Mauricio López-Roberts y Terry

"Moría el día con pálidos reflejos azules. Una nube, detenida en medio del cielo apacible, se sonrosaba con un invisible rayo del sol poniente; las ramas del jardín frontero, cargadas de hojas, aparecían negras en la escasa claridad y el silencio del anochecer envolvía en quietud campestre aquel trozo de naturaleza encerrado en el marco urbano de la calle de San Blas, callada y tranquila, donde sólo se escuchaba el ensordecido rodar de los coches que pasaban por la de Atocha, dominado de vez en vez por el timbre claro del tranvía. Aquel panorama familiar aburrió a Leandra y le hizo volver la vista adentro, pero nada pudo ver, pues la habitación ahuyentaba con sombras crecientes la claridad moribunda, velándose con ellas en misteriosa obscuridad, donde los muebles desaparecían y las paredes grises se alejaban en la penumbra. La luz que traía Felicitas, iluminando el cuarto, le hizo aparecer como creado de pronto, con sus muros cubiertos de papel roto, ensuciado a trechos por el roce de las cabezas, su redonda mesa de nogal cubierta con un hule viejo y cortado, su aparador que no parecía guardar comestible alguno, sus sillas cojas y desvencijadas, y sus bodegones, aquellos cromos donde cangrejos, perdices, uvas hermosas y rojas granadas contemplaban irónicamente los medios limones exprimidos y arrugados y los mendrugos que vagaban por las tablillas del aparador."

Mauricio López-Roberts y Terry
La familia de Hita



"Sonaron las voces cantando vísperas. Las palabras litúrgicas se alzaban solemnes hasta la bóveda, que las conservaba resonando; las seguía la devota, esperando el fin de ellas para oír el ansiado nombre del donante. Concluyeron las oraciones, y mientras su eco retumbaba aún, desfilaron los sacerdotes arrodillándose ante el altar. Salió don Perfecto a poco, y en una de las puertas laterales le alcanzó Prisca; preguntándole a boca de jarro, llena de impaciencia:
-Dígame, señor canónigo, el nombre de ese señor; ya lo sabrá usted.
-El deán acaba de decírmelo. El generoso indiano se llama don José Alberto Mouriñas, es casado y tiene... ¡Se pone usted mala! ¿Quiere usted sentarse? -exclamó el cura viendo a la Mirla cerrar los ojos y tambalearse pronta a desfallecer. Las Santas nos amparen -añadió, sentándola en un poyo de piedra adosado al muro. ¡Se le pasa! Será un desvanecimiento.
Prisca se había dejado caer pesadamente en el banco; sus párpados seguían cerrados y más amarilla que nunca, no respiraba, pareciendo muerta, sin mover pies ni manos. Don Perfecto empezó a alarmarse. Aquellas viejas tan consumidas se iban al otro mundo en un abrir y cerrar de ojos, y acaso fuera aquél uno de esos casos, y nadie venía a quien pedir socorro.
-¡Jesús, Jesús, qué conflicto!
Al fin se reanimó algo la pájara y abrió los ojos.
-¡Vamos, ya pasó, no es nada! -decía el buen canónigo, aún no muy tranquilo; serénese usted, doña Prisca. Eso es debilidad. Está usted demasiado tiempo de rodillas; ya se lo tengo dicho.
-Mi vida entera debería pasar así -contestó muy excitada la otra-, de rodillas, para dar gracias a Dios por los beneficios que me concede."

Mauricio López-Roberts y Terry
Las infanzonas










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