Arturo Martínez Galindo

La amenaza invisible

A pesar de su magno nombre, Romana siempre fue una chiquilla frágil. Pudo creérsela víctima de algún extraño morbo al ver sus mejillas pálidas, su frente pálida y sus labios exangües y secos, como cansados de besar. Pero no. Su palidez era como un gran temor ante su tardía nubilidad. Las tocas conventuales hubiéranle venido de maravilla para crear una suerte de abadesa ambarina, atormentada por las tentaciones y los cilicios, como aquellas monjas pálidas que se durmieron en el seno del Señor en los atardeceres desmayados, con las manos como lirios marchitos, cruzadas santamente sobre el busto tácito. 

Romana era una poquita cosa; una de esas virginidades inofensivas que no son apropiadas para encender la sangre de los hombres. Tenía los cabellos rubios, de un rubio desteñido y simplón; los ojos claros y fríos como los de ciertas muñecas que se aburren en los bazares, y la voz, un hilo tenue en que se adelgazaba el sonido. 

Vivía en una pequeña quinta suburbana, que se recataba tras las frondas de un huerto. Hija única, era ella sola para cosechar las blanduras maternales de doña Leonor. Esta mujer había tenido una historia galante de placer y de pecado. Corrió mucho mundo. Fue amada por magnates porque ella sabía mantener siempre rebosante la copa de las tentaciones, y más de alguno perdió su cordura en el abismo de los ojos verdes de doña Leonor. Había sido una de esas hembras envenedadoras que parecen llevar el sexo difundido en todo su ser: sexuales la risa y la sonrisa, el andar perezoso y la voz, la mirada de incendio y el gesto sabio, la curva de escándalo y la leyenda equívoca. 

Pero… quedábale algún resquicio de vulgaridad cuando, al doblar la cuarentena, tuvo el cuidado burgués de concebir a Romana. Y no fue menor su espíritu de defensa cuando pudo, entre mimos y lágrimas, atar la vida de su hija a la opulencia de don Gil. 

Don Gil, su último amante, se dejó convencer fácilmente —y qué aire triunfador se gastaba por aquellos días—, halagados sus sesenta años por aquella abertura de consecuencias. 

Asegurado un porvenir tranquilo, doña Leonor empezó a ser realmente doña Leonor. Olvidó su nombre cortesano —tal vez Zazá, quizá Manón—, porque quería, en el olvido de su casita blanca, al margen de la ciudad bullanguera, contar sus primeras canas, observar sus primeras arrugas y captar las caricias dulzonas e inofensivas de don Gil, cuyas manos sabían escribir, de fecha en fecha, cheques bancarios consoladores. 

Cierto es que don Gil era gordo, que usaba mostachos anticuados, que se reía a carcajadas y que tenía los dientes postizos, pero… doña Leonor no era ya la cortesana elástica, la varona encendida de juventud y de pecado. Todo su antiguo encanto, primaveral y perverso, se había mustiado; el soplo del tiempo la había desnudado, así como el soplo del huracán desnuda al árbol; al igual que las hojas viajeras, sus galas volaron una a una en el ala del tiempo. 

Aquella noche… don Gil, arrellanado en la muelle butaca, fumaba plácidamente; doña Leonor, inmóvil frente a él, ligeramente recostada en un diván, parecía hundida en evocaciones; los párpados caídos y las pestañas largas sombreando los ojos verdes. Romana tocaba al violín una serenata melancólica de Moskowsky; la silueta de la nena se idealizaba en el vano del balcón, rebosante de luz lunar; una pantalla inmensa velaba la bombilla eléctrica. Las notas se elevaban del cordaje, limpias, una a una, como las cuentas fúlgidas de un rosario fantástico; lentamente, como las arenas mudas de algún reloj milenario. De pronto cesó bruscamente la música en un desacorde doloroso y desconsolado. Romana, como una gata friolenta, vino a esconderse en el regazo de doña Leonor. 

–No puedo más –musitó–, no puedo más… 

Había en su voz cierta inflexión, atormentada, como si quisiera sollozar. Don Gil, los ojos fijos en las espiras de humo azul de su cigarro, como si siguiera un pensamiento íntimo, preguntó: 

–Leonor, ¿te acuerdas de Vladimir, el violinista ruso? 

–¿Por qué? –interrogó a su vez la voz exaltada de doña Leonor. 

–Por nada, mujer. Se me vino el recuerdo. Era un gran artista. 

–Era un gran artista… –repitió la voz calmada de doña Leonor. 

–Le conocimos en Viena, ¿recuerdas? Fue el mismo año en que nació nuestra Romana. Estaba un poco tísico, el pobre. Paréceme que murió poco después. 

Doña Leonor, pálida y muda, oprimió contra su pecho la cabeza rubia de Romana, y sus brazos robustos apretaron el cuerpo frágil de aquella muñeca, como si quisiera librarla de una amenaza invisible. 

Si don GIl no hubiese sido corto de vista, habría podido advertir en los ojos verdes y en las pestañas largas de doña Leonor, unas gotitas claras que se parecían mucho a las lágrimas. 


"La tarde es un poema de serenidad. Limpio el cielo azul. Clara la atmósfera de cristal. Bajo aquella limpidez y aquesta claridad, como una moza sensual recién poseída se adormece la ciudad.
En el parque alardean las arenas de los senderos y parecen empiñatados los rosales. La mirada se me va, tal un rapaz curioso, hacia la luz, hacia el tinte de las corolas, hacia el brinco del surtidor, y se aferra también a los pies incansables de la chiquillada que viene y va.
Un desfallecimiento placentero me ha hecho abandonarme en este banco rústico, bajo la sombra pía del empenachado macizo de bambúes. Mientras mis ojos ruedan por la gaitería que envuelve este jardín, mi alma se ha olvidado de sí misma y descansa, porque no hay mayor fatiga que la producida por llevar a cuestas el pesado fardo de uno mismo."

Arturo Martínez Galindo
Desvarío



Todo fué tan sencillo

La despedida fué sin lágrimas.
Fué
como una cosa natural.
La vi salir como otras veces
quando debía regresar
y nos besamos también como otras veces
sin ninguna emoción.

         — iAdiós!
         — iAdiós!
Pero era para siempre...

Y ni siquiera me quede en la puerta
para verla partir,
y ell no me mostro los ojos otra vez.
iFué todo tan sencillo y tan sin emoción!

Se llevaba pedazos de mi vida
en su boca, en sus manos, en su seno,
en su piel,
y en todos los rincones de su alma...

Y me dejó jirones de si misma
en mis espinas...
y em los cajones de mis noches
quedaron como pañuelos olvidados
sus besos de batista,
sus mordiscos complicados de encaje,
y el grito aquél
— su más tremendo grito —
atornillado a mis angustias...
Y em mis corbatas
el alfiler de sus mejores lágrimas,
y cosida a mi piel quedo su desnudez.

Sin embargo,
la despedida fué sin lágrimas,
y el beso fué sin emoción.

         — iAdiós!
         — iAdiós!
Pero era para siempre...

Arturo Martínez Galindo
















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