James Lloyd Carr

"Kathy Ellerbeck fue la única que vio el lado cómico del asunto, pero era una muchacha piadosa y nunca lo usó en mi contra.
Por aquel entonces, el ápice del arco y su lado izquierdo estaban casi al descubierto. Los notables habían recibido un tratamiento notable; el pintor había llegado a usar pan de oro en los ropajes y, sorprendentemente, cinabrio para alegrar los labios y las mejillas del seráfico elenco secundario. De hecho, aquí y allá, la buena disposición de quienquiera que hubiese soltado el dinero se le había subido a la cabeza, lo que le había llevado a prodigarse de manera asombrosa con los costosos rojos y el casi prohibitivo pan de oro.
Pero en cuanto empezó, al igual que yo entonces, con las almas malditas, las que temblaban al borde de las llamas o caían de cabeza en las mismas, se pasó al material barato, tierra roja y óxidos de hierro. Aun así, la concentración de figuras similares evitaba comparaciones odiosas con el san Miguel, en el que no se habían escatimado gastos, y con sus fogoneros sedientos de sangre. Y también los resarcía con su tratamiento vigoroso: en verdad, se había animado mientras trabajaba. Arriba, en la parte alta, había hecho un trabajo extremadamente competente; bueno, más que eso, porque, siendo maestro de su oficio, no podía haber hecho sino un buen trabajo. Pero ahora, al llegar a esta estribación inferior, había echado el resto: de arte y de corazón.
De modo que yo, cada día, liberaba unos cuantos centímetros más de una hirviente cascada de huesos, miembros y órganos que espumeaban sobre el feroz vertedero, comidos de gusanos. Algunos desgraciados estaban todavía intactos. A éstos no les había prestado mucha atención; no eran más que forraje para el fuego. Todos menos uno. Que era, podría haberlo jurado, un retrato: una cicatriz en la ceja, en forma de cuarto creciente, hacía casi imposible dudarlo. Su pelo brillante se derramaba como una antorcha mientras, como Simón el Mago, se zambullía de cabeza pared abajo. Dos demonios con piernas delicadamente peludas lo agarraban, uno asiéndole de la muñeca derecha mientras su compañero lo cortaba con unas tijeras.
Era el detalle de pintura medieval más extraordinario que había visto jamás, y se anticipaba a los Breughels en cien años. ¿Qué le había empujado a dar, en ese único detalle, ese inmenso paso más allá de su tiempo?
Heme ahí, pues, en ese día memorable, sabedor de que tenía una obra maestra en mis manos, pero apenas dispuesto a admitirlo, como un niño glotón que saquea los mejores bombones de la caja. Día a día, mi modo de evitar aplicarme a la totalidad era prestar una atención exagerada a las partes. Luego, ya avanzada la tarde, cuando el sol poniente entraba por la ventana partida para iluminar brevemente la pared, retrocedía un paso sin dejar todavía, intencionadamente, que mis ojos la enfocaran. Entonces miraba.
Aquello te dejaba sin respiración (al menos, a mí). Una tremenda cascada de color, en la que caían los azules del ápice para romper a hervir en una turbulencia de rojo. Como todas las grandes obras de arte, te sacudía con la totalidad antes de engatusarte con las partes.
Una noche, estaba yo tan absorto con aquello que no oí a Moon subir la escalerilla, pero no me sobresalté al verlo a mi lado. Cuando, unos instantes después, habló, estaba claro que también él se había quedado absorto."

James Lloyd Carr
Un mes en el campo



"James Lloyd Carr, un editor de grandes mapas y pequeños libros que, en su vejez, escribió inesperadamente seis novelas que, aunque muy bien pensadas por un pequeño grupo de partidarios de la literatura y por él mismo, fueron debidamente ignoradas por el mundo literario."

James Lloyd Carr



"Recurrí a él con el problema de cómo lidiar con la multitud que se esperaba para el partido contra el Hartlepool, y él inmediatamente me adelantó cuatrocientas libras para los trabajos que tuvieran que llevarse a cabo para la protección del campo, y me dijo que podría recuperar parte del dinero convirtiendo dos grandes prados que había a la entrada del pueblo en aparcamientos temporales. Y sin consultarlo con ellas, ofreció a la señora Fangfoss y a su hermana para servir té en el campo que había un poco más lejos, para que la gente no intentara salir toda a la vez por la única carretera que tenía el pueblo.
El miércoles por la noche, dos de sus jornaleros, a los que había apartado de la carga de la remolacha, ya habían fortificado el campo de Parson’s Plow con una valla formada por seis travesaños con alambre de púas tras un seto de espino y otra alambrada en su interior. Mandó quitar la puerta del campo y reemplazarla por una valla alta con tablas de más de centímetro y medio de grosor, que únicamente dejaba dos huecos por los que solo cabía una persona cada vez y de lado. Mientras, su amigo el señor Burgoyne, un albañil de Barchester, montó alrededor del campo de juego dos gradas con tablones en tres niveles: el primero pegado al césped, otro un paso más arriba y uno por encima de este último. Pero todos los niveles se venderían al mismo precio. Calculamos que podríamos tener seiscientas personas de pie a cada lado del campo y trescientas en cada extremo.
El suegro de Alex, el señor Croser, accedió a cobrar en uno de los huecos de entrada y el señor Issitt, el recaudador de impuestos del distrito, en el otro (a cambio de unos honorarios que ascendían a una libra). A mí me liberaron de todas las demás tareas para que pudiera ocuparme de cualquier imprevisto. Con ese fin establecí un sistema de mensajeras que me proporcionó Maisie Twemlow.
Como el señor Fangfoss no permitía que se cometiera ningún delito en Sinderby, no teníamos alguacil, pero le pidió al sargento Kettlewell, del puesto de policía de la mina de Cascob, que viniera a echarle un ojo al campo. La red de informadores del sargento, formada por los dueños de los bares de la zona a cambio de que él fuera flexible con la hora de cierre, estimaba que habría suficientes asistentes locales para llenar las mil ochocientas localidades, y que cabía esperar que los aficionados que vinieran en los autobuses desde Hartlepool y llegaran demasiado tarde crearan cierto alboroto. Pero al sargento le pareció que su presencia en el interior del campo y la del agente Codd en el exterior serían suficientes para intimidarlos."

James Lloyd Carr o J. L. Carr
Cómo llegamos a la final de Wembley








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