Ignacio Martínez de Pisón

"Aquél iba a ser el primer año que nos fuéramos de veraneo y terminó siendo el único. Estuvimos en Comarruga, al norte de Tarragona. Mi padre había hecho una reserva en el Hotel Europe. En el vestíbulo había una fuente que imitaba la del Patio de los Leones de la Alhambra, y en el suelo brillaban las pisadas de los huéspedes que entraban con las chancletas húmedas. Nuestra habitación estaba en el último piso. Era una suite familiar. Tenía dos dormitorios y un saloncito con sofá cama. Desde la terraza cubierta, que daba a un tejadillo y un jardín con palmeras, veías el mar si asomabas la cabeza fuera de los arcos. Mis hermanas, excitadas, corrían de aquí para allá explorándolo todo. Lo que más las impresionó fue el minibar, que tenía algo de casa de muñecas, con todas esas botellitas que parecían de juguete. Mi madre les advirtió que no se les ocurriera abrir ninguna: cuando nos apeteciera tomar un refresco, lo compraríamos en la tienda del camping, más barata. Mis hermanas, desilusionadas, se pasaron la mañana sacando y metiendo botellitas como si fuera uno de esos juegos de piezas que hay que montar y desmontar.
Estábamos en régimen de pensión completa. Los roces entre mis padres se iniciaron con las primeras comidas. Discutían por cosas menores: a qué hora bajar al comedor, en qué mesa ponernos, si podíamos repetir postre o no. Era la primera vez que estábamos todos fuera de casa. No teníamos horarios ni obligaciones ni sabíamos muy bien cómo organizarnos. La vida de hotel nos proporcionaba una libertad a la que no estábamos acostumbrados, y yo pensaba que sólo necesitábamos crear rutinas, implantar nuevas reglas y nuevos hábitos que sustituyeran los de casa, que allí no servían. Como mi madre sólo había estado en dos o tres hoteles en su vida, mi padre se sentía investido de una autoridad incuestionable. Él se había alojado en muchos en su época de actor, y hablaba de ellos como si todos fueran el Ritz o el Palace. Nos instruía sobre el teclado del teléfono y los interruptores eléctricos, sobre la máquina limpiabotas del pasillo, sobre las toallas que había que usar en la playa o la ducha, sobre el momento exacto en que podíamos colgar el letrero de NO MOLESTAR. En su actitud había un paternalismo algo displicente, como si su verdadero propósito fuera recordarnos que seguía siendo un hombre de mundo, y también eso a mi madre la sacaba de quicio."

Ignacio Martínez de Pisón Cavero
Derecho natural



"Con los preparativos fue recuperando el buen humor. Los contactos de Ramiro para alquilar apartamento tardaban en dar resultado, así que confiaron en una agencia de viajes que les consiguió una reserva para un hotel en primera línea de playa recién inaugurado, el Montemar. Ramiro se aseguró de que Miriam no se enterara del precio, lo que quería decir que no debía de ser precisamente barato. La esplendidez de su marido se le antojaba una prolongación de su capacidad natural para organizar las cosas. A su lado todo parecía fácil, como cuando era niña y sabía que, estando con su padre, nunca tendría que preocuparse por nada. El mundo a veces se le presentaba sencillo, ligero, armonioso, como un juego que se atuviera a unas reglas claras y precisas, y entonces todo cobraba un sentido especial y se incorporaba a una escala más amable, en la que lo arduo se volvía llevadero y lo llevadero gustoso. Que Daniel se pasara el día haciendo trastadas o que Elías estuviera desarrollando una leve cojera no tenían por qué amargarle la existencia, y lo mismo le ocurría con las intempestivas llamadas de sus padres o con el desapego de su hermana. La vida podía ser hermosa sin ser perfecta. Más aún: la vida podía ser hermosa en su imperfección. Cuando pasaba por una de esas fases de exaltación, hasta Ramiro le parecía bastante más atractivo de lo que en realidad era: no veía en él ni las piernas gordezuelas ni la tripita tirante ni los ojos más bien juntos, y sí las manos sin pelos y la nariz recta y la distinguida arruga de la frente. No, nunca diría que Ramiro era un hombre guapo pero, como esos retratistas que captan los mejores rasgos del modelo y esconden sus imperfecciones, sabía distinguir su expresión más noble o su sonrisa más favorecedora, y era así como tendía a representárselo. Pensaba Miriam que el amor estaba unido a la belleza: o nos enamoramos de lo que nos parece hermoso o aquello que amamos nos lo acaba pareciendo. La naturaleza, por otro lado, había repartido entre Daniel y Elías los rasgos de Ramiro con tan rara equidad que, sin parecerse entre ellos, se parecían los dos a su padre. Uno tenía su mentón y sus ojos y su manera de mover los brazos, el otro su nariz y su cuello y la forma de su cara. ¿Cómo explicarse la belleza de sus hijos (que ella consideraba indiscutible) sin apreciar al menos un germen de belleza también en su marido? Querer a Daniel y a Elías era querer en ellos a Ramiro y viceversa, y ahora Miriam empezaba a vislumbrar las dificultades de ser hija y madre a la vez: en cuanto fundabas tu propia familia, dejabas de pertenecer a tus padres para pertenecer a tus hijos. Si de nuevo volvía a ilusionarse con la idea de grabar un disco, era sobre todo por ellos: por los niños, por Ramiro. Eran ellos los que tenían que sentirse orgullosos de ella, y nada la animaba tanto como saber que contaba con su respaldo.
Sara salía de cuentas pocos días antes del viaje. Como el parto se preveía complicado, los médicos optaron por practicarle la cesárea, así que tuvo que permanecer ingresada durante más de una semana. Miriam iba por las tardes a visitarla y echarle una mano. La víspera del viaje, en cambio, acudió por la mañana. La recién nacida era una muñequita pelona de cara redonda y grandes mofletes. A Miriam le gustaba apoyársela en el pecho y pasear por la habitación dando saltitos. Sara hacía gestos de dolor cada vez que cambiaba de posición en la cama."

Ignacio Martínez de Pisón
La buena reputación



"Debo admitir que me ha faltado penetración psicológica, que esta tarde, cuando Sonia ha entrado y me ha encontrado asomado a la ventana, no he sabido leer en sus ojos de madre tierna y sacrificada la secreta intención que tanto ayer como hoy la ha llevado hasta mí. Aunque ha quitado el polvo de la estantería y ordenado por fechas mis periódicos viejos, no es desde luego para esto para lo que ha venido, como tampoco para sentarse en la cama y comentar que la bombilla desnuda daba un aspecto triste a la habitación. Ha paseado después hasta la ventana, ha dicho «En aquel piso vive una chica muy guapa» y, cuando me he vuelto a mirarla, ya tenía desabrochada la camisa y exhibía sus senos blanquecinos. Ha permanecido así varios minutos, hasta que, turbada, me ha invitado a acariciarlos si me apetecía. No sé si ha sido mi impasibilidad o algún brillo especial de mi mirada lo que la ha obligado a abotonarse, sólo sé que ya había bajado la vista al suelo antes de que le preguntara con sarcasmo si ésa iba a ser su buena acción del día: alegrar por unos instantes la vida de un viejo asqueroso. Recuerdo exactamente el tono hiriente con que he añadido: «Qué generosa soy, te dices, le dejo que me mire, que me toque. Total, es un moribundo el miserable. Para mí es un gesto insignificante y para él lo va a ser todo durante muchas horas, pasará las noches insomne recreando mis pechos en el aire, adorando mi cuerpo en sus fantasías de viejo lúbrico. El pobrecillo, me cuesta tan poco procurarle esta mínima alegría en sus últimos días. Qué generosa soy y qué buena, te dices, pero debieras decirte qué vanidosa, qué egoísta. Lo haces por ti, por tener alguien que te admire. ¿Es que no hay en tu barrio ningún chico dispuesto a sobarte, ya que tanto lo deseas?», he preguntado ya chillando, mientras ella trataba de contener el llanto y se precipitaba hacia la puerta."

Ignacio Martínez de Pisón
Alusión al tiempo



"Un ejemplo de estrategia para el exterminio: inicial avance homicida e intercambio de cadáveres; la caballería ocupa los flancos y elige las próximas víctimas, los blancos hacia los que los alfiles dirigirán su artillería; un rápido movimiento en retaguardia que organiza la defensa; dos o tres cañonazos después, inútiles en apariencia; y por fin, la escaramuza definitiva, la que desequilibra las fuerzas y promete la victoria. «Me retiro», digo, «has ganado». Él me mira contrariado y replica de inmediato: «Aún tienes posibilidades, no puedes abandonarlo así». Arqueo las cejas, muevo una pieza sin excesiva convicción y trato de imaginar cuál sería el auténtico comportamiento de mi padre en la guerra. No sólo con los enemigos y los prisioneros, sino también con sus soldados, con los hombres por cuya vida debía velar. ¿Los expondría a una muerte segura con la misma frialdad con que ahora expone este peón para cobrarse una pieza mayor? Advierto con horror que sus ojos brillan ante la proximidad de mi derrota e intento reprimir en mi interior un impulso de odio, de un odio antiguo y violento que creía haber relegado definitivamente. «Jaque mate», dice por fin con sanguinaria complacencia. «Una táctica genial la tuya», comento, mientras busco un punto al que mirar que no sea su grosero gesto triunfal."

Ignacio Martínez de Pisón
El fin de los buenos tiempos













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