Heinrich Mann

"Dejó resbalar la mirada por los grupos de damas sin encontrar a la señora Türkheimer. Luego salió a la galería, y secreta, muy secretamente, sacó su reloj de plata. Pasaba un poco más de las tres.
Despacio, bajó al vestíbulo. No tenía ya por qué preocuparse de su parte, como antes, hace cinco horas, cuando subía estos mismos escalones. Sus sentidos estaban libres, examinó su gesto en los pulimentados espejos que llegaban hasta el techo y comprobó que era el gesto de un triunfador. Ahora podía deleitarse con el perfume y la visión de los altos ramos de heliotropos, orquídeas y los cactus purpúreos, que se alzaban junto al pasamanos a través del hierro forjado, a lo largo de los escalones, y que transformaban la amplia escalera en un jardín colgante. En los descansillos había banquetas para descansar, que llevaban el escudo de la casa repujado en cuero: un turco blandiendo un sable. Andreas se sentó un momento y vio pasar como una exhalación a dos damas que abandonaban el baile. Siguió con la mirada el brillo de sus brillantes y los irisados reflejos de la luz que se filtraba por el entramado de hojas sobre el satén de sus vestidos, y se dijo en voz baja: ¡Os poseo!' Por lo demás tampoco él sabía exactamente qué es lo que quería decir con tan grandes palabras. Mientras continuaba su camino se fue planteando consideraciones más razonables. En una casa berlinesa así se podía vivir en una sola noche todo un cúmulo de cosas. Se alejaba, siendo diferente, a cuando entró, enriquecido por muchas experiencias y conocimientos, que tampoco había pagado demasiado caros. Se había precipitado con Lizzi Laffé en una situación inadecuada, y había pisado la cola de Asta Türkheimer. Cosa extraña, ambas se le aparecían como enemigas.
Además, también había provocado en las conversaciones con gente joven ciertos penosos silencios, y había sentido miedo ante las muchachas. Esta era la parte negativa de sus resultados. La positiva consistía en que había sido bien tratado por la señora Türkheimer, tan bien, que había dado que pensar a muchos y que no se podía saber en qué desembocaría.
Desde luego, he tenido suerte, se dijo Andreas, 'pero si yo no fuera, también, precavido y reflexivo, y si no supiera lo que quiero, ¿lo habría conseguido entonces?'.
Y tocó con la mano el billete de mil marcos.
Abajo en el guardarropa, varios lacayos adormilados se levantaron de un salto. Andreas podía equivocarse, pero le pareció observar que en esta ocasión le trataban con un cierto respeto. ¿Tal vez es que tenían experiencia en reconocer al ganador?
Con indiferencia dio una moneda de dos coronas al que le colocaba el abrigo de paño, mientras lamentaba para sí no llevar una moneda de cinco marcos. Cuando se encontraba bajo el portal, alguien gritó tras él: «¡Usted, caballero, oiga!»
Kaflisch, el del 'Correo Nocturno', se le acercaba a paso rápido sonriendo y haciendo señas. Deslizó su brazo bajo el del joven.
«¿Ya se va usted a casa?», gritó. «Yo también, esto es lo que se llama una suerte encantadora. Deliciosa noche de verano, ¿verdad? Veinte grados como máximo. ¿Tomamos un coche?»
A lo largo de toda la calle Hildebrandt la nieve relucía bajo las luces de los coches, colocados en doble fila desde una tela metálica hasta otra. La mayoría eran carruajes señoriales. Cuando hubieron encontrado al final de todos un coche de punto de primera clase, libre, Kaflisch preguntó: «¿Dónde vive usted?»
Andreas, lleno de ira, dio al cochero su modesta dirección, que ahora le resultaba en aguda contradicción con su posición social. El periodista tomó un cigarrillo de Andreas. Mientras lo encendía, inquirió: «Bien, ¿y cómo le caen los Türkheimer?»
«Una familia bastante agradable», comentó Andreas.
«¿Verdad que sí? Se come, se juega y no se aburre uno más que lo absolutamente necesario. Sin formulismos, con la puerta abierta desde el pasillo, eso es lo principal. Lo demás, da igual.»
¿Cómo? iba a preguntar Andreas, pero lo pensó mejor. Volvió a recordar lo que había decidido sobre su relación con Adelheid. No había que raptar a la señora Türkheimer para llevarla a una isla de amor. Sería difícil sacarla de los alrededores del jardín zoológico, había que conocer perfectamente el terreno. Andreas tomó en cuenta incluso su posición en la casa, que le imponía ciertos derechos y deberes. Y con todo, apenas sabía todavía qué clase de casa era aquella."

Heinrich Mann
En el país de Jauja


“El amor trae ideas y peligros.”

Heinrich Mann




"Es justamente con las derrotas, las victorias y los años como se gana el conocimiento."

Heinrich Mann



"- Señor profesor: yo no dije que olía a basura. Dije que Lohmann no paraba de decir…
- Cállese – tronó basura, tembloroso. Movió la cabeza de un lado a otro; logró serenarse, y continuó, con voz ahogada -: El destino se cierne sobre ustedes rozando sus cabezas. Pueden retirarse.
Los tres se fueron a almorzar; cada uno con su destino cerniéndose sobre su cabeza.
Parecía rejuvenecido. Con la corbata de través, varios botones desabrochados y el peinado revuelto, mostraba un aspecto inhabitual de hombre extraviado lejos del camino recto, vencedor en lamentables victorias, triste juguete de una pasión inconfesable.
Este miserable lo sabe todo. Ahora doy media vuelta, voy a casa, subo al desván y apoyo el cañón de la escopeta contra mi pecho. Y abajo, en el salón, Dora canta al piano. Su canción sube hasta mí como una mariposa, y el polvillo dorado de sus alas brilla ante mis ojos hasta que la muerte los cierra…
Hasta aquel día, hasta aquel terrible momento, había sido un trozo de su propia carne y, de repente, se desprendía de él, desgarrándolo. Basura veía sangrar la herida y no comprendía.
Y también porque Basura, viejo niño ingenuo, avivaba torpemente aquel sentimiento con sus continuas sospechas y porque la vida se negaba a ofrecerle a ella esa tranquilidad que tanto ansiaba.
Una cosa es indudable: que aquel que ha conseguido alcanzar las cúspides más luminosas, conoce también los más profundos e intrincados abismos.
Y esta desmoralización de toda una ciudad, que nadie podía impedir por ser muchos los que se hallaban complicados en ella, era obra de Basura y constituía su triunfo. La pasión que le dominaba en secreto, aquella pasión que su cuerpo reseco, sólo muy raras veces delataba con una mirada de venenoso brillo verde gris, desafiaba y se imponía a toda una ciudad. Basura era fuerte; podía ser feliz.
Aquella mujer había recibido de él, sin darse cuenta, lo mejor de su alma. Y ahora que estaba ya exhausto lo pretendía. Lohmann amaba las cosas por el eco que dejaban. El amor de las mujeres, sólo por la amarga soledad que le sucedía. Y la felicidad, todo lo más, por el anhelo angustiado que tras de sí dejaba.
En todo aquello prefería prescindir de Von Ertzum, el cual, al ver a Rosa, había empezado a manejar nerviosamente el sable, enronqueciendo de repente. Era muy capaz de volver a su pasión de antaño. Para él todo era presente. En cambio Lohmann, a solas con Rosa en la confitería, saboreaba únicamente el lejano regusto de las emociones pasadas."

Luiz (Ludwig) Heinrich Mann
Profesor Unrat


"Una amistad anudada en los primeros años es la única que nunca muere."

Heinrich Mann


“Una casa sin libros es como una habitación sin ventanas.”

Heinrich Mann




"Volvía la espalda al centro de la ciudad; marchaba con paso firme, como un hombre rebosante de energía Llegaba hasta el final de la calle Meise, vacía a aquella hora de la tarde; recorría la larga calle Gäbbelchen, con sus fondas de las afueras junto a las que los carreteros uncían o desuncían las monturas, y pasaba también delante de la cárcel. Allí arriba, vigilado por una ventana enrejada y un soldado, estaba el señor Lauer, que jamás se hubiera imaginado que le sucedería algo así. «Sube muy alto y caerás muy bajo», pensaba Diederich. «Quien mala cama hace, en ella yace». Y aunque él no era completamente ajeno a los acontecimientos que habían llevado al fabricante al calabozo, Lauer le parecía ahora un ser estigmatizado, un inquietante compañero. Una vez creyó ver una figura en el patio de la cárcel. Ya estaba muy oscuro, pero ¿quizá…? Un escalofrío recorrió a Diederich, y se alejó de allí a toda prisa.
Más allá de la puerta de la ciudad, la carretera conducía a la colina del castillo de Schweinichen, donde antaño el pequeño Diederich disfrutaba junto a su madre del pavor del fantasma. Muy lejos estaban aquellas niñerías; ahora, tras cruzar la puerta, siempre torcía por la carretera de Gausenfeld. Nunca se lo proponía y lo hacía con vacilación, pues no le hubiera gustado que alguien lo sorprendiese en aquel camino. Pero no podía evitarlo: la gran fábrica de papel le atraía como un paraíso prohibido. Una fuerza irresistible le obligaba a acercarse a unos pasos de ella, a rodearla, a husmear por encima de sus muros… Una tarde, unas voces que se escucharon muy cerca, en la oscuridad, arrancaron a Diederich de aquella actividad. Apenas tuvo tiempo de agacharse en una zanja. Y cuando los hombres, probablemente empleados de la fábrica que se habían retrasado a la salida, pasaron junto a su escondite, Diederich apretó los párpados con fuerza, porque tenía miedo y también porque sentía que el brillo de sus ojos ávidos podía delatarlo.
Cuando regresó a la puerta de la ciudad, su corazón aún palpitaba, y buscó a su alrededor un lugar donde tomar una cerveza. Justo en una esquina de la puerta estaba El Ángel Verde, una de las pensiones más míseras, un edificio que se torcía de lo viejo que era, sucio y de pésima reputación. En ese momento desaparecía bajo el arco de la entrada una figura femenina. Diederich, dominado por un brusco afán de aventuras, se precipitó tras ella. Al cruzar la luz roja de una lámpara de establo, la figura quiso ocultar con el manguito su rostro cubierto por un velo. Pero Diederich ya la había reconocido."

Heinrich Mann
El súbdito





















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