Antonio Márquez Salas

"Apoyando la muleta sobre la tierra encharcada, avanza el indio Genaro por el rojo camino del río. La muleta se hunde profunda en el fango. El sol húmedo de la mañana, el esfuerzo que hace por sacar la muleta del barro mantienen su rostro goteando espeso sudor.
El camino es de greda roja, muy blanda, despedazada por el continuo pasar de recuas. Antes del mediodía el indio se halla casi desfallecido sobre la tierra, mientras la muleta permanece clavada en el fango. El sol llueve sobre la pobre cabeza del indio. Por el rojo camino cubierto de vapores azulosos nadie pasa. El indio se encuentra solo, con su muleta hundida entre la greda que comienza a endurecerse y con el obligado silencio a que somete todas las cosas aquel sol achicharrante. Nadie pasa. Siente la lengua reseca entre las fauces. La humedad del fango podrido lo mantiene aletargado. Mira hacia arriba y aquel azul parece nunca acabar. No hay en él ni una raya blanca.
Una nube de moscas ronda el cuerpo del indio Genaro. Hace dos días que ha salido del hospital, mutilado.
Meses atrás, una astilla de leña le levantó la carne hasta el hueso. Genaro se empeñó con los medios a su alcance, por ver la herida seca, la pierna sana.
La herida sanó aparentemente, pero el mal seguía por dentro. Transcurrieron los días y las semanas y la herida no sanaba del todo. Entonces llegó aquella puerca mosca y le agusanó la carne. El dolor fue insoportable. Se arrancó la carne podrida con las uñas, se exprimió la llaga y vio salir gusanos rechonchos, semejantes a frijoles blancos. Eran conos anillados, con cierta dura movilidad. Alrededor de la herida la carne estaba tensa, tenía un brillo azulino.
Desde luego, no pudo trabajar más. Pocos días después se hallaba con la pierna gangrenada; entonces llegaron unos vecinos de más allá del río y lo bajaron en una hamaca hasta el pueblo, donde nada pudieron hacerle, por lo que hubo de ser trasladado a la ciudad. Genaro llegó casi muerto. El mismo hubiera deseado morir. Los ojos, inmensos por la fiebre, se le hundían profundos en las cuencas.
En la ciudad le cercenaron su pobre pierna podrida. Sólo le quedó un pequeño muñón."

Antonio Márquez Salas
El hombre y su verde caballo



"No es necesario verle para saber que está muerto. Pero éste no es un muerto desarmado, no es un muerto destinado a corromperse. Éste está muerto y ya resucitó. Ya volvió a la vida, porque es un hombre que está en el pasado, recorriendo los campos con su voz asordinada y mirando la nocturna claridad a través de los ojos de una gigantesca cerbatana. Cuando ambos pasábamos por la sementera donde los mulatos Cirimbel cultivaban maní, veíamos el plantío extenderse bien pulido, bien regado y con sus bellas flores amariposadas oler pesadamente. Entonces Aaron Torrealba decía, mejor aún, musitaba algo entre dientes y me invitaba a visitar las mulatas que habitaban unas chozas a la vera del camino. Aquellas mujeres de tez casi cobriza o gris, de ojos alargados y de pelo como negra viruta de hierro, lo recibían sonrientes, mientras él rasgueaba suavemente la guitarra. Casi sin mirarlas, con voz apenas audible, se acercaba al oído de la mayor, que reía con los ojos y que no sé por qué tenía el extraño nombre de Quiroba y le recitaba, como si se tratara de un animal o de otro ser no perteneciente a este mundo, algunos versos sangrientos, rotos, germinales, con olor de semilla viva, le decía algo que comenzaba: "Yo quiero ser la agonía del santo que te corrompe o que está permanentemente dentro de ti, que echa flor y se pudre en ti". La mujer sonreía y mostraba sus dientes blancos y uniformes.
Cuando por la noche regresábamos, la mujer lo esperaba bajo los frondosos mangos y cohabitaban en medio del campo, aspirando el áspero olor de las flores de maní, en medio de la tierra recién removida y viendo volar las lechuzas en persecución de los insectos nocturnos. Pero nada en él correspondía a lo que los demás llamamos realidad, porque vivía en estado de permanente alucinación, en perpetua agonía, como si la vigilia de Dios le hubiese sido encomendada para que sólo permaneciese sobre la tierra atento a los hechos de los hombres, viviendo al mismo calor de los animales y sumido en los mismos sueños y anatemas de todo lo existente. Porque una cosa era vivir como Aaron Torrealba y otra muy distinta entregarse a la simple contemplación, al discurrir de un tiempo sin sangre, alimentado su cuerpo reblandecido por la pura e impersonal vía de la linfa. Aaron Torrealba era un animal de aurora, pensador de sonidos y gustador de esencia de aromas y perfumes y, sobre todo, de los líquidos sombríos de las horas densas del amor. Era el que soñaba por todos, el que disponía los planes acerca del alma de sus amigos y el que entregaba a cada uno su cuota de miel negra, que es el honor del hombre, de valor, que es la fiebre amarga de los que sufren, y de aventura, que es la noche del desierto.
Recordándolo así, me abrí paso entre la turba y penetré a la iglesia donde el cura esperaba el cadáver con todo su atavío. Le dije: "Ese cadáver no entrará aquí, vaya y búsquelo donde está, en medio del río, en el centro del charco, cubierto por su propia sangre y amarrado como un árbol a las raíces de la vida."

Antonio Márquez Salas
Solo, en campo descubierto





"Y él, ¿qué trae? No trae más que una pierna menos y un palo, un garrote. La muleta quedó allá, pesada, hundida en aquel barro tibio y fétido.
Eso trae. Nada más. Una mera huella y la nostalgia de su otra pierna, perdida entre algunos chorros de sudor, de sangre y de alcohol. Que acaso ya humeara entre el estiércol, bajo las duras goteras de las cornisas rotas o en los nidos oscuros y malolientes de las golondrinas.
Eso es lo que trae. Una pierna menos. Pero la mujer, Domitila, dice que por lo menos ha vuelto y eso es ya mucho traer. Ha vuelto con una pierna menos, con un muñón que no ha sido curado, sangrante y oliváceo, lleno de pústulas blancas y costras falsas. Con un muñón que, maldito, cogió la misma gusanera que le hizo perder su pierna. Con cuidado, el indio Genaro se hunde en el muñón una astilla de leña, para arrancarse algunos pedazos purulentos, en un afán de aliviarse aquel dolor. Eso trae, porque en el camino se durmió del puro cansancio y una mosca le puso, él mismo no supo cómo, un panal de queresas que ahora son violentos gusanos taladrantes. La astilla se hunde en los huecos llenos de pus, como el garrote en el barro, y con un suave movimiento de palanca hace brotar gusanos que se mueven rabiosamente.
Eso es lo que trae. Nada más. Y ahí frente a él están unos niños que le piden pan y le llaman taita. Y sobre todo Domitila con su vientre bajo, siempre como si estuviera a punto de acurrucarse. Como si continuamente tuviera diarrea y necesitara agacharse. Y en la lejanía, casi en el pasado, su rancho frente al prado, como si fuera una nariz que husmeara el grueso aliento del río. De ese río lento como un buey inservible que baja tres cercados más lejos, pegado a las costras de la tierra.
Ya es algo lejano en su vida aquel toro amarrado a un lento tronco de laurel que alza con cierta majestad algunas ramas sarmentosas; el marrano padrote detrás del almizcle de la hembra, estirando su gran trompa y mostrando sus dientes cortantes y sus berridos, y el caballo escondido en la sombra verdosa del pasado. Su verde caballo, con el negro cabestro dócil, extendido como la hierba, por dentro como la saliva, como los pingajos que le cuelgan de las orejas o como los pájaros que le danzan la mañana sobre el lomo, picoteando garrapatas.
Éste es su verde caballo, con luz en las patas hinchadas y que por las noches piafa en sueños acordándose de su hermosa y lejana juventud. Allí está con todos los aperos de su alma el indio Genaro, esperando llegar a los costales para tenderse y olvidarse definitivamente de su pierna.
Los niños frente a la puerta atajan aquel río de hormigas que pretende desbordar y llegarse hasta la pierna agusanada del hombre. Los niños atajan las hormigas como en un juego siniestro. Son los hijos de Genaro que defienden su derecho a matar hormigas, a comer batatas y auyamas.
Entretanto Genaro se halla sobre los viejos costales bañado en sudor, con aquel muñón gangrenado lleno de gusanos que excavan en su pierna, en su sangre, en su vida. Son los gusanos de Genaro. La mujer con un paño aletea sobre la pierna para impedir que las moscas se sienten sobre ella.
Por las noches las ranas se quejan en los charcos y Genaro en la choza. Los niños se hallan encogidos sobre sí mismos y duermen con los huecos de las narices llenos de insectos. Por eso tosen y despiertan al indio que ve avanzar aquella rabia ulcerada de su pierna por las paredes de su cuerpo.
La mujer comienza de nuevo a manejar el trapo y los gusanos a sorber el líquido putrefacto. Las toses se repiten en la noche y sobre el césped que nace frente a la choza, los perros ladran hacia los árboles que ocultan el resplandor lunar. Por entre ellos llega un viento suave y puro que se cuela por las hendijas de la puerta y baña de frío aluminio la frente afiebrada del indio Genaro. En la cuadra se oye de vez en cuando un fuerte resoplido y un roer la madera con lenta velocidad. Es su viejo y verde caballo de trompa desvaída. Su caballo que sabe que allá en los costales que se apeñuscan al costado del mundo, está el indio Genaro luchando con los gusanos que son como la gloria.
La fiebre es lenta y rabiosa, pero el aire dulcifica aquel trac-trac de los gusanos. La carne toda le cruje y él siente un dolor agudo.
Las sombras se alzan hasta la mujer que espanta los mosquitos que pretenden posarse en la pierna del indio Genaro. Se alzan hasta sus ojos que brillan en la noche, hasta la saliva que pugna por salir de sus glándulas.
Un gallo despierta la noche y corta las sombras con un canto ronco, desesperado."

Antonio Márquez Salas
El hombre y su verde caballo












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