Alfonso Martínez Garrido

"No supo cómo, pero Mauricio se encontró de nuevo a caballo y, sin saber tampoco por qué, lo dirigió hacia el poblado. Ya estaba todo claro, muy claro: ¡las gusanas habían realizado la paridera en las entrañas del tío Jorge! Incluso aquella infinidad de larvas blancas que parecían nevar la tierra, los excrementos de las gusanas, confirmaban el maleficio. En la aldea, Mauricio sólo encontró esqueletos, de gentes y de animales. Identificó en su covacha el del viejo mestizo por el diente de plata que relucía en una calavera. Había dejado el caballo en la puerta y de pronto se le ocurrió mirar por la ventana hacia el Volcán de las Gusanas. Las temibles orillas de su cráter se hallaban ensabanadas, y de éste surgía titilando una pequeña humareda, como un mal presagio. Y sucedió de improviso, igual que llega el dolor por el costado de un ataque al corazón. El estrépito del volcán enmudeció el relincho del caballo que, ahora sí, escapó enloquecido hacia nunca se supo dónde. Mauricio quiso correr tras él, pero ya todo era inútil. De repente sintió el calor bajo sus pies, aquel terrible calor que en seguida le trepó por los tobillos, por las pantorrillas, hacia los muslos. Cuando intentó moverse, sólo dejó en el humo de su carne quemada un grito espantoso, mientras se desplomaba de bruces sobre la lava que se deslizaba arrasándolo todo hacia los cuatro ríos."

Alfonso Martínez Garrido
Las gusanas




"Pensó que si a él le hubieran profetizado alguna vez en el pasado que llegaría un momento en que se encontraría en la situación actual, pensó que, de cualquier forma, lo mismo que ahora no se hallaba preocupado, limitándose a contemplar las gotas de su sudor, mientras acariciaba suavemente a Moro, le habría importado muy poco y, desde luego, nunca se le hubiese ocurrido remediarlo con sollozos o luchando a brazo partido contra su destino. Ni él ni nadie iban a la guerra a morir. Pero el que muere en la guerra, como el que muere en la cama, es porque, quizás inconscientemente, lo desea, es decir, lo espera, lo teme, sugestionado ante la idea de la muerte. Mas él no moriría allí, pese a la situación y pese a que pensó que anteriormente había pensado que todos ellos eran muertos en pie, o, al menos, hasta que no muriera, hasta que no se supiera total, absoluta y realmente muerto, no se convencería de que la muerte no sólo se posa sobre los que la desean consciente o inconscientemente, sino también en el pecho de los que nunca en la vida han deseado morir. Lo lógico era morirse de viejo, a los ciento doce años, por ejemplo, cuando ya, cansado de la vida, al hombre le es indiferente la muerte, aunque, en casos excepcionales, incluso, uno se puede morir cuando le pasa un tanque por encima o a consecuencia de otro accidente siempre brutal, contra el que ni siquiera la sugestión de la vida puede. Pero nadie se moría, si no deseaba hacerlo, por causa de un sencillo tiro de fusil. Si a él le pegaban un tiro, lo que haría sería meter un dedo en la herida y apalancar para extraer la bala, luego se frotaría con algún potingue del botiquín, se enrollaría una venda, y a vivir como Dios manda. Recordó el tiro que mató al teniente que anteriormente había mandado aquella posición. ¿Y qué hizo el teniente cuando recibió aquel tiro? Sencillamente, dejarse morir; se dejó morir, porque quiso: porque, en lugar de pensar que aquella bala se podía extraer de su costado, si no metiendo un dedo y apalancando, sí con unas pinzas o cualquier otro artilugio de metal, lo primero que pensó fue que iba a morir y, naturalmente, se murió. Pero no le mató la bala, sino que se mató él mismo, o sea, su propio acto de sugestión, y de eso no le cabía al sargento la más mínima duda. Además, se dijo el sargento, Dios da la vida a los hombres para que la aprovechen en algo que merezca la pena, en alguna cosa que justifique el divino trabajo de Dios, y no para que se mueran cretinamente antes de hacer nada práctico. Y si a lo largo de los años se comprueba la inutilidad de un hombre, acaso se pueda perdonar su muerte, es decir, se le perdona en realidad, porque hay hombres que convencen durante su vida de que Dios (y que Dios le perdonase) no lo hace todo tan perfecto como debía ser. Pero morirse él, al sargento Merino… ¡Calla! A él le quedaban todavía muchas cosas por hacer en esta vida. De forma y manera que, caso improbable de que la muerte no constituyera un acto de sugestión, él no moriría antes de haber hecho todo lo que tenía que hacer, lo cual allí no podía hacerse, y de morir, sin embargo, quedaría demostrado, a su entender, que Dios (y que Dios le perdonase de nuevo), no sólo no lo hacía todo tan perfecto como debía ser, sino que realmente lo hacía todo mal, inútil y cruelmente mal, puesto que era inutilidad y crueldad el hecho de arrebatar sin compasión las vidas otorgadas a los hombres (pensó Merino que no por el ingenuo placer o satisfacción de otorgárselas, sino para que los hombres las utilizaran en esto o en lo otro), importándole un rábano que todavía no hubieran hecho con ellas lo mucho que tenían que hacer. ¿O acaso les creó Dios para morir solamente? No; no era justo suponer a Dios tan injusto. De modo que, ya que Dios les había creado para algo que no era solamente morir, para ser dignos de Dios en definitiva, y ésta era su más satisfactoria conclusión, bien estaba que se marchase o muriese todo hombre que hubiese cumplido el fin para que fue creado. Pero un tipo como él… No; no podía morir allí. Dios no lo consentiría. -Ahí viene el cabo- le dijo José-. Mala suerte tuvimos anoche, sí, señor. El sargento ladeó la cabeza y pensó por tercera vez que aquel calor era capaz de fundir el hierro e incluso las piedras."

Alfonso Martínez Garrido
El miedo y la esperanza

















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