Alice McDermott

"Durante años, los profesores estadounidenses han dado a los estudiantes lecturas para que se encontraran a ellos mismos, por lo que ahora hay toda una generación de lectores que piensa que tiene que buscar su propia vida en cada libro. Pero yo les digo: “¡Deja tu propia vida en casa y sé alguien diferente!”. Esa es la belleza de los libros."

Alice McDermott



"Hay algo misterioso en la literatura, imposible de traducir en la pantalla: la sutileza."

Alice McDermott


"Lo curioso es que muchas veces la vida nos sorprende con algo o alguien con quien no contábamos. Por esa razón titulé así el libro. Siempre hay alguien que no esperas que acaba por rescatarte. En algún lugar leí que usted se consideraba católica pero "no buena católica"."

Alice McDermott



"Los niños norteamericanos ya sólo leen fragmentos."

Alice McDermott


"Me estoy dando cuenta de que los alumnos, últimamente, se sienten perdidos, no saben qué deben ­leer, no tienen referencias, no saben de dónde beber culturalmente..., así que acaban por escribir de lo que les ocurre a ellos. Buscan mucho menos a su alrededor."

Alice McDermott




"Me gusta la metáfora de Brooklyn como lugar al que los nuevos inmigrantes llegaban por primera vez. Era un barrio de gente muy diferente que, sin embargo, tenían en común ser de otro lugar y querer ir a cualquier otra parte. Y eso es un territorio muy rico para cualquier escritor."

Alice McDermott



"¿No te alegra tener que ver a tus parientes solo en bodas y funerales?"

Alice McDermott



"Nos pusimos en pie y me señaló de nuevo la puerta sin pronunciar palabra. En el vestíbulo de paredes artesonadas extendió la mano. Aquellas manos grandes y suaves suyas brindaron un apretón cordial. Aquellas manos eran las mismas que habían recibido el cuerpo consumido de mi pobre padre. Justo detrás de él, vi una estancia con sillas y flores y el borde de un ataúd resplandeciente. Con el libro grueso apretado contra mi pecho como si acabara de volver de misa, me volví a mirar al señor Fagin. Su mano aún sostenía la mía y descubrí en aquel instante, como si fuera algo que pudiera recordar, que hacía ya muchísimos años había sido Fagin quien me había levantado para besar a Pegeen Chehab en su ataúd.
El trabajo resultó ser tan sencillo como el señor Fagin me lo había descrito. Seguí a Betty, una morena robusta, durante una semana y, después, hice lo mismo que Betty había hecho. Hablaba muy poco, en voz baja, me hacía a un lado mientras los amigos y familiares del fallecido se congregaban para consolarse y cotillear y, frecuentemente, para discutir entre sí con cuchicheos callados y furiosos. Viajaba en el coche fúnebre, en el asiento delantero, junto al conductor, a los cementerios que había por toda la ciudad: al Bronx, Queens e incluso a Long Island, que hasta entonces solo había visto en el viaje en tren al seminario de Gabe. Permanecía en pie tras los dolientes con los tacones clavados en la tierra, mientras la vigilia llegaba a su fin en lo que parecía un día soleado de campo o de lluvia amortiguada por los árboles, entre el paisaje gris de las tumbas. Contemplaba los barrios arbolados donde resolví vivir algún día y, cuando volvía a la funeraria con un poquito de sol en las mejillas o de hierba en mis zapatos buenos, el señor Fagin bromeaba diciendo que ese año no sería necesario acoger a ningún niño necesitado. Conmigo ya tenía bastante.
En ocasiones percibí, y empecé a entender, el primer aspecto de mi trabajo que el señor Fagin había intentando explicarme aquella mañana. Un marido o un padre afligido podían mirar a su esposa anciana o a su joven hija asintiendo con tristeza al oír las palabras de consuelo —está preciosa, cuánta paz desprende, la misma belleza de siempre— para, de repente, mirar a su alrededor. Incluso sin gafas, veía cómo sus ojos se posaban en el propio Fagin, situado siempre al fondo de la estancia, o en alguno de sus jóvenes ayudantes, siempre en la puerta, y por un instante, con gafas o sin ellas, casi era capaz de ver ese inoportuno pensamiento: todo aquello por lo que el cuerpo de la esposa, la madre o la hija en cuestión —en la funeraria de Fagin decíamos simplemente «el cuerpo»— había pasado en las horas posteriores a la muerte. Quién la había tocado y cómo. Entonces, me miraban a mí y en mí encontraban una especie de respuesta y, quizá sin saberlo, se quedaban tranquilos.
El segundo aspecto, la cuestión que guardaba relación con David Copperfield, no me resultó tan fácil de entender, pero con el paso de las semanas empecé a comprenderlo. Me eché unas gotitas de Noche en París tras las orejas y en las muñecas. El perfume, junto a los buenos vestidos de A&&S y los caros zapatos de tacón que me había dado mi madre, me permitían aparentar ser algo más, parecían otorgarme una madurez desconocida en mí. Vi a mujeres adultas, mujeres de la edad de mi madre, inclinar tímidamente la cabeza cuando las saludaba en silencio en la puerta de la funeraria. Los ancianos me tomaban la mano, agradecidos, o se apoyaban en mi brazo extendido. Hombres jóvenes que quizá no me habrían prestado atención alguna por la calle se llevaban la mano al corazón y susurraban «Gracias, muchas gracias», cuando yo los acompañaba hasta una silla o les entregaba un recordatorio al marcharse. Durante mi primer año en la funeraria de Fagin, en tres ocasiones distintas, uno de aquellos jóvenes me esperó en la puerta de la funeraria o a la salida del edificio al caer la tarde para preguntar mi nombre.
Ni una sola vez tuve que aventurarme por el sótano, pero sí aprendí a reconocer el peculiar olor de lo que allí ocurría y que se colaba entre el aroma más fuerte de los arreglos florales, mi perfume y el olor propio de Brooklyn: un olor empalagoso y avinagrado que en ocasiones flotaba en el aire pero que rápidamente se disipaba al abrir una ventana o una puerta. Pasadas las primeras semanas, también dejé de tener miedo de la visión del cuerpo yacente en su ataúd.
Si el cuerpo era de un niño, cosa infrecuente pero no insólita en el transcurso de los años que trabajé con Fagin, me limitaba a quitarme las gafas y a bajar la vista. Aprendí a desaparecer al oír el lamento de una madre. A pesar de las muchas veces en las que a lo largo de los años había pensado en Pegeen Chehab de pie al principio de las largas escaleras, hasta que empecé a trabajar en la funeraria jamás me había detenido a considerar la variedad de desgracias que podían llevarse a un niño de este mundo: rotura del apéndice, tos ferina, tisis, neumonía, envenenamiento por plomo, infección por una mordedura de perro una vez («Un ángel», había dicho el señor Fagin de la pequeña) y accidentes, muchos accidentes. Atropellados, ahogados, electrocutados por un ventilador de mesa. Un muchacho larguirucho había intentado saltar de un tejado a otro y había caído en el callejón oscuro que separaba los edificios; incluso dentro de su ataúd una podía sentir cuán extraño le parecía su propio cuerpo."

Alice McDermott
Alguien


"Sally miró por sobre el hombro de la monja el interior de la habitación en penumbra. Vio a dos muchachas más o menos de su edad, sentadas a cada extremo de una cama deshecha. Una, algo mayor, estaba vestida con una falda y una combinación de raso; la otra, más delgada y de menor edad, con un camisón blanco como el de Loretta. Las dos estaban atadas a los pilares de hierro de la cama con cinturones negros de cuero que les cruzaban varias veces las muñecas. Las chicas se esforzaron por sentarse cuando vieron a la monja. Cuando esta corrió hacia ellas, las dos rompieron a llorar lastimeramente y exclamaron juntas: «Oh, hermana». Por sus caras, resultaba claro que habían pasado el día llorando. Había un olor a orina en la habitación sin ventilar, olor a sudor.
La hermana Lucy estaba ya desatando el cinturón que mantenía a la muchacha mayor sujeta a la cabecera de la cama. Sally intentó con torpeza desatar el cinturón que mantenía atada a la otra: dos cinturones, en realidad; uno, largo, de hombre y con una hebilla sólida; el otro, la fina correa que podía haber sostenido los libros escolares del cuarto de estar. Los dos rodeaban, muy apretados, el descascarillado barrote de hierro y las finas muñecas de las chicas. Los dos cinturones les habían dejado marcas muy rojas en la piel y las puntas de sus dedos se habían puesto moradas.
Las muchachas dijeron a la hermana Lucy, entre lágrimas, que aquella mañana, al prepararse para ir a la escuela, se habían reído demasiado y habían irritado a su hermano. Se restregaron las muñecas. La más joven se había orinado en el camisón y se ruborizó, avergonzada. La mayor, con una falda escolar de gabardina, pero sin blusa, sino solo con su combinación de raso, se cubrió el cuello con una mano. Sally vio que estaba intentando ocultar una moradura en ella: parecía un capullo de rosa, una moneda pequeña. Vio que la hermana Lucy estaba también examinando aquella marca. Entornó los ojos. Sally se preguntó si no sería una marca de la tiña en el cuello de la muchacha.
Cuando se separaron de la cama, aún gimiendo, Sally siguió los penetrantes ojos de la monja, que recorrían la sucesión de verdugones rojos en sus pantorrillas y sus muslos: marcas de correa."

Alice McDermott
La novena hora







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