Eduardo López Bago

"El pueblo entero jamás fue sensato ni en Cuba ni en otra parte."

Eduardo López Bago


"El Sr. Loitia estaba desconocido. Su mirada tenía, al fijarse en Miguel, la expresión desconsoladora de una profunda tristeza. Se inclinaba su cabeza, cada día más venerable, más encanecida, casi blanca por ambos lados, que era donde únicamente quedaban cabellos; se inclinaba, se doblegaba sobre el pecho y permanecía así horas enteras lanzando suspiros entrecortados, abatido todo el cuerpo, caídos los brazos, temblorosas las manos. Era como añoso roble que aún está en pie, pero ya medio derribado por el viento de una tempestad. Andaba trabajosa, perezosamente, porque sus piernas no soportaban el peso de aquella mole de carne, sino a duras penas. El síntoma más terrible, el más alarmante era éste y el de la costumbre adquirida de ir por la calle con el sombrero en la mano, descubierta la cabeza, y a pesar de ello, tener precisión de recurrir al pañuelo para enjugar el copioso sudor de su calva que lo mojaba completamente. Sus más largos paseos se limitaban a recorrer diariamente el corto trayecto que separaba su casa, sita, como ya sabemos, en la calle de Valverde, del café Suizo, donde se reunían, todas las noches unos cuantos amigos suyos; la mesa de los padres, como la llamaban los camareros. Llegaba allí jadeante, y por lo común, mientras los otros viejos tomaban café, él, cuando cesaba el sudor y descansaba, pedía un refresco, un vaso muy grande lleno hasta el borde de limón o naranja, y que apuraba de un trago con el insaciable afán de su sed eterna.
Lo miraban compadeciéndole.
[...]
Y uno, el que tenía menos edad que todos, teniendo cincuenta y seis años, a cuyo cargo por esta razón estaba la tarea de lector, le arrebataba el periódico, sacaba los anteojos, se los calaba, tosía y empezaba con voz campanuda.
Mientras duraba la lectura, la cara del señor Loitia se transfiguraba; escuchaba atentamente, y era de ver cómo se movían sus labios, cual se mueven para rezar en voz baja, repitiendo así, una por una, las palabras que el lector iba pronunciando. A veces lo interrumpía bruscamente, y casi con tono colérico."

Eduardo López Bago
La buscona



"La mayor causa estribaba realmente en no haberse apoderado de ella, de toda ella, aquel mismo día. ¡Un beso! ¿Y por qué no con aquel beso la entrega total, el abandono, absoluto? Recordaba perfectamente que ella fue la primera en desasirse del frenético abrazo. Pues desde entonces, y en este y por este desvío, se originó la reserva y se sintió herido en lo que el joven llamaba su amor propio y que en realidad podían ser los poderíos de su virilidad lastimados al no lograr por completo la victoria. Muy sobre sí, estaba, muy dueña de sí misma, y sin embargo, Lico, salió convencido de la pasión, seguro del cariño. ¿Y por qué no? Convencimiento y certeza que aún en aquel momento no le abandonaban.
Es que Solita era así, e inspiraba de esa suerte. Es que, desde el primer día experimentó Lico a par del amor, una manera especial de sentirlo. A par del deseo, sobra de respetos falta de impaciencias para satisfacerlo y cierto placer en la prolongación y el aplazamiento de la posesión soñada. Solita no era mujer, en suma, que se rindiera vencida, al amante, que cayese ciega en sus brazos, seducida por él, o dominada por arrebatos de un sensualismo enfermizo. ¡No! Ya se lo dijo una vez y quedó retratada en aquella frase: «Ninguna mujer cae más que porque quiere y cuando quiere y yo soy de las que quieren caer»."

Eduardo López Bago
El separatista





"Sintió de nuevo la tensión, la gran tensión que produjeran poco antes los fraternales besos de Gracia. Estuvo á punto de gritar en alta voz, á riesgo de que las gentes le miraran: «Vade retro,» de entonar el consabido «Jesús stetit». Luego sonrió amargamente. Pensó en el colector, en el tío de Anita. ¡Qué razón tenía aquel tío!
El celibato estaba llamado á desaparecer. Se conservaba acaso sólo por tenaz y terco empeño, para no imitar la conducta de los anglicanos y griegos. Nada más. Por hacer lo contrario de lo que practicaban los enemigos de la iglesia. ¡Insensatez! Y entonces, no como un átomo de la masa, yendo de aquí para allá en el mundo, consideró al sacerdote, sino como un punto, imperceptible al principio, que luego iba extendiéndole, amplificándose, siendo mancha de la que toda humanidad intentaba huir, y que al fin penetraba en el seno de las familias, llegaba como suciedad negra y grasienta; un contagio, un peligro social, disfrazándose con las armas de la pureza para mejor acercarse al lecho de las vírgenes, cuyos adorables secretos producían, al pasar por la rejilla, ardores extraños al soldado de Cristo, que los escuchaba en la garita llena de sombras del confesionario. ¡Violación! ¡Estupro! Y ¿por qué no? Todo se conjuraba favorablemente para ello. ¡Soldados de Cristo! ¡Disciplina eclesiástica! ¡Militares! ¡Lo eran! Y á veces también se convertían en soldadesca desenfrenada, que entraba á sangre y fuego en las casas para vengarse de las penalidades y abstinencias sufridas durante el asedio y la campaña.
Conoció que estaba muy cerca del vencimiento. Una, entre todas las mujeres que transitaban, pasó muy cerca, le rozó suavemente; sintió las formas extrañas como cediendo á la presión con blandura dócil. Ella le miró picarescamente, con lascivia, excitándole y provocándole. Era una prostituta que, sin duda, se equivocaba acerca del respeto que merece el traje talar. Román no quiso exponerse á más; iba á oscurecer. La sombra empezaba en el mundo y en su alma. Tomó un coche y volvió en él á su casa."

Eduardo López Bago
El cura











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