le picara la mosca.
Sentada sobre un haz y protegida del sol por el sombrero de Noemí, la chiquilla inició las vueltas de noria con gran alborozo, como si disfrutara un maravilloso juguete, incitando inútilmente al animal y gritando a su madre:
-¡Mira, mamá! ¡Mamá!
Después de hacerle señas de que siguiera sentada y renunciase a hacer pinitos sobre el trillo, dijo Teresa:
-Desde que empezaron las vacaciones, me aburro soberanamente. Tentaciones me dan muchas veces de venir a echarte una mano...
-Pues, mira, no estaría mal -repuso Noemí, riendo-. Vamos algo atrasados este año porque mi padre se empeñó en esperar a una cuadrilla de segadores que tenía apalabrada desde el invierno. La cebada tenía que llevar ya dos semanas recogida en el granero.
-Ya me dijo Victoriano que, al fin, no pudo ajustar ni un solo hombre.
-¡A ver! Y menos mal que teníamos a Sixto.
Teresa miró a su amiga antes de decir nada, intencionadamente:
-No ha sido poca suerte tenerlo en casa.
-¡Menuda!
Callaron y, a una seña de Noemí, fueron a sentarse a la sombra de las hacinas. El aire se movía ya un poco y el pelo y las pestañas de Teresa comenzaron a blanquearse de tamo. Esas briznas impalpables obligaban a las dos mujeres a amusgar los ojos también. Pronto, las pecas de la maestra tomaron un cariz más vivo sobre la piel enrojecida."

Ángel María de Lera
Tierra para morir


"Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta —no fue por estos campos el bíblico jardín—: son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín. Antonio Machado.
El hombre había suspendido la lectura del periódico y miraba atentamente los rostros de los que le rodeaban. Se hizo un corto silencio, a favor del cual pudo oírse el rumor de los demás grupos en los que alguien leía también en voz alta las noticias de La voz del combatiente.
—Yo no me creo una sola palabra de todo lo que dice este papelucho. Si a los de la junta no les queda más que el Ministerio de Hacienda, ¿por qué suenan tantos tiros? A mí me parece que no debe irles muy bien la cosa a los chinos, por mucho que digan —comentó uno de los oyentes.
—Eso mismo pienso yo. Habréis visto que ya no traen más prisioneros y que, además, ya no nos insultan tanto —opinó un tercero.
—Y se han llevado a pegar tiros a casi todos los que tenían concentrados aquí para guardarnos. No han quedado más que algunos soldados de la plana mayor, que están que muerden porque tienen que pasar todo el tiempo de centinelas —remachó el que hablara primero, añadiendo—: Si le echáramos nosotros un poco de coraje a la cosa, podríamos marcharnos de aquí en cuanto quisiéramos.
—¡Ni hablar de eso! —le interrumpió el que había leído el periódico—. Buena gana de jugarse la piel a última hora. ¿No nos han cogido ellos? Pues que sean ellos los que nos suelten por las buenas.
—Bueno, eso no estaría mal si pudiéramos resistir tanto tiempo sin comer —dijo otro, bostezando al tiempo que hablaba.
El bostezo contagió a los demás, circulando de boca en boca repetidas veces. Uno de ellos dijo después: —Yo no tengo ya ni aire en las tripas.
Había varios corros como éste en el antiguo jardín del chalé, sentados en el suelo. El aspecto de los hombres era deplorable: demacrados, sucios, ateridos. Llevaban varios días sin afeitarse y casi sin comer. Como también se les agotaron muy pronto sus parvas provisiones de tabaco, pronto fueron desapareciendo los periódicos que les habían distribuido sus aprehensores, rotos en pedazos para ser convertidos en cigarrillos que ahumaban los ojos y lijaban la garganta."

Ángel María de Lera
Las últimas banderas



















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