Karl May

"Donde yo vacilaría usted se precipita como el toro sobre trapo el rojo."

Karl May




"Era la hora en que el sol de Egipto envía a la tierra sus más ardientes rayos, y en que todos los que no se ven forzados a salir a cielo abierto se esconden en sus casas e intentan procurarse algún refrigerio contra el irresistible calor.
También yo estaba echado en un diván, en una casa que había alquilado; sorbía aromático moka y me recreaba con el aroma del rico diebeli que mi pipa despedía. Las paredes, gruesas y sin ventanas, ofrecían amparo contra el ardor solar, y las colgantes y porosas alcarrazas, por cuyas paredes rezumaba el agua del Nilo, hacían la temperatura tan soportable, que me veía libre de la atonía que tan comúnmente aplana allí, a las horas del mediodía.
(…)
Decía, pues, que se oyó fuera la voz gruñona de mi criado Halef Aghá, la cual me despertó de mi sueño:
—¿Qué? ¿Cómo? ¿A quién buscas?
—Al effendi —contestó tímidamente otra voz.
—¿Al effendi, al Kebihr, al Gran Señor y maestro quieres importunar?
—Necesito hablarle.
—¿Qué? ¿Tú necesitas interrumpir ahora su kef? ¿Es que el diablo —¡Alá me libre de él!—, te ha llenado la cabeza de lodo del Nilo, que no comprendes lo que significa un effendi, un hekim, un hombre a quien el Profeta alimenta con sabiduría, de manera que todo lo conoce, y que hasta resucita a los muertos sólo con que le digan de qué mal han muerto?
¡Ah! Tengo que confesar que mi Halef había cambiado totalmente desde que entramos en Egipto. Se había vuelto extraordinariamente orgulloso, grosero sin medida y enormemente exagerado, lo cual en Oriente quiere decir mucho.
En Oriente se considera que todo alemán es un gran jardinero y todos los extranjeros buenos tiradores o médicos. Por desgracia, en El Cairo me había llegado a las manos un botiquín homeopático a medio usar, y había ensayado en casa de algunos extranjeros y conocidos, la dosis de cinco gránulos de la trigésima potencia. Luego, durante mi viaje por el Nilo había administrado a algunos marineros, contra todos los males imaginables, un poco de lactosa, y con pasmosa celeridad me había ganado el título de gran médico, en pactos y contratos con el Cheitán (el demonio), porque con sólo tres granitos miserables, hacía resucitar a los muertos.
Esta fama mía había despertado en Halef cierta clase benigna de delirio de grandezas, que, por fortuna, no le impedía prestarme fiel y desinteresadamente sus servicios. Que contribuyera él en la mayor parte a la propagación de mi renombre no admirará a nadie; Halef había caído en el feo vicio del barón de la Castaña, y a la vez aspiraba sin duda a ser un verdadero clásico en punto a grosería.
Así, entre otros objetos, había comprado un látigo de piel de hipopótamo y rara vez se le veía sin él. Conocía Egipto desde mucho antes y afirmaba que allí no se podía hacer nada sin un buen látigo, pues éste obraba maravillas mayores que la cortesía y el dinero, del cual no andábamos muy sobrados por cierto."

Karl May
El rastro perdido


"La cena vino a interrumpirnos por breve rato. Una vez terminada, Pappermann sacó uno de los cigarros que había traído de Trinidad, y los dos Enters prepararon sus cortas pipas, no sin haber consultado con la mirada a «Corazoncito», que con un gesto les concedió el solicitado permiso. El «Aguilucho» no fumaba más que en las deliberaciones. En cuanto a mí, ya sabe el lector que yo fumo mucho, y aun podía decir que era el hombre más fumador de cuantos conozco. Sin embargo, hacía cinco años, «Corazoncito» me había dicho un día que no fumase tanto, pues aún me quedaban muchas cosas que contar a mis lectores y, por tanto, tenía que procurar vivir lo más posible. Al oír aquello, yo solté el cigarro que tenía en la boca y dije: «Este es el último que fumo en mi vida». De suerte que me encontraba en las mismas circunstancias que el «Aguilucho»: no fumaba más que el calumet en las deliberaciones con los indios. A pesar de todo, no desconozco el efecto estimulante que en la inteligencia produce un buen cigarro o una buena pipa, bien fumados, ni el hecho de que entre nubes de humo nuestra fantasía vuela mejor, nuestra memoria se agudiza y crece nuestra sociabilidad. Pude comprobar esta idea mía en la conducta del «Aguilucho», que se entretenía en jugar con los anillos de humo que se escapaban de los labios de Pappermann, sentado junto a él, y aspiraba con deleite el aroma de su cigarro, pareciendo adquirir con ello nuevos pensamientos y nuevos medios de expresión. Es curioso el hecho de que el indio libre nunca es fumador y a pesar de eso, o tal vez precisamente por eso, es más sensible a los efectos de la nicotina. El indio no fuma más que en los momentos importantes y solemnes."

Karl May
La casa de la muerte


"La verdad es que no me importa perder de mi vida a personas que ya no quieren estarlo. He perdido personas que significaban el mundo para mí y aún así estoy muy bien."

Karl May


















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