Pedro de Lorenzo

"Amó a su tierra. Escribió las memorias de sus muertos."

Pedro de Lorenzo



"Apenas que las cigüeñas volvieron a su antaño, y los blancos recortes garabatean en el azul, sobre los tejadillos de la torre. Mis tierras, duras y calientes, componen recio paisaje ancho, fecundo. Encinares de apretada umbría; alcornoques desollados, de troncos de arcilla, rojos, porosos; y caminos calcáreos, que se alargan, ahilándose, como rayos de la gran rueda del horizonte. Espinos, campanitas, setos de ortigas y de zarzales. Y de pronto, en uno de estos solitarios caminos, un árbol roto, rebañado, un árbol seco; ni siquiera un árbol…"

Pedro de Lorenzo
Fantasía en la plazuela



"Lindera de la raña, La Jarilla se extiende en quebrada de jara y cancho. Y ponen su punto de verdad las palabras del ganadero: la caza huye de este país de tajos, rodales de madroño y suelo entretejido de las raíces del brezo, cubierto de una maleza de chaparra escuálida, hoja toda, hiriente que, ni para la fiera; inútil. Destella en los claros una que otra charca de aguas corrompidas, los ceniceros de algún rincón de monte, el cantizal calizo o las arenas del camino, tierra inerte. El cielo es un desierto y es implacable para la pieza y para el cazador. Las emigrantes han tomado otra ruta; es ya tiempo perdido apostarse en los viejos pasos ni en los abrevaderos; con instinto superior a la inteligencia, el pájaro ha abandonado la línea de esta devastación.
Los Álvaros han visto en el capitán un contendiente duro. Ahí su tensión, y aun gustosa, en la prueba de fuerzas de este encuentro. Don Bonifacio es hombre como de cincuenta años, aunque por los de su hijo más deba de aproximarse a los sesenta; de complexión recia, trae la talla mediana, ancho el rostro rojeante, visigodo; rayado a finos cortes el pestorejo.
La Jarilla le es propiedad, apenas para la caza y lamentaciones. El norte de los Álvaros está en poseer la tierra que se pueda: cuanto más, mejor. Lo que ningún Álvaro en su juicio pretendería es cultivar esas tierras; las aproveche el ganado, y ya valen. La tierra inculta no paga; todo, pues, ganancia. Labrar es un trabajo, un riesgo, un impuesto: es decir, un triple disparate. ¿Y quién rotura un terreno de monte sin monte, ni río, ni subsuelo?
Para don Pedro La Jarilla es una apoteosis de la raña de Los Naipes. Ha desbrozado, y piensa en el descuaje de las rozas. Sin prisa; la raña no entra en su plan de los tres naipes. Pero se basta con el sueño de esta fatiga de colonización: el mañana; transformar esa raña en finca de cultivo. Varias veces menor que La Jarilla, la raña es de calidades y características muy parecidas. No saldría a una puesta del jabalí, como en La Jarilla. De cazar, tiene posibilidades de coto menor insospechadas.
Los Álvaros en La Jarilla meten ganado hasta en el monte joven. De cuando en cuando un incendio, para más pasto. La corta, al año, de leña y carboneo por las carretadas que hagan falta. Y va la quebrada viéndose matosa del jaguarzo y la jara: la jara en primavera de flores de gran corola blanca y el toque de sanguina en cada uno de los cinco pétalos; el brezo de la flor pálida y el brezo común, rosa; escaramujo, retamares: la retama albar, la retama de bolitas amarillas, la negra retama de los escobones; madroñeras de hoja lustrosa; lentisco. El regatillo que la cantaba, se cegó. Aunque no se vea, todo es baldío; sucio, para más baldío."

Pedro de Lorenzo
Los álamos de Alonso Mora



"Y no hacían nada. En algún otro término del partido las cosas fueron a mayores. Fincas de muchas fanegas se vieron invadidas violentamente. Fincas en posío de siglos. Era a veces un disparate, y era visible: el subsuelo de Extremadura es pizarroso; por eso el agua, que la hay, no corre, ni se filtra; es pizarra impermeable. Y se forman las charcas, de las que viene con el verano el paludismo: tercianas, cuartanas, una malaria atroz. Esas fincas no se dejan labrar; no tienen suelo; es una lámina vegetal mínima, para sólo pasto.
Pero lo invadían y lo arrasaban todo. Fue muy comentado un artículo sobre la destrucción de un retamar precioso en Don Benito: «Las retamas». ¡Ah! Que usted lo ha leído… Un retamar para recreo y caza y que, de la mañana a la noche, quedó calcinado; arrancadas las cepas a pico y hacha, y finalmente en llamas toda aquella hermosura. Pero el artículo, ¿verdad?, tremendo; era del dueño de aquel retamar, un escritor muy fino, entonces nada de derechas, y que, como lo escribió con sangre, le salió de antología.
Lo peor era la violencia. Porque tenía usted el asentamiento de orden gubernativa, hasta de cien días, que en muchos casos eran la ruina. Asentamientos a lo mejor para limpiar de grama una tierra improductiva. Pretextos, ya comprende, quizá necesarios, quizá por sólo un reparto de parados.
No discriminaban. A mi padre, en las últimas de su hacienda y de su vida, le impusieron unos asentamientos. Al abandonar el pueblo por seguir más de cerca mis estudios, se desprendió mi padre de las fincas: olivar y dos cercones de pasto y montanera. Se reservaba unas fanegas de leña, es decir, tierra de monte con encinas; y la bodega, las viñas. Nada, como usted ve.
Pues le conminaron a que explotara esas miserias, la encinera y la vid, plagadas de grama. Obedecer equivalía a quedarse sin las fincas: no podían producir, se hiciera lo que se hiciera; ni para gastos; no le digo si a ello se le suma el jornal de los asentados. Cuando mi padre vendió, para irse a Alcándara, el costo de vida de la capital no le consentía mantener la casa con sólo su paga de retirado. Lo que pudo, no lo vendió. Y a eso es a lo que entonces atacaban.
Claro, recurrió. Teníamos un gobernador general de Extremadura. En el oficio se le obligaba a mi padre a ocupar media docena de braceros, o a pagarles el jornal. Eso, la muerte de mi madre, mi boda y alejamiento, el golpe del diez de agosto en que viejos compañeros se implicaron y perdieron cuando no la libertad la esperanza, le quitaron toda ilusión a su vida. Se dejó morir."

Pedro de Lorenzo
Gran café



"Yo, yo miserable. O saldrán camino de América: la cátedra, el bufete. Está doña Cristina, la salud de la señora, tan delicada… Jimena, ¡este silencio! Odiarme no, Jimena. ¿La quise? Aurora, ¿basta para crear un amor? Nunca me he explicado mis relaciones con Jimena. Los descuidos. Su entrega. Hasta ahí, de acuerdo; nos empujaba al uno contra el otro, ¡no contra!, a uno y otro la desesperanza, el límite de la nada. Por qué se plantó en Alcándara, ya no. Era lógico amarse en una celda; se llama eso fatalidad. Pero ¡no se lo imaginaría! ¿Iba a pensarse dentro, que la dejaran pasar, conmigo horas y horas? El que no insistiera, que no me volviese a ver, a escribir… Una carta, la noticia de su estado, el nacimiento de la hija. ¿Vivirán con los padres de Jimena? O ¡qué cruel!: ¿vivirán? ¿Habrá otro hombre? La niña, ¡cómo he venido yo a desentenderme! Ni una fotografía de Jimena: la del carnet de aquel club deportivo, antes de separarnos, la reencontré pinchados los ojos, yo de permiso. He roto la fotografía. No dije nada a Catalina. La incomprensión tiene otro nombre: Catalina. Nunca le confesé mis intimidades. No vivo con Jimena. Si Jimena entra ahora por esa puerta, ¿yo qué hago?, eso. En mucho es como si mis actos los determinase Jimena: que los sepa y juzgue Jimena. ¿Se acabó el coñac? Aquí ya se detiene el pensamiento. Los papeles me regresan a la primera hora, camaradas de la primera hora… Ojeo, me distraigo; los debería quemar. ¿Qué pintan esos recortes, la carta de Catalina 18 de julio; la agenda del 36, con sus teléfonos y las crucecitas que voy poniendo a los desaparecidos del listín? Y hoy, ¿qué habrá pasado? El periódico, en La Bodega, ni lo miré: buscaba espectáculos, a dónde ir. Y ya está: Sala Blanca. Además, eran de ayer: noticias de antier. En Colombia hablan como en Centenera: antes de ayer, anteayer, antier. Me lo anunció el general; habré de ir a Colombia. Viaje de negocios a Colombia. En Colombia dicen antier. Y de quien se muere: «Pasó a la indiferencia»… ¡Recoño con el general: se las sabe todas! No, no he oído el parte. Y encima, ¡este silencio! En la guerra temblabas del silencio. Ni la calle, ni de las habitaciones, una sola sensación de vida. Estoy cansado. ¿Cómo irse al dormitorio así, con Catalina? Bajito: ven acá, radio, corazón, bajito que estamos en guerra y eres de auriculares, galena 1936, siempre pegada a mí. ¡Anda!, una estación de allá. Ahora, ahora. La una."

Pedro de Lorenzo
La soledad en armas









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