Arnošt Lustig

"Como ella lo había perdido todo varias veces, después de la guerra se aferraba a todo lo que podía. Tenía ya tres pares de zapatos. Los llamaba mis queridos zapatitos. Cada día se ponía un par diferente. O jugaba con su falda nueva (más bien renovada, porque se la dieron en la sección social de la congregación de la señora Jegrova) llamándola mi querida faldita roja. Y con ese nombre se quedó: la Roja. Tenía además la verde, la de cuadros y la falda de rayas plisada. Por las noches necesitaba cerciorarse de que eran suyas. Se había resignado de antemano a que podría perder sus cosas, de modo que le asombraba seguir teniendo algo. Tener y no tener, recibir y perder, eran para ella magnitudes indirectamente proporcionales. Aunque le encantaban sus cosas nuevas (pese a que algunas parecían sacadas del trapero) y cada vez tenía un guardarropa más colorido, se sentía desnuda y pobre, probablemente porque deseaba estar preparada para el día en que acabara perdiéndolas una vez más."

Arnošt Lustig
Ojos verdes



 "Me acuerdo cuando en marzo de 1989 Hrabal vino a visitarme a EE. UU. Lo esperábamos con mi hijo en el aeropuerto, ya todos los pasajeros se habían ido, hasta que por fin vimos a un empleado empujando un carro para el equpiaje. En el carro yacía Hrabal, ebrio porque detestaba viajar en avión, y con el alcohol había tratado de matar esa aversión, antes y durante el vuelo."

Arnošt Lustig



"Pronunció aquellas palabras como si se encontrara en San Francisco. En modo alguno se dejó intimidar por la presencia del soldado que había traído al sastre desde el campo de concentración cercano, ni por los guardas apostados en las esquinas del templo.
Hacía más de hora y media que soldados idénticos, con uniformes verdosos como ranas, del color del fango y los nenúfares, rodeaban la sinagoga y se movían por dentro y por fuera de las casas habitables adyacentes. Pero a Katerina Horovitzová, que había contradicho por primera vez en voz alta los argumentos de su padre en el andén, con las palabras «Pero yo no quiero morir…» (razón por la que el señor Cohen la reclamó al señor Brenske cuando ella se encontraba ya a pie de vía), aquello le llenó los ojos de admiración. Tuvo en ella el efecto de un vino cabezón que te sume de golpe en un dulce, intenso e increíble vértigo (una idea extraña, puesto que ella jamás había catado el vino). Aún no sabía que el hecho de solicitar su persona, para el señor Herman Cohen, era un modo de poner a prueba la honradez de las intenciones del señor Bedich Brenske, y lo mismo acababa de hacer con el sastre: la mera formulación de la frase «me hará un traje a medida para el viaje…», mostraba su confianza en que no habría de ser de otra manera. Según el señor Brenske, aquel hombre había sido el mejor sastre de Varsovia no mucho tiempo atrás."

Arnošt Lustig
Una oración por Katerina Horovitzová



































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