Pierre Michon

"Al caer la tarde, los soldados alrededor de las fogatas ven de repente al rey que se levanta y se interna en el bosque como un lobo. No regresa.
Nueve años pasan. Fin Barr, abad de Kildare, busca vigas para fortificar la abadía: en los robledales de Killarney, camina de tronco en tronco con sus lacayos. Miran hacia arriba, comparan, escogen. En la horcadura de un roble demasiado nudoso para ser madera de la que se hacen las vigas, Fin Barr ve, en medio de lo que ha tomado en un primer momento por una mata de muérdago, unos ojos risueños animarse y componer un rostro: es un hombre que levanta la mano y hace al abad un pequeño gesto delicado. Es el rey.
Salta al suelo. Tiene un cuervo sobre el hombro que de tiempo en tiempo, cuando el rey se mueve, aletea un poco; luego, muy seriamente, se alisa las plumas. Suibhne abraza a Fin Barr, ríe, lo acaricia... pero no puede responder a sus preguntas: ya no tiene verdaderamente el uso de la palabra. Sin embargo, parece hablar con su cuervo en una especie de jerigonza, a la que el otro responde en la jerigonza de los cuervos. Y cuando cesa este diálogo, el rey canta suavemente, casi sin parar. Parece prodigiosamente feliz y dedicado a su tarea feliz. Durante todo el día, sigue a Fin Barr y sus lacayos, detrás de ellos da saltitos como si él también fuera un cuervo. Cuando se detienen, les busca bayas y berro, que devora con la misma felicidad ávida que tenía para los manjares de rey, y el cuervo come de su boca. Los lacayos se divierten. Fin Barr está conmovido, acaricia esa bola de muérdago y plumas negras que fue un rey. Se dice que, después de todo, su rey no ha cambiado para nada. Al atardecer, sujeta largamente en su mano larga la gruesa mano, la suelta y Suibhne se va dando saltitos hacia el bosque, como si fuera a echarse a volar. No se volverán a ver antes de que sobre el uno y el otro llegue el ave de la Muerte."

Pierre Michon
Mitologías de invierno



"Al día siguiente, antes del alba, toman las dos barcazas de la abadía, las ponen en el hilo de agua, van a buscar brazos que separarán el tótum del revolútum. El abad Èble forma parte de la expedición y Hugo también. Cada uno sentado en una barcaza y dos comparsas, detrás de cada uno, con pértigas. Los brazos que van a buscar los conocen un poco, son los que pescan para sí mismos y para los monjes, y que habitan en los islotes cercanos, Grues, La Dive, La Dune, Champagné, Elle, Triaize. De una barcaza a la otra, en el marjal, bromean sobre estos indígenas, que huelen a pescado. Dicen que adoran la lluvia como a un ídolo errante. Dicen que recubren muy piadosamente las cruces que les han plantado con miel, les ofrecen despojos de pájaros, piedras planas. Admiten que son de gran tamaño y, a menudo, hermosos, brazos de hierro, ya que los miasmas de la marisma se llevan a tantos en sus primeros años que los que quedan son de hierro. Admiten que son mansos. Los van a ver de vez en cuando, les hablan de la Salvación, ellos escuchan recatadamente pero no entienden bien la lengua. Sin embargo, entienden bastante bien cuando les dicen: tantos toneles de arenques en el monasterio para Navidad, tantas rayas de clavos y carpas para Pascua, tantas sardinas para el ordinario. «Es porque son mitad pescados», dice Hugo. «Sin embargo, los hemos bautizado», dice Èble. Ríen, el cielo enorme y pálido sobre estos pequeños monjes negros ríe también con sus gaviotas.
Desembarcan en Grues, La Dive, Triaize. Cabañas con pescados secándose, una o dos vacas errantes. Reúnen a los pescadores o sus mujeres, los que estén: los rostros afilados y los gruesos, los apabullados y los ardientes, los cuerpos diversos en túnicas que se parecen bastante a la cogulla de los monjes, salvo que no son necesariamente negras. Hacen sobre ellos la señal de la cruz, se sientan. Les dicen que van a desecar la marisma al pie de Saint-Michel, transformar el lodo en roca, hacer un milagro. La palabra milagro, desde que han empezado a hablarles de estos, la han retenido, aguzan mejor las orejas. Este milagro necesita sus brazos. Les dicen que esa tierra milagrosa y el ganado que albergará serán mitad de ellos, mitad de los abades. Les dicen que aquellos a quienes atraiga esta perspectiva deberán seguirlos de inmediato y establecer su choza en el prado del monasterio, durante mucho tiempo, en cada estación cálida; y que podrán regresar a sus hogares de octubre a mediados de mayo, cuando la marisma vuelve a ser verdadero mar y río real. Es Hugo quien lo explica, con su bella voz ardiente, y Èble agrega que, además de la tierra recobrada y el ganado, recibirán la Salvación. Los indígenas hablan extensamente entre ellos, algunos regresan a sus redes, otros, no. En La Dive, dos parejas con sus hijos ponen una barcaza en el agua y siguen a los monjes; en Grues, un anciano mudo y dos jóvenes; en Triaize, nadie. Atracan en Champagné."

Pierre Michon
Abades



"¿Cómo podemos hacer lo mismo que un pintor, si necesitamos tiempo para poder escribir? No podemos tener ese efecto de sorpresa inmediato que tiene una pintura, que va de la mano del shock intelectual. Con un libro, en cambio, se necesitan dos horas de lectura para sentir lo mismo. La pintura muestra, en cambio la escritura nombra; es muy distinto. Y jugué mucho con esto en Los Once, que cuenta la historia de un cuadro que no existe. En realidad mi libro intenta captar la piel del cuadro."

Pierre Michon



"El poeta Shelley le dice al viento del oeste: “Espíritu salvaje, tú cuya fuerza colma el espacio, haz de mi tu lira como lo es el bosque, sé el clarín de una profecía”. Sí, el viento. El aliento del Génesis. ¿Qué es el viento? Un poco de agitación. El espíritu atronador de Dios sobre las aguas, al principio de todo, o la pequeñísima brisa en los almeces, por medio de la cual Dios se le apareció a Elías. Es una fuerza del espacio, invisible. Es un lamento, pero es una energía. Un cumplimiento y una espera. Es un enviado, pero no se envía más que a sí mismo. Quizá significa algo, ¿pero qué? El viento es un efecto de sentido. Observemos todos los efectos dramáticos que el cine obtiene de un golpe de viento: el viento es metáfora de todo lo que queramos, y por encima de todo del acto de escribir y de filmar, la creación, como se la llama, de Dios sobre las aguas, hasta la del más humilde plumífero. ¿Pero, y la velas? Deben venirme de la pintura, de Caravaggio o de Georges de la Tour."

Pierre Michon


“En mi escritura hay una especie de voluntad monumental.”

Pierre Michon


"Es algo exorbitante, caballero: quien no ha conocido algo así no sabe lo que es el placer de vivir. No tiene la menor idea de qué es un reinado, es decir, la merced de tener a disposición de uno y bajo su dependencia no imaginaciones o fantasmas, o, lo que viene a ser lo mismo, cuerpos de esclavos forzados, como nos pasa a todos, sino almas vivas en cuerpos vivos, una merced, en verdad, conseguida sin violencia alguna, sin esfuerzo ni dificultad, por la sola virtud del Espíritu Santo o por la virtud más maquínica de uno de esos diktats celestiales que aquella época idolatraba, la gravitación universal, la caída de los graves… Sí, todo eso, de conformidad con un decreto que el Altísimo, o el Gran Arquitecto, había adecuado especialmente para uso suyo, todo, Suzanne, Juliette, los latidos de sus corazones, sus manos, sus vestidos, y todos los objetos incluidos entre sus dos corazones, sus manos y sus vestidos, el mundo entero, pues, caía hacia él, era suyo.
¡Francoizélie!
Así lo llamaban, y así es como lo llaman según bajan corriendo la breve escalinata. Todavía son ricas, todo el dinero del viejo no se lo ha tragado aún la desafortunada tarea literaria, la zanganería poética de Francois Corentin de la Marche; sus barcos van y vienen y hay frutos en sus viñas; y tiene que notarse, así que llevan tontillos muy abultados y quizá incluso —al menos la joven, Suzanne— uno de esos vestidos de faya a los que llamaban chillones por el ruido que hacían cuando un par de piernas se estiraban dentro de ellos: un chillón de color de oro que se despliega en pos de él, se le viene encima, lo llama tesoro suyo mientras, cruzando gladiolos y rosas abiertas, va a carrera tendida por el jardín hacia el canal. Es el corazón del verano, es la felicidad: dos corazones amedrentados en unas faldas de faya que giran alrededor de uno en un ballet tan riguroso como la mecánica celestial, que le ruegan a uno que no se aparte de ellas. Y es quizá ahí, en julio, con gritos de mujeres y gladiolos, donde puedo colocar el marco de una de esas anécdotas que todos sabemos, que aparecen en todas las biografías escritas de Corentin, las amables y las serias, tanto en los recordatorios que se miran sobre la marcha en el Louvre cuanto en los estudios eruditos, y que también podrían encajar en ese puñado de pintores que el gentío eligió a saber por qué y se metieron de un brinco en la leyenda mientras los demás se quedaban en la orilla, pintores sin más; y ellos son más que pintores, Giotto, Leonardo, Rembrandt, Corentin, Goya, Vincent Van Gogh; parecen más que pintores, son más de lo que fueron. Así que es quizá ese día, cuando el niño, bajando a zancadas la cuesta del jardín, deja atrás los bojes, cruza a todo correr el camino de sirga y el impulso lo lleva hasta la parte de arriba del terraplén, donde se para en seco, porque lo que hay debajo es el agua, debería ser el agua: pero hoy, con todas las compuertas abiertas y todos los cuencos de las esclusas sin pernos, el canal está en seco desde Chécy hasta Saint-Jean. Se ha ido el agua, se ha muerto el agua. Y, en el barro del canal, en las arenas empapadas del Loira, unos caballos con carretas y batallones de lemosines con cuévanos acarrean barro hacia la orilla: porque resulta que los canales, esas amplias extensiones de agua tranquila, se van atascando poco a poco y hay que mondarlos de vez en cuando. De ahí se alza, bajo julio, un olor a hervor de vida y a carpa pasada que es el olor de la muerte."

Pierre Michon
Los Once



"Existe un recurso muy somero y arcaico para enderezar esa doble perversidad de las cosas, ese doble rechazo: no ser el antepasado fundador y no poder tocar las bragas de la hermana. Ese recurso con tamaño de elefante lleva también, por suerte, en el Sur nombre de animal, White Mulé, la muía blanca, una de cuyas variantes es el whisky bourbon. El elementalísimo y disponible aguardiente. Una poderosa retórica que puede uno echarse al coleto y le causa el mismo efecto que un obús shrapnell y una niña. Vale para todo, tiene cualesquiera efectos y prescinde de cualquier causa que no sea el hecho de apurar vaso tras vaso: los contrarios revolotean ahí con tal violencia que es ya imposible desentrañarlos, como sucede en la alta retórica isabelina. Somos el abuelo y la niña, somos el cadáver, somos la bandera, el harapo, somos el Sur. Y como esta vez nos hemos echado al coleto el elefante, pisoteamos en nuestro mismísimo fuero interno todos esos avatares nuestros, portentosos y aborrecibles, todo cuanto queremos ser, todo cuando tememos ser, y todo cuanto somos. Esa danza contra natura tiene, además, la ventaja de llevar en sí su propio castigo: al menos caemos de verdad bajo el elefante, que dobla las patazas y se nos sienta encima durante toda la noche, clavando los colmillos en el entarimado a ambos lados de nuestra cabeza. Ese mago, ese bailarín de seis toneladas, tiene también poder para acelerar las combustiones y aproximar nuestra existencia cuanto sea posible hacerlo a la de un lucky strike. Y ese elefante tengo la seguridad de que Faulkner lo está viendo, no sólo en esta foto, sino en todas: o lo monta como un cornac o está desplomado debajo, según; pero es su compañero, su prójimo, su ángel tutelar y su asesino, y siempre aparece en una esquina de la foto. Entra dentro de lo posible que en esta foto de Cofield, a los treinta y cuatro años, vea ya que le va a deber la muerte, en fin, no del todo: la muerte, con maravilloso tino, recurrirá al pretexto del caballo llamado Stonewall, sí, igual que Stonewall Jackson, el bestial héroe de Manassas, el general de los ejércitos de Caín, el amigo del antepasado. Así pues ese muro de piedra con cuatro patas había de tirarlo jodidamente al suelo, y murió en pocos días, con el viejo elefante encima del pecho."

Pierre Michon
Cuerpos del rey


"La pintura dispone del espacio y del instante, ella lo muestra todo en un abrir y cerrar de ojos. La escritura posee todo el tiempo, todo su tiempo, pero pierde la simultaneidad. He jugado mucho con este efecto desequilibrante en mi libro Los Once, que habla de un cuadro que lleva el mismo título, que doy por real, pero que inventé, como inventé a su pintor, Corentin. Desearía que el lector no supiera jamás si, cuando en el libro digo Los Once, hablo del cuadro o de mi propio libro. Los dos son evidentemente inconciliables e irreconciliables, como lo son pintura y literatura. De todas maneras, pintura y literatura desean transmitir la misma cosa. Una y otra desean asestar un puñetazo al estómago. Transmitir en primer lugar afecto. Y en esa brecha abierta de la emoción, hablarle a la inteligencia."

Pierre Michon


"Llegó noviembre y no dejaba de llover. El Beune iba crecido, sumergía los caminos de pescadores. Pasaron unas grullas, muy bajas, y allí estábamos todos, en el patio del colegio, con las caras chorreando y echadas hacia atrás, mirando aquella uve grande que chillaba sobre el fondo de un blanco denso de las nubes y rastrillaba el cielo despacio como una red sacada del Beune; un labriego mató a una, rezagada y cansada, que se posó cerca del agua, y la vi por la noche, en la hostería de Hélène, encima de la barra entre los vasos grandes con espuma. No se le veía la herida; el cuello blanco colgaba hacia fuera, alargaba el pico como cuando volaba estirando el cuello. Unos hombres con chubasqueros de hule chorreando le hundían los dedos en las plumas y sobaban la grulla muerta. No la disecaron, a la gente ya no le gustan esas cosas.
Pasaban grullas y mis alumnos aprendían a conjugar. Por esos mismos días, subí una mañana a mi Gólgota pequeño deseando que Yvonne llevase un vestido que le había visto la víspera y, en el pelo, esas dos peinetas grandes que yo prefería y le dejaban al aire las mejillas, de forma tal que se brindaba más el leve abotagamiento con que la barbilla se curvaba hacia el cuello. Había gente en el estanco, hombres con el traje de los domingos que habían venido de las aldeas para reponer los paquetes de picadura y comadres del pueblo que espigaban después de misa con qué alimentar la maledicencia, con qué sobrevivir. Tras todos esos hombros envarados, enfundados en trajes o en vestidos de felpa, Yvonne despachaba, bienhumorada y dadivosa como solía. Llevaba las peinetas, llevaba el vestido; su cara, mayor que nunca, me desposeía, me transportaba al colmo de la felicidad. Llegó un hombre que pasó, tan desahogado, por delante de toda aquella gente y, apoyándose en el mostrador, se inclinó apenas hacia Yvonne; le dijo unas pocas palabras que yo estaba demasiado alejado para poder oír; me pareció, por lo demás, que hablaba a media voz. Yo le veía, más abajo de la nuca despejada, el terno, cuyo corte no era demasiado bueno, pero que le sentaba bien en los hombros un poco caídos, y, a ambos lados del cuerpo, unas manos bastante delicadas, apoyadas en el expositor grande de plástico donde estaban los mecheros. Yvonne lo miraba. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, a ella, tan bienhumorada hacía un rato, tan altanera y tan expansiva, le había cambiado la cara. ¿Cambiado? No es que se retrajese, que dejara de dar; daba algo muy diferente. Igual que Jean-Gabriel, quizá, al ver la Mano inefable tras la otra mano que tendía el arco, bendiciendo a las dos, trémulo; pero yo estaba a cien leguas de acordarme de Jean-Gabriel. Yvonne se había ruborizado; la barbilla, más blanca, no sabía si seguir sonriendo. Y seguía; pero había en sus ojos esa llamada, ese sueño, ese rechazo que tienen las mujeres de la sombra y las que están en misa, un servilismo delicioso y un vano estremecimiento de rebeldía más delicioso aún. Yvonne se inmutaba, cedía, daba a la vez la rebeldía y la derrota, las dos se afilaban sin que ninguna se impusiera. Ocurrió todo en un momento, el susurro inaudible del hombre, las manos apoyadas en la vitrina de los mecheros, la mirada titubeante de Yvonne y aquel pathos abrasador en sus mejillas, el relámpago de animal que se inmuta, sujeto."

Pierre Michon
El origen del mundo



Nunca he olvidado de dónde vengo, a qué lugar pertenezco, aunque me haya liberado de mis orígenes mediante el lenguaje. En mis libros hay algo aristocrático que se desliza debido al uso que hago de la lengua, que justamente ennoblezco. Sin embargo, con todo lo aristocrática que sea, quiero que siempre aparezca la marca de lo proletario, ya sea a través de las expresiones dialectales que utilizo o de la temática. Pensemos en Los once (Anagrama), que no es un libro en el que las preocupaciones políticas sean republicanas, es decir, no trata de la libertad y todo ese tipo de cosas. Las preocupaciones que aparecen son las de la lucha marxista de clases. Tal vez recuerde la escena del libro en que finalmente estalla la lucha de clases: cuando, en medio del fango, uno de los trabajadores del canal que se construye en la región donde transcurre la historia, el Limousin, aunque podría ser un proletario de cualquier otra parte, ve a una hermosa mujer, en un suntuoso vestido, y la desea. Se trata de una problemática marxista y a la vez freudiana: ¿qué es ser rico? En la novela, los ricos poseen a las mujeres bellas. Pero esto no forma parte de las preocupaciones de quienes reflexionan sobre la revolución, las libertades, los derechos. Así, mi revolución francesa aborda el problema de manera marxista, aunque con parsimonia, pues no hago teoría en mis libros. Las ideas deben aparecer desarrolladas en la historia que se relata. Siempre me ha incomodado que, en un libro de ficción, el autor siga argumentando sus preferencias políticas. Como decía Stevenson en su correspondencia, o James, no recuerdo bien, lo leí en Borges: “en sus novelas, el escritor no debe hablar de teoría, puesto que Dios no hace teología”.

Pierre Michon



"Pensó en el parisino, que era buen chico pese a todo, que no lo timaba sino a medias, y eso que podría haberlo timado por completo. Aquel hombre no le debía nada a Roulin. A lo mejor era Roulin quien le debía algo; Roulin, quien, de no haber sido por él, habría podido morirse en la creencia de que, antaño, en Arles, había tenido visiones; que aquella formidable violencia que había visto en unos melonares no se salía de lo normal; que no era una fabulosa pena que había que purgar, fuese cual fuese el resultado; que tampoco era la encarnación de a saber qué voluntad poderosa que a los hombres los convierte en príncipes; que no era sino la gesticulación de un chiflado en plena insolación, algo excesivo y ridículo, igual que cuando las trompetas de Aida suenan de pronto, con cincuenta cobres, en el césped donde están jugando unos jubilados. Le debía a aquel joven el haber conocido a un gran pintor, el haber visto y tocado algo en cierto modo invisible, y no a un pobretón a quien se invita a confituras. Y aquel joven, que había aprendido a usar el dinero, como se veía por la chaqueta que llevaba, por sus ademanes, por sus finezas, sabría usar aquel cuadro que ellos tenían, le sacaría mejor provecho. Claro que era un poco bribón, como lo son todos; pero Roulin, puesto a cavilar, como ya he dicho, era capaz, igual que cualquier hombre, de vislumbrar, al hacerlo, algunos destellos verdaderos o falsos. Roulin cayó en la cuenta de que sólo robaba a los muy ricos, quienes, de todas formas, se lo podían permitir, a esos ciudadanos superlativos que se prendan de aquello de lo que les dicen que hay que prendarse, esos a los que se llama aficionados. Y que, seguramente, les proporcionaba incluso cierto placer, por más que envenenado, ya que, tras haberlos convencido de que sólo ellos podían leer las runas de Vincent, los proveía de ellas, acto seguido, a cambio de su peso en oro; y, cuando trasladaban su orondo peso desde sus acerías a sus casas y sentaban ese peso frente a la pared en la que se erguía, intocable, una imperial Marie Ginoux, o un Moro con imperial pantalón rojo, o los trigos imperiales de las afueras de Arles, les daba mucho gusto tener todo eso, eso mismo que en su propia casa se les hurtaba y los colmaba de sufrimiento y de una gran ira reprimida. Y aquella bribonería le hacía gracia a Roulin, el príncipe republicano. Pero era un factor rojo anciano; entra, pues, dentro de lo posible que sus pensamientos no tuvieran tanto alcance; que, sencillamente, admitiese que le gustaba aquel joven capitalista, porque los dólares, claro está, y los negocios que hacen pasar hambre a la pobre gente no le gustaban, pero cuando los dólares se encarnan, ante las propias narices de uno, en un hombre encantador que no lo perjudica a uno, la cosa no resulta tan fácil; también en eso de los dólares se estaba volviendo indulgente y dubitativo. Le pidió perdón por ello al retrato de Blanqui, que ahora estaba ya todo descolorido. Miró los tres colores izados encima de la Vieille Charité y es posible que no viese entre sus pliegues, como solía, esa bandera de un solo color, que ha de acabar con el mal, flotando sobre nuestro paraíso con ayuda del animal que simboliza la Historia, como sucede con la tarasca Tarascón, donde hace mucho que ya no hay tarasca, ese animal paciente, ciego y escarbador, impotente, ese viejo topo que Marx tenía en su escudo de armas."

Pierre Michon
Vida de Joseph Roulin


"Yo escribo para disfrutar plenamente de la vida; es como la famosa respuesta de Beckett cuando le preguntaron por qué escribe usted: “solo sirvo para eso”."

Pierre Michon


"Yo estoy muy familiarizado con el silencio porque no escribo siempre. Escribo uno o dos meses por año y el resto del tiempo leo y acumulo documentación para el próximo libro. A veces tengo miedo de que el silencio se instale definitivamente. Los momentos en que escribo son momentos de ebriedad en relación con mi estado natural, que es el silencio."

Pierre Michon


"Yo miro el arte con los ojos de alguien que está relegado y lejos de todas esas referencias culturales. Cuando tenía quince años estaba en un colegio pupilo en una ciudad aburrida, y leía con placer a Stendhal, Balzac o Flaubert; pero no tenía nada que ver con lo que yo conocía. Esa gente que aparecía en la literatura no era gente de la vida; era como ciencia ficción. Por eso escribo desde el punto de vista de alguien que intenta entender, pero no lo consigue del todo."

Pierre Michon



"Yo necesito alucinar mi tema para gozar de la escritura; ver mi objeto, enamorarme y hacerlo aparecer; es como una fantasía sexual en donde lo visual tiene una importancia extrema. Si no veo el detalle de aquello de lo que estoy hablando, entonces no funciona."

Pierre Michon




















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