Antonio Mediz Bolio

"En el tiempo que no se cuenta, aquella tierra en donde estaban Nohpat y Sanahtah, era un campo lleno de sementeras y caminos. Los cerros de los Uitzes florecían y en cada lugar de siembra había una casa de labrador. Nadie sabía de guerras, que estaban olvidadas, desde que el Señor Kukulkán vino y fundó Mayapán, la ciudadela de los hombres fuertes y el estandarte de los mayas.
Chichén-Itzá, que era tres veces y una más grande y santa, ya había visto esculpir en sus templos antiguos la serpiente de plumas de oro, que es la señal del Señor de la fuerza y la sabiduría.
Los misterios sagrados de los tiempos primeros se verificaron con las palabras nuevas del Señor Kukulkán, que vino del mar grande y por él se fue, sin irse, de la tierra del Mayab, que le había sido agradable, y en donde recibieron lo que enseñó como lluvia del cielo en el campo que tiene sed.
Digamos ahora que en aquel tiempo ya era Uxmal, pero no se veía. La vista de los hombres solamente conocía un pequeño templo blanco y una casa blanca, que era la casa del rey, en medio de las sementeras. Esto estaba en el camino de Nohpat, que era pueblo de gente antigua y numerosa, junto a los cerros de los Uitzes, donde moraban hombres corcovados y ágiles, que no eran como los demás, porque a veces se mostraban, y a veces iban y venían sin que nadie los pudiese ver.
Dicen que, antes de que fuera el Mayab, ya estos hombres habían hecho a Uxmal, para verla y habitarla sólo ellos. ¡Quién puede saber si esto es verdad!
Uxmal, para todos, era entonces nada más que el pueblo en que vivía el rey en su casa blanca y desde allí mandaba sobre muchos señoríos porque tenía muchos guerreros y muchas sementeras. Y era el tiempo en que el indio del Mayab adoraba en su corazón al que es rocío del cielo y el calor del día."

Antonio Mediz Bolio
La tierra del faisán y del venado



Manelic

Como una cabra arista bajó de su montaña,
de su montaña que era salvajemente huraña
como su espíritu hecho a las bravas alturas,
como su cuerpo en donde dejaron huellas duras
el sol de fuego, el soplo de las tormentas locas
y mordidas de lobos y arañazos de rocas.

Bajó de los picachos a la llanura un día;
allá dejó el rebaño, la choza, la jauría,
los agrios vericuetos, las claras soledades
dominio de las águilas y de las tempestades.

Arriba dejó todo cuanto su vida era,
y con un dulce sueño dentro del alma fiera,
vino a la tierra baja, a tierra misteriosa
que miraba de lo alto como una vaga cosa
que no le era dado conocer hasta cuando
bajase por la amada, que le estaba esperando.

¡ La amada, la hembra llena de suavidad, aquella
que él miraba en las noches temblar en cada estrella,
a la que luego en sueños como una luz veía,
y que en el sol brillaba al despertar el día,
aquella en que pensaba sin tregua año tras año,
viendo cómo, en los riscos se ayuntaba el rebaño,
y cómo en el silencio del monte adormecido,
las águilas buscaban el calor de su nido ¡

Y así vibrante bajo las pieles de su sayo,
su ser, quizás engendró de una cumbre y un rayo,
ingenuo y primitivo, enamorado y fuerte,
el pastor bajó un día de cara hacia la suerte.

¡ Y ahí , en la tierra baja, en la tierra del amo,
Manelic halló cruda decepción al reclamo
de un amor que él quería nuevo, fértil y suyo,
¡suyo no más! Alegre como un temprano arrullo
de tórtola, como eco de canción un cariño
como un regazo donde durmiese como un niño ¡

¡ Y supo que ahí, lejos de los hoscos rediles
que dejó en la montaña, los hombres eran viles,
más viles y traidores que las malas serpientes
que abajo se arrastraban lo mismo que las gentes!

¡ Y supo que su amo, el amo que le daba
la mujer que allá arriba como un cielo soñaba,
era más vil que todos y que también mentía,
y que era como un lobo que robaba y huía ¡

Supo algo más horrible: la mujer de su sueño
era del amo. El amo era el único dueño
de todo: de la tierra, del amor, de la vida ¡...
El era sólo un siervo, la bestia encarnecida,
una cosa... un pedazo de carne esclavizada,
sin derechos, sin honra, sin amor y sin nada!

Y entonces, entre el asco de toda la mentira,
de toda la cruel beja del mundo sintió ira,
ira trágica noble de león provocado
que se ha dormido libre y despierta enjaulado.
Y oyó que de él reían como de simple y bobo,
¡ De él que igual que un hombre estrangulaba a un lobo
¡ Ya no pudo más ¡ Un día se alzó contra el tirano
y le arrancó la vida. ¡ Con su plebeya mano
se hizo justicia el siervo... ¡
Todos enmudecieron
Ante el soberbio triunfo y estupefactos vieron
cómo el pastor hirsuto, labraba bestia huraña,
¡ Con su mujer en brazos se volvió a su montaña ¡

¡ Oh, Manelic ¡ ¡ Oh plebe que vive sin conciencia
de tu vida oproviosa, que arrastras la existencia
dócil al yugo innoble, que adormeces tu alma
de hierro, en el marasmo de ignominiosa calma ¡

¡ Oh Manelic, oh carne santa y pura del pueblo, carne abierta
bajo el golpe del látigo infamador; despierta ¡

Cuando entre la impudicia de los hombres te sientas,
cuando en tu pecho el odio desate sus tormentas,
cuando todo te nieguen y te insulten el orgullo,
levántate y exige que te den  lo que es tuyo ¡
Levántate. ¡ Tú eres la fuerza y el derecho ¡
Si te estrujan la vida, si te infaman el lecho,
si te pagan la honra con mezquino mendrugo.
No envilezcas de miedo soportando al verdugo ¡

¡ No lamas como un perro la mano que te ata ¡
haz pedazos los grillos, y si te asedian, ¡¡ Mata ¡!
No temas nada  y hiere, porque Dios es tu amigo
y por tu brazo a veces desciende su castigo.
¡ Que la soberbia aleve halle tu brazo alerta,
que a veces es justicia que la sangre se hierta ¡

¡ Oh Manelic ¡ ¡ Oh plebe que vives en la altura ¡
Ven a la tierra baja, desciende a la llanura,
y cuando aquí te arranquen en miserable robo
Tu ilusión, que tus manos estrangulen al lobo ¡
¡ Que lo fulmine el rayo que vibra en tus entrañas,
y después, con lo tuyo, regresa a tus montañas ¡.

Antonio Mediz Bolio



¡MATER ADMIRABILIS!

Todos los hombres de todos los tiempos
aprendieron a hablar con esta palabra,
las luces de los cielos se encendían oyéndola,
los árboles de la tierra florecieron escuchándola,
y los pájaros la cantaron en sus nidos
y en el bramido de las fieras retumbaba.

Cuando nació la vida, todo dijo:
¡Madre luz!,
¡Madre tierra!,
¡Madre agua!
y se prendieron los fuegos de los sacrificios
en las cimas broncas de las montañas.

Y la primera diosa de los hombres
fue la madre de aquel que bajaba
todos los días a fecundar al mundo
desde los cielos llenos de llamaradas.

¡Isis! – dijeron en el misterio de los templos
los sacerdotes de las mitras doradas.

¡Ceres! – cantaron coronados de rosas
los hierofantes de la Hélade blanca.

¡Astarté! – en los mares fenicios
gritaron las voces de los nautas.

Y hace doscientos siglos, en el tiempo
en que el tiempo no se contaba,
¡Kinich Kakmó!,
¡Madre de la vida!,
¡Madre de la fuerza!,
¡Madre de la llama!
¡En la gloria mística de los solsticios
clamaban en éxtasis nuestros padres mayas!

¡María!, en la hora de los evangelios
la luz de los cielos desciende a las almas
y en medio del claro vuelo de los ángeles
sobre los humildes llenos de esperanza;
la mujer que tiene un manto de luceros
y el dragón vencido bajo de sus plantas
mares de dulzura derrama en la tierra
y hasta ella los ojos dolientes levantan,
con sed de ternura y hambre de justicia,
y con voz de herida humanidad le llaman
¡Madre de Dios!,
¡Madre de misericordia!
y ella tiene al pecho, siete puñaladas
y en los ojos tiene siete estrellas fúlgidas
y lluvia de dones corren por sus lágrimas.

Dolor infinito y amor sin orillas,
¡Dolor y amor!, madre por divina gracia
¡Dolor y amor!, altas luces de la vida
¡Dolor y amor! grandes y eternas palabras.

Madre de los hombres, excelso prodigio
chispa de Dios dentro de la arcilla humana.

Mater dolorosa, la que siente al hijo
que al llegar al mundo, le rompe la entraña
la que luego gime junto al negro túmulo
de aquel que ya nunca volverá a besarla.

La que sufre el crudo martirio sin nombre
de los abandonos, que desvelos pagan,
pero que perdona, que perdona siempre,
y bendice el filo que le hiere el alma.

La que llora el hondo vacío de la ausencia
y todas las noches enciende una lámpara
y todos los días reza porque vuelva aquél
que está lejos y no dice nada.

La que entrega el hijo, cuando se lo pide
La Madre de Madres, que se llama Patria.

La que en el silencio de los campos santos
vestida de luto como sombra pasa,
con las manos llenas de flores humildes,
y los ojos llenos de fúlgidas lágrimas.

Mater amorosa que mece la cuna
¡Madre que sonríe, que sueña y que canta!
mientras los pañales pequeñitos lava
cuando el niño cierra los ojos que ignoran
las cosas terribles que la vida guarda.

La que peina y riza los bucles de oro
como en sol de fiesta, toda iluminada
la que a todo pecho de ilusión respira
la que borda luego la inicial de ensueño
sobre el joven pecho que revienta en ansias.

La que besa el laudo que ganó el artista
y la cruz que el bravo ganó en la batalla
la que aroma el lecho del galán que busca
besos de quimera en reja romántica
o besos prohibidos en la pecadora fiesta
que su sangre de incendio arrebata.

La que por un beso, sólo por un beso
casto y luminosos, sin dormir aguarda,
la que teje el velo nupcial de la hija
que de su regazo florido se marcha
a los brazos recios del que se la roba,
¡Porque así la vida, sin piedad lo manda!

La que luego enciende fuegos de alegría
y con rosas vivas el techo en guirnalda,
cuando el que ha sufrido retorna pidiendo
paz de nido para sus deshechas alas,
descanso y abrigo para su fatiga,
manos que se posen en sus frías canas
y otra vez canciones que arrullen su sueño
y otra vez caricias que curen su alma.

¡Madre de los héroes!,
¡Madre de los mártires!,
¡Madre del soldado que cayó en campaña!,
¡Madre del que sueña con la gloria arisca!,
¡Madre del que busca paz sin encontrarla!,
¡Madre del que vence con fortuna y fama!,
¡Madre de mendigos y de paladines!,
de triunfantes próceres y de obscuros parias.

¡Sean todas benditas en todas las lenguas,
por todos los hombres de todas las razas!

¡Mater admirabilis!
¡Santas madres nuestras!
¡Qué nos dieron todos sin pedirnos nada!

Antonio Mediz Bolio



Mi tierra es mía

¿Quién me quitó mi tierra? Nadie ¡Es mía!
Mía, con su quemado suelo de piedra
que se deshace poco a poco en polvo húmedo
en el que pueda germinar la milpa,
se levanten los árboles y crezcan
entre una laja y otra los henequenales,
hambre y sudor del indio y pan de todos
poco y amargo a veces; pero nuestro, cada día.

Cuando el suelo se cansa y se hace estéril
junta su viejo polvo y se endurece
y otra vez se hace piedra y arde al fuego
y se hace cal y vive nueva vida.

Mía es el agua fresca de los pozos tranquilos
Y el agua honda de los cenotes encantados;
mío es el cielo en que el sol de mi linaje
resbala calentando el día,
y en que la noche enciende sus luceros
desde donde me ven los ojos de mis dioses antiguos.

Mi tierra es mía y de mis hermanos,
los que nacieron de nuestra misma madre
y vieron crecer en sus caminos la marca de sus pies,
y hablaron en la boca y en el corazón
de su propia lengua y supieron,
sin aprenderlo, el secreto de su espíritu.

¿Quién me puede quitar la sombra de mi ceiba
y quién puede quitarme el viento mío,
ni el olor de mi monte, ni el canto de mis pájaros,
ni el venado tembloroso que se esconde contra mi pecho,
si oye las pisadas de gente mala en la vereda virgen.

En el cinto de Orión está mi estrella
y así lo digo porque me entiendan l0s extraños,
pues nosotros decimos estas cosas
con la sencillez de nuestras propias palabras.

¡Nadie me quitará la tierra mía!
Nada importa que el Sapo brinque sobre el hormiguero
si las hormigas siguen trabajando
en su silencio subterráneo y puro
y van y vienen cambiándose señales
que son como consignas misteriosas.

Qué importa que la Cucaracha aturdida
suba y baje alrededor de la colmena cerrada,
si adentro y en lo oscuro las abejas van labrando
miel flagrante y dorada para endulzar el día
que habrá de amanecer, y cera blanca
para los cirios que arderán de noche
alumbrando el camino que ha de abrirse.

Qué importa que el Murciélago loco
revuele sobre el nido de hamaca
en que la oropéndola de oro cubre
y calienta a sus polluelos sin plumas,
que han de volar mañana bajo el sol.

Qué importa que el Gran Mono,
prófugo de su jaula, se columpie,
rascándose, colgado de la cola,
en los arboles de la plaza pública,
si bajo ellos los hombres,
apretando los puños,
pasan para ir a su trabajo,
y las mujeres, pálidas,
amamantan a sus hijos,
tapándoles el rostro,
para que no se espanten.

Antonio Mediz Bolio



































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