Álvaro Mutis

 "Cuando la gratitud es tan absoluta las palabras sobran."

Álvaro Mutis Jaramillo



Breve poema de viaje

Desde la plataforma del último vagón
has venido absorta en la huida del paisaje.
Si al pasar por una avenida de eucaliptos
advertiste cómo el tren parecía entrar
en una catedral olorosa a tisana y a fiebre;
si llevas una blusa que abriste
a causa del calor,
dejando una parte de tus pechos descubierta;
si el tren ha ido descendiendo
hacia las ardientes sabanas en donde el aire se queda
detenido y las aguas exhiben una nata verdinosa,
que denuncia su extrema quietud
y la inutilidad de su presencia;
si sueñas en la estación final
como un gran recinto de cristales opacos
en donde los ruidos tienen
el eco desvelado de las clínicas;
si has arrojado a lo largo de la vía
la piel marchita de frutos de alba pulpa;
si al orinar dejaste sobre el rojizo balasto
la huella de una humedad fugaz
lamida por los gusanos de la luz;
si el viaje persiste por días y semanas,
si nadie te habla y, adentro,
en los vagones atestados de comerciantes y peregrinos
te llaman por todos los nombres de la tierra,
si es así,
no habré esperado en vano
en el breve dintel del cloroformo
y entraré amparado por una cierta esperanza.

Álvaro Mutis




"El azar es siempre sospechoso, son muchas las máscaras que lo imitan."

Álvaro Mutis Jaramillo



"El otoño es la estación preferida de los conversos. Detrás del cobrizo manto de las hojas, bajo el oro que comienzan a taladrar invisibles gusanos, mensajeros del invierno y el olvido, es más fácil sobrevivir a las nuevas obligaciones que agobian a los recién llegados a una fresca teología. Hay que desconfiar de la serenidad con que estas hojas esperan su inevitable caída, su vocación de polvo y nada. Ellas pueden permanecer aún unos instantes para testimoniar la inconmovible condición del tiempo; la derrota final de los más altos destinos de verdura y sazón. Hay objetos que no viajan nunca. Permanecen así, inmunes al olvido y a las más arduas labores que imponen el uso y el tiempo. Se detienen en una eternidad hecha de instantes paralelos que entretejen la nada y la costumbre. Esta condición singular los coloca al margen de la marca y la fiebre de la vida. No los visita la duda ni el espanto y la vegetación que los vigila es apenas una tenue huella de su vana duración. El sueño de los insectos está hecho de metales desconocidos que penetran en delgados taladros hasta el reino más oscuro de la geología. Nadie levante la mano para alcanzar los breves astros que nacen, a la hora de la siesta, con el roce sostenido de los litros. El sueño de los insectos está hecho de metales que sólo conoce la noche en sus grandes fiestas silenciosas. Cuidado. Un ave desciende y, tras ella, baja también la mañana para instalar sus tiendas, los altos lienzos del día. Nadie invitó a este personaje para que nos recitara la parte que le corresponde en el tablado que, en otra parte, levantan como un patíbulo para inocentes. No le serán cargados a su favor ni el obsecuente inclinarse de mendigo sorprendido, ni la falsa modestia que anuncian sus facciones de soplón manifiesto. Los asesinos lo buscan para ahogarlo en un baño de menta y plomo derretido. Ya le llega la hora, a pesar de su paso sigiloso y de su aire de -yo aquí no cuento para nada-. En el fondo del mar se cumplen lentas ceremonias presididas por la quietud de las materias que la tierra relegó hace millones de años al opalino olvido de las profundidades. La Coraza calcárea conoció un día el sol y los densos alcoholes del alba. Por eso reina en su quietud con la certeza de los nomeolvides. Florece en gestos desmayados el despertar de las medusas. Como si la vida inaugurara el nuevo rostro de la tierra"

Álvaro Mutis
A Guy Roussille, Cinco imágenes



"Es un hombre muy noble pero al que no es fácil ayudar ni corresponder a sus bondades. La última vez que trabajamos juntos fue en un barco que transportaba peregrinos desde el Adriático y Chipre hasta La Meca. Era contramaestre y medio dueño del navío que estaba registrado a nombre de Abdul Bashur, un gran amigo suyo que ya murió. Otro hombre poco común, pero mucho más duro y práctico que Maqroll. Por un problema de literas que había asignado Yosip en forma equivocada, un grupo de albaneses se le vino encima para matarlo. Maqroll descendía en ese momento a la cala y disparó al aire el revólver que siempre llevaba consigo. Los tipos soltaron a mi esposo y cuando mostraron intenciones de lanzarse contra Maqroll, éste algo les dijo en su idioma que los obligó a alejarse en actitud sumisa.
No era la primera vez que escuchaba historias parecidas sobre el Gaviero, quien, sin embargo, jamás daba la impresión de ser hombre inclinado a disputar con nadie ni a imponerse por la fuerza. Era evidente que solía hacerlo por la gente de sus afectos pero no para él mismo. Su fatalismo irremediable lo llevaba a sobrellevar con indiferencia las intemperancias ajenas. Lo que me llamó la atención, desde el primer momento en que vi a la mujer, en la oficina del motelucho de La Brea, fue su afecto incondicional, profundo, casi salvaje por el Gaviero.
Tampoco era la primera vez que encontraba a una hembra que guardara por él ese tipo de lealtad casi perruna.
Cuando fuimos por los resultados de los exámenes, el médico nos informó que Maqroll estaba fuera de peligro. Los daños en órganos que hubieran podido afectarse con las fiebres estaban en vías de desaparecer. En pocas semanas estaría totalmente recuperado. Al salir del hospital, mi amigo, que llevaba los papeles en la mano, se alzó de hombros sin decir nada y, rasgándolos uno a uno, los fue tirando en un recipiente de basura que había a la entrada. Quise impedírselo, pero me contuve a tiempo pensando que sería una irrupción en su intimidad tan celosamente guardada. Regresamos a Northridge y no se volvió a hablar del asunto. Todos esperábamos la ocasión en que el Gaviero reanudara el relato de su vida en la mina; pero nadie se atrevía a pedirle que lo hiciera. Maqroll tenía siempre un especial cuidado para escoger el momento, la atmósfera propicia para sus confidencias y era mejor esperar a que llegaran espontáneamente a riesgo de hacerlo callar para siempre. La ocasión se presentó una noche que salimos a ver una lluvia de estrellas que cruzaba el cielo en medio de un resplandor que sobrecogía el ánimo. Nos quedamos sentados al pie de la piscina. Fui por unas cervezas frías que todos necesitábamos para sobrellevar el calor que se había instalado sobre el valle. Maqroll nos comentó que la más impresionante lluvia de estrellas que vio en su vida fue a bordo de un navío que esperaba turno para entrar en el puerto de Al Hudaida, en el mar Rojo."

Álvaro Mutis
Amirbar



"He tenido pocas sorpresas en la vida —decía—, y ninguna de ellas merece ser contada, pero, para mí, cada una tiene la fúnebre energía de una campana de catástrofe. Una mañana me encontré, mientras me vestía en el sopor ardiente de un puerto del río, en un cubículo destartalado de un burdel de mala muerte, con una fotografía de mi padre colgada en la pared de madera. Aparecía en una mecedora de mimbre, en el vestíbulo de un blanco hotel del Caribe. Mi madre la tenía siempre en su mesa de noche y la conservó en el mismo lugar durante su larga viudez. "¿Quién es?", pregunté a la mujer con la que había pasado la noche y a quien sólo hasta ahora podía ver en todo el desastrado desorden de sus carnes y la bestialidad de sus facciones. "Es mi padre", contestó con penosa sonrisa que descubría su boca desdentada, mientras se tapaba la obesa desnudez con una sábana mojada de sudor y miseria. "No lo conocí jamás, pero mi madre, que también trabajó aquí, lo recordaba mucho y hasta guardó algunas cartas suyas como si fueran a mantenerla siempre joven." Terminé de vestirme y me perdí en la ancha calle de tierra, taladrada por el sol y la algarabía de radios, cubiertos y platos de los cafés y cantinas que comenzaban a llenarse con su habitual clientela de choferes, ganaderos y soldados de la base aérea. Pensé con desmayada tristeza que ésa había sido, precisamente, la esquina de la vida que no hubiera querido doblar nunca. Mala suerte.
En otra ocasión fui a parar a un hospital de la Amazonía, para cuidarme un ataque de malaria que me estaba dejando sin fuerzas y me mantenía en un constante delirio. El calor, en la noche, era insoportable, pero, al mismo tiempo, me sacaba de esos remolinos de vértigo en los que una frase idiota o el tono de una voz ya imposible de identificar eran el centro alrededor del cual giraba la fiebre hasta hacerme doler todos los huesos. A mi lado, un comerciante picado por la araña pudridora se abanicaba la negra pústula que invadía todo su costado izquierdo. "Ya se me va a secar", comentaba con voz alegre, "ya se me va a secar y saldré muy pronto para cerrar la operación. Voy a ser tan rico que nunca más me acordaré de esta cama de hospital ni de esta selva de mierda, buena sólo para micos y caimanes". El negocio de marras consistía en un complicado canje de repuestos para los hidroplanos que comunicaban la zona por licencias preferenciales de importación pertenecientes al ejército, libres de aduana y de impuestos. Al menos eso es lo que torpemente recuerdo, porque el hombre se perdía, la noche entera, en los más nimios detalles del asunto, y éstos, uno a uno, se iban integrando a la vorágine de las crisis de malaria. Al alba, finalmente, conseguía dormir, pero siempre en medio de un cerco de dolor y pánico que me acompañaba hasta avanzada la noche."

Álvaro Mutis
Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero




"Hembra madura y frutal, la Machiche. Mujer de piel blanca, amplios senos caídos, vastas caderas y grandes nalgas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos anchos y ávida boca que dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París galante del siglo pasado. Hembra terrible y mansa la Machiche, así llamada por no se supo nunca qué habilidades eróticas explotadas en sus años de plenitud. Vivía en el fondo de la mansión y su gran cabellera oscura, en la que brillaban ya algunas canas, anunciaba su presencia en los corredores, antes de que irrumpiera la ofrecida abundancia de sus carnes. Tenía la Machiche una de esas inteligencias naturales y exclusivamente femeninas; un talento espontáneo para el mal y una ternura a flor de piel, lista a proteger, acariciar, alejar el dolor y la malaventuranza. La bondad se le daba furiosamente, sus astucias se gestaban largamente y estallaban en ruidosas y complicadas contiendas, que se aplacaban luego en el arrullo acelerado de algún lecho en desorden."

Álvaro Mutis
La mansión de Araucaíma


"Un ligero rubor apareció en el curtido rostro de Obregón. Era muy pudoroso en el fondo y, a decir verdad, no recordaba haberle escuchado confesiones de ese orden. Al menos no abiertamente. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que muchos de sus herméticos y laberínticos comentarios debían ocultar episodios sentimentales. Mi afectuosa paciencia al escucharlos le comunicaba quizás, por secretos conductos, una cierta conformidad. La verdadera amistad suele estar apoyada en tales ocultos pero eficaces vasos comunicantes.
La lluvia pasó poco rato después y nos despedimos con el mismo estrecho abrazo silencioso con el que siempre nos separábamos como si nunca más nos fuéramos a ver de nuevo. El último, que sucedió no hace mucho tiempo, lo guardo en la memoria con aflicción que no amaina.
Llegamos mi esposa y yo a Mallorca en pleno otoño, pero todavía el rebaño de turistas paseaba sus germanas opulencias por las calles de Palma y las desnudaba, para horror del sabio paisaje de la isla, en cuanta playa podía invadir. Carmen había conseguido hablar desde Barcelona con mossèn Ferran y éste nos esperaba en el aeropuerto. Allí estaba, corpulento y desgarbado, pasados de seguro sus sesenta años, dándonos la bienvenida con una cortesía un tanto campesina y dirigiéndose a mi esposa en un catalán que se esforzaba para que no tuviese una dosis muy alta de mallorquín. El diálogo, a partir de ese momento, se estableció dentro de ese código. Yo seguía, en español, entendiendo, desde luego, lo que ellos se comunicaban, gracias a mi entrenamiento de más de un cuarto de siglo de estar casado con catalana. Me llamó singularmente la atención el expresivo rostro del párroco, con sus espesas cejas oscuras, su boca de labios delgados, siempre con la sonrisa espontánea y ligeramente irónica de quien ha vivido ya lo suficiente como para sólo darle importancia a lo esencial y dejar el resto de lado con indulgencia para con las miserias de nuestros semejantes. Los ojos oscuros y siempre atentos, abiertos hacia el interlocutor, denunciaban a leguas ese sustrato sarraceno de los naturales de la isla. La calurosa voz de bajo profundo del simpático clérigo daba un énfasis un tanto teatral a todo lo que decía."

Álvaro Mutis
Tríptico de mar y tierra




Sonata

Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
cono tren en la noche de las páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que enjuta la fiebre de los ghettos
a la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.

Álvaro Mutis








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