Luigi Malerba

El chiquitín

A través de las paredes acolchadas llegaban ruidos, regañinas, lamentos y alguna que otra carcajada. Las paredes amortiguaban los ruidos, las aguas los reflejaban y creaban alegres efectos de eco en los que aparecían vocales, sílabas, silbidos, consonantes simples y dobles, diptongos, balbuceos, gorjeos y otros sonidos. El chiquitín estaba allí acurrucado al calor y dormitaba de la mañana a la noche sin preocupaciones, sin problemas. No sólo no se consideraba preparado para salir al mundo, sino que, por el contrario, había decidido que permanecería en su refugio el mayor tiempo posible.

Las noticias que llegaban de fuera no eran nada buenas: frío en las casas porque faltaba el gas-oil, muchas horas a oscuras porque faltaba la electricidad, largas caminatas porque faltaba la gasolina. También faltaba la carne, el papel, el cáñamo, el carbón; faltaba la lana, la leche, el trabajo, la leña; faltaba el pan, la paz, la nata, la pasta; faltaba la sal, el jabón, el sueño, el salami. En resumen, faltaba casi todo e incluso un poco más. El chiquitín no tenía ningunas ganas de salir y de encontrarse en un mundo en el que solamente abundaba la catástrofe y el hambre, la especulación y los disparates, las tasas y las toses, las estafas y las contiendas, la censura y la impostura, la burocracia y la melancolía, el trabajo negro y las muertes blancas, las Brigadas Rojas y las tramas negras.

“¿Quién va a obligarme a entrar en un mundo así? -se dijo el chiquitín-. Yo de aquí no me muevo, estoy muy a gusto, nado un rato, me doy la vuelta de vez en cuando y luego me adormezco. Hasta que no cambien las cosas yo de aquí no me muevo”, se dijo para sí. Pero no sabía que no era él quien debía decidir.

Un día, mientras estaba dormitando como de costumbre, oyó un gran gorgoteo, extraños movimientos y crujidos, después un motor que silbaba, una sirena que pitaba, una voz que se quejaba. ¿Qué estaba ocurriendo? El chiquitín se acurrucó en su refugio, intentó agarrarse a las paredes porque notaba que se escurría hacia abajo y no tenía ningunas ganas de ir a un lugar del que había oído cosas tan terribles. Intentaba estar quieto y, en cambio, se movía, resbalaba. De repente notó que una mano robusta le cogía de los pies y tiraba, tiraba. Al llegar a cierto punto ya no entendió nada más; se encontró bajo una luz deslumbrante y tuvo que cerrar los ojos. Movió los brazos como para nadar, pero a su alrededor estaba el vacío, el aire, la nada, sólo dos manos que le sujetaban con fuerza por los pies, con la cabeza hacia abajo.

“Pero ¿qué quieren de mí? -se preguntó el chiquitín-. ¡Qué maleducados! ¡Me tienen cogido como un pollo!”. De pronto le dieron dos azotes en el trasero desnudo. “Pero ¿qué mal os he hecho? ¿Por qué os metéis conmigo?”. Se puso a gritar con todas sus fuerzas. Quería protestar, aclarar la situación, contestar, criticar, pero de su boca sólo salieron dos vocales y dos signos de admiración. A su alrededor oyó voces de gente que parecía contenta, quién sabe por qué. Él, no, no estaba nada, nada, nada contento.

Luigi Malerba




"Negros pajarracos vuelan bajo, giran y giran alrededor del cortejo militar como si les llegase olor a carroña. La soldadesca, abrumada por el calor y la fatiga, da un paso hacia delante y dos de través, pero el cortejo, no se sabe cómo, avanza de todos modos, se desliza lento como una gran serpiente en el llano, entre los campos de sorgo, las viñas emparradas y los olivares.
Caballos y caballeros, soldados de a pie y carromatos van recubiertos de una fina capa de polvo blanquecino, de suerte que se confunden con el blanco del camino y casi desaparecen de la vista. La campiña en torno parece despoblada como si hubiera pasado la peste o alguna otra calamidad, pero son los hombres armados, terror de la tierra, los que alejan a las gentes incluso cuando a duras penas se sostienen en pie debido al agotamiento del viaje. El cielo está nublado a trechos por aludes de mosquitos sumamente molestos que se lanzan a chuparles los ojos a los caballos y a los soldados, ya medio ciegos por el polvo. Es debido a este cegamiento general que provocan el polvo y los mosquitos por lo que el cortejo del marconde Belcebundio de Cagalanza se ha extraviado en la llanura del Tíber.
A esta hora, que sería la tercera después del mediodía, aún no se ha llegado a avistar el castillo de Trespelotas, de cuius Belcebundio ha de tomar posesión como bien dotal recibido de Bernarda, dilectísima hija del rey de Montecipotón. Dentro de la carroza con la corona plateada pintada en las portezuelas van precisamente Belcebundio y Bernarda encerrados, oprimido Belcebundio por el considerable volumen de la consorte, desbordante y sofocada de calor.
Delante de la carroza marchan con paso tortuoso los soldados que para la ocasión han sido nombrados trompetas, tambores, portaestandartes, abanderados, ballesteros, alabarderos, podadores, pajes y escuderos pese a carecer por completo de dotación de trompetas, tambores, estandartes, banderas, ballestas, alabardas, podaderas y demás guarnición propia de un cortejo militar, aunque todos ellos igualados y blanqueados por el polvo."

Luigi Malerba
Burlerías y jerigonzas del hambre en el harto afamado feudo de Trespelota















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