Manuel de Lope

"El abogado colgó el teléfono de baquelita. Se quedó unos instantes mirando aquel artilugio de otros tiempos, negro y pesado como un teléfono de piedra pintado de negro. Luego levantó de nuevo la vista hacia el chalet vecino pero el doctor ya había desaparecido. O se había vuelto a sumergir detrás de las hortensias. Entonces se levantó y fue a abrir la puerta del gabinete para comprobar si en efecto la vieja estaba escuchando detrás. No había nadie. El pasillo de la casa se prolongaba en sombras y sólo se escuchaba un vago rumor metálico. La vieja estaba en el salón limpiando la vajilla y el servicio de alpaca. La vieja Etxarri cuidaba de la cubertería de la casa como si fuera suya, y desde luego lo era. El abogado volvió a cerrar la puerta y se sentó frente a sus libros. Sintió un vago deseo de estar en Madrid, o en cualquier sitio, pero no en aquel lugar.
No podía concentrarse. Al cabo de un rato dejó los libros y fue a ver a la vieja. Suponía que había estado escuchando detrás de la puerta. En cualquier caso, ¿qué le importaba al doctor? La sirvienta estaba en el salón pasando vinagre con un trapo a un juego de varias docenas de cubiertos de un servicio completo, salvo las cucharillas de café, que eran de un juego distinto. Los estuches forrados de terciopelo granate estaban abiertos encima de la mesa. Cubiertos de pescado, de carne y de postre. Ella suponía que los cubiertos eran de plata. Puede que fueran de baño de plata. Había disuelto aspirinas en el vinagre. El vinagre con aspirinas los abrillantaba. Goitia se detuvo sin entrar en el salón y no supo articular palabra. Era evidente que la vieja Etxarri había escuchado detrás de la puerta, porque ya llevaba muchos años haciéndolo en muchas otras circunstancias. Además, aquella casa, aquel chalet de Las Cruces era su casa, lo mismo que los cubiertos de plata. Goitia balbuceó una excusa."

Manuel de Lope
La sangre ajena



"El presidente asintió con la cabeza como paralizado de los cuatro miembros. Sus ojos, blancos y dilatados, estaban inmóviles en algún punto del espacio. El Duque, muy satisfecho del efecto producido, le dio unas palmaditas en el hombro. Luego alzó la copa para saludar a algún íntimo en la distancia. Volvió la espalda al presidente de la futura granja y se alejó.
Estaba previsto que la orquesta empezara a tocar a las diez y alegrara la reunión con música hasta las dos de la madrugada. La fiesta no había de prolongarse más, contra lo que era habitual en Marbella, donde se amanecía bailando entre brazos lánguidos o con baños promiscuos en la piscina. Entre las costumbres del Duque, como entre las grandes fieras, estaba la de dormir mucho y acostarse temprano. Hacía rato que todo el mundo había llegado y la orquesta había empezado a tocar. Emboscado entre los matorrales, Hércules observaba la reunión. Desde el punto de vista del perro, los humanos se comportaban de forma mucho más ordenada que los perros, esto es, no se movían en jaurías, o por lo menos no en aquella fiesta, aunque el animal advirtió cierto agolpamiento en torno a la mesa del buffet. ¡Muslitos de tórtola confitados!, ironizó el perro. Quién sabe qué otros afeminamientos se ofrecían en aquella mesa. Como sus antepasados de los mosaicos de Pompeya, perros guardianes robustos y fieles, el animal sabía lo que era la decadencia.
La orquesta tocaba sobre un estrado. La componían cinco músicos, uno de ellos con trompeta. Hércules reconoció el instrumento. El oído sensible del perro sufría con los agudos de trompeta. Como todos los perros, odiaba a los pobres, a los uniformados y a las trompetas. Afortunadamente, aquella trompeta no se acercaba a la gama de agudos que a Hércules le obligaba a atacar. Otros movimientos llamaron su atención. Intrusos en el territorio de Hércules. Calculó, con la ancestral facilidad de los perros para contar ganado, que aquella reunión de humanos rondaba en total las cincuenta cabezas. Al fin decidió dejar su puesto de observación y efectuar una ronda. Una pareja se volvió al oír un rumor entre los matorrales. Era Hércules abriéndose paso. El perro recibió el olor almizclado del perfume que llevaba la mujer, en algo similar al de los orines de una perra del vecindario. Aquello puso al animal de buen humor.
Lejos de la orquesta la fiesta era un rumor de muchas voces sobre una partitura incoherente, como escrita por un loco para ahuyentar o aburrir a los perros. Hércules cruzó un macizo de begonias evitando dañar las plantas. Dejó la huella de sus patas, anchas y firmes como patas de oso, en la tierra blanda. Luego entró de nuevo en la parte selvática del jardín siguiendo unas sendas que le eran habituales. Llegó a la tapia. Siguió al trote a lo largo del muro y alcanzó la verja. Allí había hombres uniformados con arroma de proletariado superior. Apoyado contra la carrocería de un soberbio Rolls, un chófer examinaba el plato con la cena que había mandado entregar el Duque. Se le adivinaba suspicaz con el tenedor. Otros dos hombres sin uniforme, pero con el inconfundible olor de los uniformes, cenaban a dos metros de aquél. Otro escuchaba música dentro del automóvil con la ventanilla abierta y un botellín de cerveza en la mano. Otros más fumaban conversando. Hércules sabía que aquélla era otra reunión.
Súbitamente un chófer encendió los faros de su automóvil."

Manuel de Lope
Las perlas peregrinas














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