Andreï Makine

"En un momento dado tuve la impresión de que la barca había dejado de avanzar, pegada en el viscoso espesor de las olas. Vera alzó levemente el rostro, me sonrió, pareció ir a hablar, y mudó de parecer. «¡La tonta del pueblo! Eso mismo. Un ídolo de madera que esos paletos han clavado en la entrada de su campamento para desviar los rayos de la fatalidad. Una víctima propiciatoria ofrecida a la Historia. Un icono a la sombra del cual esos pobres koljosianos han podido fornicar, delatar, robar, emborracharse...»
Agotado de luchar contra el viento, acabé agitando el remo más bien maquinalmente, sin convicción. El contorno panzudo de la iglesia parecía igual de lejano. «Bien habrán tenido que dejar marchar a la pobre Vera, hasta que se sacase el título de maestra en alguna ciudad cercana. Sin duda el único gran viaje de su vida. Su apertura al mundo. Y luego, hale, al redil, a su atalaya en el banco, delante de la puerta, con la oreja eternamente tendida: ¿y si era el ruido de las botas de un soldado? Una coronita seca en la tumba de Anna, sí, precioso, querida mía, pero ¿quién pondrá flores en tu tumba? Las viejas se morirán, y tú no tendrás otra Vera que cuide de ti...»
Observé que amoldando mi esfuerzo a la fuerza de las olas maniobraba con más facilidad. La barca seguía oponiendo la misma resistencia, pero, en vez de contrarrestar ese pesado balanceo, había que dar, en el momento preciso, un golpe de remo, un breve trallazo... Vera permanecía inmóvil y todavía más despegada de todo, como si, al comprobar que yo había aprendido la técnica, hubiese decidido regresar a sus sueños. Tenía extendidas las manos sobre la corona, para proteger las flores. «Pero si de todas formas van a mojarse con la lluvia...», me entraron ganas de decirle, pero hubiera interrumpido su sueño.
¿Y por qué no despertarla? Dejar de remar, acurrucarme ante ella, apretarle las manos, sacudírselas o, mejor, besar sus manos transidas. «Duerme en una especie de muerte anticipada, en medio del tiempo que suspendió a los dieciséis años, caminando como una sonámbula en medio de aquellas ancianas que le recuerdan la guerra y la marcha de su soldado... Vive una postvida, los muertos deben de ver lo que ella ve...»
Tocamos suavemente la orilla de la isla. Salté a tierra, tiré de la proa de la barca en la arena, ayudé a Vera a bajar. El pensar que aquella mujer vivía lo que no nos corresponde vivir hasta después de la muerte transmitió de pronto un sentido a su vida, que se me había antojado tan absurda. Un sentido que se traslucía en cada paso, en cada gesto."

Andreï Makine
La mujer que esperaba


"No hay tiempo para escribir libros malos."

Andreï Makine



"Los primeros acechan sus palabras como simples ladrones de confidencias. Los segundos deben de gozar en ellas algo más. Es fácil distinguirlos, por otra parte: mucho más escasos que los simples curiosos, vienen solos, osan acercarse un poco más al viejo talludo que va cuadriculando lentamente el laberinto de las avenidas y tardan más en marcharse que los primeros.
Las palabras que murmura el anciano las disipa enseguida el viento en la luz helada de este atardecer de invierno. Se detiene junto a una lápida, se agacha para retirar una pesada rama que, como una grieta, raya la inscripción grabada en la piedra porosa. Los visitantes curiosos inclinan ligeramente la cabeza hacia su voz fingiendo examinar los monumentos próximos... Hace un momento, conocían las últimas horas de un escritor conocido en su tiempo pero olvidado posteriormente. Murió por la noche. Su mujer, con los dedos mojados de lágrimas, le cerró los párpados y se tendió a su lado, esperando el amanecer...
Luego este otro relato, sorprendido en la avenida paralela cuyas lápidas llevan fechas recientes: un artista de ballet, fallecido mucho antes de la vejez y que acogió su fin repitiendo varias veces, como una fórmula sacramental, el nombre de pila de su joven amante que lo había contaminado... Y estas otras palabras sacadas de una basa robusta dominada por una cruz: la historia de una pareja que, a principios de los años veinte, vivió en la torturante espera, irreal, de un visado para el extranjero. Él, poeta famoso del que ya no se publicaba ni una línea, ella, actriz teatral expulsada hacía tiempo de las tablas. Recluidos en su piso de San Petersburgo, se veían ya condenados, encarcelados, quizás ejecutados. El día en que, milagrosamente, llegó la autorización para abandonar el país, salió la mujer dejando al marido en un embotamiento de felicidad. Hacer unas compras en previsión del viaje, pensó éste. La mujer bajó, cruzó una plaza (los viajeros de un tranvía vieron su sonrisa) y, llegada a la orilla, se echó al agua glauca de un canal...
Los visitantes, aquellos que escuchaban por pura curiosidad, se van ya. Uno de ellos ha hecho crujir hace un rato bajo el tacón un pedacito de sílex. El anciano se ha incorporado con su estatura de gigante y los ha envuelto en una mirada sombría y como irritada por verlos allí en torno a él, paralizados en actitudes falsamente distraídas. Torpemente, se han escabullido en fila india primero, zigzagueando entre las lápidas, después formando un grupito en la avenida que lleva a la salida... Durante aquellos pocos segundos molestos frente al anciano, han experimentado la rareza turbadora de su situación.
Estaban allí, aquel atardecer frío y claro, bajo los árboles desnudos, en medio de todas aquellas cruces ortodoxas, a dos pasos de aquel hombre metido en su increíble hopalanda negra y desmedidamente larga. Un hombre que recordaba, como para sí mismo, los seres en su deslizarse tan rápido y tan personal de la vida a la muerte."

Andreï Makine
El crimen de Olga Arbélina



"Se alejó del Kremlin y se zambulló entre las ramas de los bulevares, cargadas de lluvia. La historia del violín, el terror nocturno, sus años de soledad de apestado le volvían de vez en cuando a la mente, pero sobre todo para intensificar la felicidad que estaba viviendo en ese momento. El murmullo de sus padres durante la noche y el acre olor del barniz quemado eran los únicos recuerdos de esos tres años negros: 1937, 1938 y 1939. Nada en comparación con los variados placeres que colmaban su vida desde entonces. Y ahora, esa camisa mojada pegada a su pecho, el mero placer de sentir su cuerpo joven, ágil y musculoso, hacían desaparecer la angustia de los años de cuarentena. Sobre todo su concierto, dentro de una semana. Imaginaba a sus padres sentados al fondo de la sala (les rogó encarecidamente que fueran de incógnito) y, en primera fila, una de las chicas con quien había bailado La mirada de terciopelo en la fiesta de fin de año. Lera.
De nuevo pensó en la calcomanía. El mundo entero se asemejaba a ese juego de colores: bastaba con retirar la hoja de papel fina y sombría de los malos recuerdos para que la felicidad resplandeciese. Como resplandecía, a principios de mayo, la desnudez de Lera bajo un vestido de color marrón que juntos arrancaban en la precipitación de unos besos aún clandestinos, con el oído puesto en los ruidos del pasillo de la dacha: el padre, físico de profesión, ya retirado, se encontraba trabajando en la terraza y de vez en cuando reclamaba una taza de té o un cojín. De una sana desnudez, su cuerpo era como los que se veían participar en esa época, vestidos con camiseta ajustada, en los desfiles en honor de la juventud. Las palabras de Lera también eran muy sanas. Hablaban de familia, de su futura casa, de hijos. Alexei presentía que su matrimonio con Lera le convertiría definitivamente en alguien como los demás, borraría la silueta del adolescente que espiaba los sonidos de las cuerdas consumidas por el fuego. Pero más que con el hogar familiar de recién casado, soñaba en realidad con el coche de su padre, un enorme Emka negro, tan confortable como el camarote de lujo de un transatlántico, que ya sabía conducir. Para deshacerse de una vez por todas del adolescente asustado, le bastaba con imaginarse el coche, a él, a Lera y la franja azulada del bosque en el horizonte.
Su pensamiento viajó hacia los días pasados en la dacha de ese pueblo con nombre musical, Bor. Hacia la calcomanía de ese cuerpo que, liberado de su atuendo estudiantil, se prestaba a las caricias más atrevidas, a una lucha carnal, a esa violencia juguetona que les dejaba exhaustos y con los ojos nublados por las lágrimas de un deseo contenido. El joven cuerpo consigue zafarse en el último momento, se cierra como una concha sobre su virginidad. A Alexei le agrada el juego. Interpreta esa resistencia como un compromiso de fidelidad futura, una promesa de muchacha responsable y sensata. Una vez le surgió la duda. Fue un día al despertar de un breve sueño. En una habitación soleada adivina a través de sus pestañas a Lera, ya levantada, junto a la puerta. Se vuelve hacia él y, creyéndole aún dormido, le dirige una mirada glacial. Alexei cree reconocer en ella la mirada oblicua de las máscaras de nariz afilada. Desea borrar de inmediato ese parecido. Se incorpora rápidamente, alcanza a Lera en el umbral de la puerta y la lleva a la cama en un combate de risas, pequeños mordiscos e intentos para liberarse. Cuando por fin consigue escapar, Alexei no experimenta la excitación de la felicidad sino el repentino cansancio del final de un espectáculo que se ha visto obligado a interpretar. Percibe entonces que ese cuerpo femenino a la vez entregado y vedado, ese cuerpo suave y turgente, forma parte de una vida que nunca será la suya. Pero, ¡claro que se casará con Lera!, se dice de inmediato, y la esencia de sus vidas será como la de esa tarde de primavera. Tan sólo tendrá que olvidar la melodía de las cuerdas quebradas en el fuego. Sus vidas tendrán la sonoridad de una partitura de música compuesta para un desfile deportivo en un estadio. Recuerda que un día quiso contarle a Lera las notas que emanaban de las cuerdas en llamas."

Andreï Makine
La música de una vida


"Tres días antes, Anna volvía del pueblo cabeza de partido y caminaba a lo largo del río, sobre el suelo que vibraba, despertado por el rompimiento de los hielos, por los ruidos del deshielo. Un vértigo feliz mezclaba el sol, los sonoros choques de los bloques de hielo, la brava frescura de las aguas liberadas. Las gentes con las que Anna se cruzaba tenían la mirada embelesada, la sonrisa turbada, como si les hubieran sorprendido borrachos en pleno día. A la salida de la ciudad, cuando se acercó al viejo puente de madera, por un segundo creyó que también ella estaba borracha: el puente ya no cruzaba el río, sino que ahora se erguía en el mismo sentido de la corriente. Acababa de desprenderse, pues a los niños que correteaban entre sus barandillas no les había dado tiempo de percatarse de nada, fascinados por la vorágine frenética de los témpanos, por los embates que soportaban los pilares. Si hubiera podido gritarles, les habría impedido que fueran hasta el extremo del puente. Pero sólo consiguió acelerar el paso, después correr, bajar la pendiente congelada de la orilla. Como perlas de un collar roto, los niños resbalaron hacia un agujero de agua negra. El salvamento debería haber sido ruidoso, haber atraído a mucha gente... En la desierta y soleada ribera sólo resonaron algunos gemidos y el estruendo del hielo resquebrajado. Para sacar a uno de los niños, Anna se adentró en el agua de cabeza, con las manos extendidas en busca del pequeño cuerpo que acababa de desaparecer. Luchaba contra cada segundo de frío, primero los dejó en la orilla, luego los llevó a la isba más próxima, y allí los desvistió y frotó. Su propio cuerpo era de hielo y, una hora más tarde, sería de fuego."

Andreï Makine
Réquiem por el Este


"Una tarde jugaron a descender en trineo un monte nevado. Los azotó en la cara el aire frío, les nubló la vista el polvo de nieve y, en el momento más emocionante del descenso, el joven, sentado detrás, susurró: «Nadenka, te quiero». Mezclado con el silbido del viento, con el estridente crepitar de los patines, el murmullo resultó casi inaudible. ¿Una declaración? ¿El ulular de la tormenta?Jadeando, con el corazón palpitante, remontaron la ladera y se lanzaron de nuevo monte abajo, y otra vez el susurro, más quedo, declaró aquel amor que se llevó en el acto la tormenta blanca. Nadenka, tequiero...
"¡Bendito Chéjov! En sus tiempos aún podían escribirse cosas así".
Shútov se imagina la escena: el frío excitante, los dos enamorados tímidos... Hoy lo tacharían de melodramático, se reirían de esos «buenos sentimientos». Totalmente pasado de moda. ¡Pero funciona! Lo juzga como escritor. Sí, ahí está el rasgo que distingue a Chéjov: ese arte de salvar con naturalidad lo que otros habrían anegado en almíbar. Sí, ese "Nadenka, te quiero", susurrado en medio del remolinear de la nieve, funciona. Sonríe amargamente,acostumbrado a desconfiar de sus propios entusiasmos. "Funciona por esta botella de whisky", se dice,y se sirve otro vaso.Y también porque se siente solo en un apartamento en el que ahora vive una ausente, esa joven, Léa, que pasará al día siguiente a recoger sus cosas, unas cajas de cartón que hay junto a la puerta; losa que sepulta una esperanza de amor."

Andreï Makine
Vida de un desconocido






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