José Carlos Llop

Amor

Decir mi vida
y que sea verdad

José Carlos Llop



"Aquella mañana, mientras me afeitaba, sonaba en la radio la canción «Henry Lee», de P. J. Harvey y Nick Cave. Lo recuerdo porque al oírla empecé uno de mis ejercicios habituales al despertar: establecer antecedentes, referencias y analogías en la duda de si acortar las patillas medio centímetro o dejarlas tal cual. Fui enumerando: de entrada la balada de Leonard Cohen «Joan of Arc», que es la indudable matriz de «Henry Lee»; pero después está La leyenda de la ciudad sin nombre, no sé por qué pero está: quizá porque hay algo en el tono de esa canción de P. J. Harvey y Nick Cave donde asoma la revisión años setenta del Far West —Los vividores, Pequeño Gran Hombre, Pat Garrett & Billy the Kid…— y detrás, como está Cohen, están Spoon River, de Edgar Lee Masters y el poema «Annabel Lee», de Poe y no por el apellido. La diferencia es que el amor en la canción sólo figura en el tono y su pretexto es un capricho, que además acaba mal y demasiado rápido. En la conciencia del amor siempre está su carácter efímero, pero cuando hay muerte, es tan melodramática que creyendo que magnifica el amor al fijarlo en el tiempo, sólo le resta presencia y va disminuyéndolo progresivamente. La muerte, cuando aparece, barre con todo lo demás. La historia y su escenario se cubren rápidamente de polvo.
Pensé que ésta podría ser la prueba evaluatoria de la semana, el maldito Plan Bolonia, que tanto tiempo nos ha robado y roba. Les haría escuchar la canción —que algunos de ellos ya debían de conocer— y les pediría que dibujaran un mapa de sugerencias a su alrededor. Como los anillos de Saturno. De esta forma conocería su capacidad de relacionar arte y vida —no otra cosa debería ser la enseñanza universitaria: arte y vida, ciencia y vida, pensamiento y vida…— y mediría la cercanía, o no, entre su cultura generacional y la mía, que es una de las curiosidades de cada comienzo de curso. Es decir, el establecimiento de un punto de partida para la posible y cada vez más difícil relación especular entre alumno y profesor.
Hablo de conocimientos, claro, pero nunca se sabe cuándo llega el interesante complemento, dirían algunos de mis compañeros y no refiriéndose al de productividad. Los mismos que dan la tabarra a las alumnas con versos de Gil de Biedma, puro cuento, guiñándoles un ojo como chulos de feria en el bar y pidiendo otra ginebra a lo Bogart, mientras colocan su zarpa en la cintura de la chica y se lanzan al abordaje con un prometedor notable como sable entre los dientes. Falsificadores que nunca antes de subirse a una tarima habían triunfado, tan habituales como su flexibilidad dorsal ante cualquier cargo, la codicia conspiratoria por ocuparlos, o sus pretensiones narcisistas y los disfraces que las adornan: Shylock, Robin Hood o Enrique VIII, según la procedencia del doctorado. O su misma condición vampírica: el usufructo sexual de la juventud de sus discípulas como elixir para impedir el envejecimiento y la apropiación de sus trabajos de campo para hinchar el propio expediente curricular. Vicios académicos, en fin y tantas veces la causa de que me preguntara qué estaba haciendo ahí. Por qué no escapaba, como Chatwin, por ejemplo, en busca de una piel de saurio del Pleistoceno, de los cantos bizantinos o de un coleccionista de porcelanas Meissen, en vez de continuar en mi despacho, como un inválido tras la mesa. Opcional al principio; después ya no. En el imaginario de toda vida siempre se esconde la huida, la desaparición, la invención de otra vida distinta. Siempre. Y el consuelo está en el cine, en las canciones, en las novelas… pero sólo es un consuelo y lo sabemos. De momento «Henry Lee» había servido para más de lo que habrían imaginado sus autores y aquella mañana me dejé las patillas tal cual estaban."

José Carlos Llop
Oriente



Casa abandonada

He vaciado la casa de mis padres,
el mapa de los vientos
y las corrientes oceánicas.
La vida es una postal
y tres líneas escritas
sin esperar nada a cambio.
Yo conozco las palabras
que encierran esas líneas.
He vaciado la casa de mis padres:
ahora todo es viento
ante una puerta cerrada
y mis ojos que miran
hacia ninguna parte.
He vaciado la casa de mis padres,
el mapa de los vientos
y las corrientes oceánicas.
No he encontrado mi vida.

José Carlos Llop



CIVILIZACIÓN

Hace algunos meses, heredé

diferentes prendas de un amigo

muerto: un par de chaquetas,

una gabardina inglesa y varias camisas.

Mi amigo y yo, cuando él aún vivía,

dábamos largos paseos por la ciudad.

Una vez murió, al ponerme su gabardina

y salir de casa, tenía la sensación

de que continuábamos paseando juntos

por las mismas calles o frente al mar

y la nueva soledad no lo era del todo.

Al revés: había una complicidad distinta

e invisible a ojos de los demás,

que yo reforzaba al meter las manos

en los bolsillos y seguir adelante. 

Hoy es un bochornoso día de verano

y llevo una de sus camisas, azul pálido

y de manga corta. Con bolsillo:

‘las camisas han de tener bolsillo’, decía.

Hace un rato me he desabrochado

uno de los botones del pecho

y en el gesto del pulgar y el índice,

de repente, le he visto a él,

haciendo lo mismo. No sé si ver

es el verbo indicado; sentir

estaría más cerca de su significado.

Eso suele ocurrir

con los padres muertos, pero desconocía

que con los amigos pudiera pasar

también. Y al mirar de comprenderlo

-que es otra forma de contar

y de contarnos a nosotros mismos-

he visto en ese gesto el fino hilo

de la civilización.

Antiguamente,

en los patios de las casas nobles

y de mercaderes de mi ciudad

(que acabaron confundidas),

se repartía la ropa de los muertos

en una especie de subasta,

que aseguraba la continuidad

de su uso y también un sentido

práctico frente al lado hostil

de la vida.

Pero no hablo

de ese aspecto de la civilización.

En el gesto de índice y pulgar

que ha invocado a mi amigo

estaban las tablillas del escriba,

los retratos de Al Fayum,

la estructura de la casa romana,

el evangelio de San Marcos,

el taller de Brueghel El Viejo,

el café y el tabaco, el vino y el té,

los salones del Dieciocho,

el quinteto para cuerda de Schubert,

las terrazas de los bares, los viajes,

la Bauhaus, París, Bob Dylan…

En un solo gesto sobre esa prenda

heredada, está todo eso y más.

Se llama memoria del hombre

y es una nebulosa donde el hombre

es todos los hombres y es el mismo,

envuelto en pieles en una cueva

que en una base espacial que gira

como un vals alrededor de la Tierra.

Al fondo, la invención de los afectos,

que nos hace sentirnos menos solos

y una camisa de verano, azul pálido,

de manga corta y con bolsillo.

José Carlos Llop




"Durante varios años acompañé a mi madre al mercado. Durante varios años soñé que acompañaba a mi madre al mercado. Ambas cosas son distintas, no tanto porque una ocurriera y la otra la soñara —que es otra forma de ocurrir—, sino porque el mercado real y el mercado del sueño eran distintos. Uno era el mercado del Olivar, que es el mercado central de Palma. El otro parecía un zoco de El Cairo o un gueto centroeuropeo formado por casetas de madera con amplios aleros que filtraban el paso de la luz solar y donde los alimentos —de verduras a animales vivos— se combinaban con puestos de feriantes: nubes de algodón, tiro al plato, zíngaras echando las cartas.
En aquel sueño —que me ha visitado durante años— mi madre y yo entrábamos en el mercado por una esquina de la plaza Mayor. Siempre la misma esquina, donde hubo una peña taurina. Tras ella —en la realidad, no en su doble soñado— quedaban los payeses que bajaban a la ciudad los sábados, robustos y rudos, de gruesas manos, corta estatura y rostros enrojecidos, como personajes de Hogarth sin peluca ni casaca. Los payeses movían los dedos de sus manos haciendo extraños signos cabalísticos. Cuando le pregunté, mi madre me respondió que aquellos signos pertenecían al lenguaje de las subastas. De grano, animales, almendras, olivas o algarrobas, según la época. Recuerdo que al movimiento de manos —rodeando en ocasiones fajos de billetes— le acompañaban gestos faciales, sonidos guturales, rostros serios, risotadas o blasfemias a veces. Muy cerca pululaban mujeres solas con bolso tambaleante, vestidos ceñidos y cigarrillos en los labios, muy rojos. Recuerdo que el pelo de esas mujeres nunca era bonito y que sus pantorrillas eran muy musculosas, como de ciclista. Algunos payeses, tras el trato, se separaban del círculo comerciante e iban en su busca. En busca de las mujeres, que hablaban una lengua distinta a la de los payeses. Al fondo, la noble fachada del hostal Perú, con su largo mirador de madera, sus faroles de latón y sus letras doradas sobre cristal negro. El hostal Perú, donde antes de los veinte años me inventé que habían pasado una noche tormentosa Natasha Rambova y su marido, el gran Rodolfo Valentino, durante una de sus estancias palmesanas.
Pero regreso al sueño, porque este pasaje no le pertenece. En aquel sueño —donde los payeses y las prostitutas, el hostal Perú y la tertulia taurina, la Rambova y Valentino, tan reales, nunca aparecieron— mi madre y yo nos introducíamos en el mercado entre los haces de polvorienta luz solar que se filtraban a través de las tablas y la oscuridad del suelo, donde se podía pisar cualquier cosa. Digo introducir y no entrar porque la sensación —siempre por la misma esquina, siempre bajo la mirada de un hombre con aspecto de jenízaro— era idéntica a introducirse en un laberinto. La atmósfera de los pasillos era espesa y de un color canela muy uniforme. La madera de las casetas era del mismo color. De vez en cuando se llegaba a un cruce por donde sí entraba el sol formando una plazoleta de luz. No había pescado en aquel mercado. Nunca había pescado y tampoco mi madre hacía la compra en él. Sólo deambulábamos, como a la búsqueda de algo que no llegábamos a encontrar. Pero la frecuente presencia de aquel sueño, ya de adulto, me hacía pensar en ciudades desconocidas —El Cairo, Fez o un barrio judío pintado por Chagall— de manera parecida a cuando soñamos con alguien que ha muerto hace ya tiempo. Como si nos visitara en un territorio neutral, único posible de encuentro para ambos. Los sueños son a menudo el desagüe de la realidad. Pero ¿y al revés?
Hace muy pocos años —tres o cuatro, tal vez— se publicó un libro más de esos que se editan cíclicamente en todas las ciudades con fotografías de la Palma que fue (yo mismo publiqué uno en 1990). En una de ellas se ve el viejo mercado de la plaza Mayor, del que desconocía por completo su existencia. Sabía del antiguo mercado de la plaza que lleva su nombre, junto a Can Berga, que, junto al nombre de Ca La Gran Cristiana, parecen apelativos de Malta, Venecia o Corfú. Y creía que El Olivar —al que durante varios años acompañé a mi madre— había sido su sustituto. No recuerdo que nadie me hablara de un mercado en la plaza Mayor. Recuerdo los jardines de esa plaza, la fuente central y la parada de taxis —como cabs londinenses en miniatura y disfrazados de cebra— a su alrededor. Pero no un mercado y mucho menos un mercado hecho de largas casetas de madera, con telas y esteras de esparto cubriendo sus pasillos, como en un zoco o un gueto centroeuropeo, que era el que aparecía en la fotografía. Tan parecido al del sueño que tuve durante años y que dejé de tener el día en que la vi en ese libro por primera vez. Nunca más he vuelto a soñar que iba a ese mercado donde mi madre y yo nos reuníamos de madrugada, mientras los demás duermen."

José Carlos Llop
En la ciudad sumergida



El mantel ruso

Esto quiero que sea mi vida para ti:
este mantel de colores, las confituras,
el pan y la leche, blancos; las tazas de té
y los pájaros que juegan en los naranjos.
Que es a esta hora de la mañana,
cuando el sol tiñe el jardín con luz benigna,
la hora en que todo se empieza
por vez primera y nada puede dañarnos.
No dejes que el torvo rostro del mundo
salpique de miserias nuestro desayuno.
Que tus ojos se detengan en los míos
y lean que es para ti todo lo que he escrito.
Y las sombras que hayamos conocido
serán sólo migajas sobre este mantel ruso.

José Carlos Llop



"El poema surge en soledad, estando solo miras el mundo con más intensidad que acompañado, piensas mejor que cuando estás con gente y cuentas mejor los versos que estando pendiente de otras personas. La soledad es absolutamente esencial en el oficio de escribir. Hay otra soledad que es la de la edad madura. No hablo de la soledad creativa sino de la manera de vivirla a medida que se va cumpliendo años. La de la edad madura es más solitaria, porque se trata de la asunción de la soledad como territorio propio y el rechazo de aquello que ya no te interesa y que te ha generado más soledad."

José Carlos Llop



"El poeta tiene muchas voces. La voz propia del poeta puede hablar de otras voces. No digo que hable con voces distintas. En este caso la voz es única. Hay poemas en los que hablo de otra persona y le cedo la voz. Es el caso del poema sobre la muerte de Márai, o el del padre del armenio y para el que utilizo un recurso poético muy normal, como lo puede ser el empleado por Edgar Lee Masters con sus epitafios. Pero la voz que está hablando de Lawrence Durrell o de no moverse de Palma a la hora de decidir el lugar donde vivir, esa es la misma."

José Carlos Llop



El tiempo de los poetas

Los poetas nombran el mundo
y así renace en cada poema.
Conocen el desierto y las estrellas,
pisan la nieve virgen en pos
de un ave albina o un oso blanco.
La verdad los ilumina sin que sepan.
Navegan en el barco de Ulises,
comparten su lecho con Helena
y no temen el grito de Aquiles.

Nadie sino ellos conoce su secreto.
Caen ciudades, reyes, civilizaciones.
Mueren lenguas y escrituras;
como el amor mueren.
Y como el amor permanecen
los poetas en el tiempo:
un tiempo que nunca les pertenece,
aunque sean ellos quienes lo crean.

José Carlos Llop




"En un poema nada es fruto de un cálculo."

José Carlos Llop



"Hago una poesía que oscila entre lo figurativo y lo meditativo. Todo poema es un hallazgo y también un lugar de encuentro. En sí es un cuerpo independiente del poeta donde se ve y se encuentra el lector. Y en ese sentido sí, es un hallazgo y un encuentro."

José Carlos Llop



"La poesía habla esencialmente de otros temas. Bueno, hay tres cosas inherentes: el amor, el tiempo y la muerte, con el añadido de que el tiempo es siempre coautor del poema. Normalmente los poemas se producen por acumulación. Cuando la acumulación ya está hecha viene la revelación del poema. Uno no es poeta las veinticuatro horas del día. Lo es en el momento en que se está escribiendo un poema o en el que piensas en él. Puede suceder algo en la vida que te impacta lo suficiente como para que dentro de ti se forme una estalactita que, cuando salga, lo haga en forma poética. Pero necesita tiempo, que es el factor que, como digo, ejerce de coautor y colabora con el poeta."

José Carlos Llop



"Pero antes, a babor, había algo que no he citado, que no podía citar entre las líneas anteriores y que sin embargo estuvo ahí siempre. Cuando llegué, mientras viví en la ciudad y al marcharme. A babor estaba la ciudad de los muertos, Montjuic, el monte de los judíos. Porque Barcelona recibe al pasajero con sus muertos sembrados en abanico en la ladera. Los muertos contemplan al viajero que llega, atrapado en las aguas muertas del puerto y el puerto es una Estigia más, sólo que yo, entonces, no lo sabía. Aunque Puig Antich fuera uno de los enterrados del Monte de los Judíos, no pensaba en el puerto como en la Estigia, ni en las gaviotas como mensajeros de un lado y de otro: mensajes del reino de los muertos al reino de los vivos y al revés. Y luego un puesto de la Guardia Civil y un agente dando el alto.
Barcelona era una ciudad de árboles y edificios sólidos y muy bellos, ennegrecidos por el humo y el hollín industrial. Barcelona era una ciudad gris marengo y verde -todas las gamas del verde trepando hacia el cielo-, cruzada por bonitos taxis negros y amarillos. Barcelona olía a electricidad y a una niebla transparente que surgía de las bocas del metro e impregnaba la ropa. Barcelona era una ciudad de cúpulas y estatuas y columnas y templetes neoclásicos. Barcelona era una ciudad donde las enredaderas se habían hecho de piedra esgrafiada y los suelos de sus casas parecían alfombras orientales tejidas con ladrillos y mosaicos de colores. Barcelona era una ciudad donde la arquitectura racionalista elevaba aquí y allá su modernidad en una especie de juego berlinés camuflado entre el Modernismo. Las maderas de las ventanas estaban pintadas de blanco y las galerías y miradores y balcones hablaban de la vida interior de las casas: en el deseo habitaba la imaginación de que esa vida era más europea."

José Carlos Llop
Reyes de Alejandría



"Septiembre es el final del esplendor del verano. Pero es el final que estamos viviendo en el final. No es que haya entrado el otoño, no es que hayas traspasado el verano, no es que estés en una nueva época de tu vida porque el estío finalice. Aún le queda un rayo de sol al verano. Es una luz más dulce, más inteligente, más sensual, más provechosa y, por otro lado, ya puedes ver lo que puede ser el comienzo del otoño. Es el adiós al esplendor del verano de la vida. Todos los poetas decimos «hola» y «adiós» a las cosas que merecen ser saludadas y despedidas."

José Carlos Llop





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