Brian Moore

"Ah, qué preocupaciones tendrás tú, vieja seca, pensó Mary contemplando la puerta cerrada. Se inclinó, cogió la escoba y el cubo y se dirigió a la habitación de la señorita Friel, que estaba vacía.
Ya despierta, la señorita Hearne lanzó una mirada sombría a la estufa de gas. La habitación estaba caliente y el ambiente muy seco. La botella que había junto a ella estaba vacía. Al lado había otra, casi llena. Había perdido la noción del tiempo. Las cortinas seguían echadas y las luces encendidas. Apagó la estufa, abrió las cortinas y dejó que entrara la luz del día. Se sentía un poco mareada, pero animada y poderosa. Así que se sirvió otra copita.
Un trago siempre pone las cosas en su sitio. No es que la bebida ayudara a olvidar: ayudaba más bien a recordar, a ponerlo todo en claro, a organizar los hechos desordenados y desagradables de nuestras vidas componiendo con ellos un mosaico perfecto de belleza y racionalidad. Ella, alcohólica, no bebía para apartar de sí los peligros y las decepciones del momento. Bebía para poder considerar las pruebas bajo un prisma más filosófico y examinarlas de un modo más amplio y profundo, impulsada por el estímulo de lo irracional.
De modo que no podía sustraerse al hecho de que hubiera pasado toda la noche sin acostarse, sentada en una silla, tal vez haciendo mucho ruido y dando que pensar al resto de la gente, que podía haberse enterado de su secreto. Como estaba bebida, todas esas posibilidades le parecían entretenidas, aunque poco probables. No había olvidado su desagradable conversación con la señora de Henry Rice: más bien la recordaba con deleite y su mente alteraba, triunfante, los hechos, dotándolos de un barniz de valentía y heroísmo.
¿Y qué si es portero? Sí, la puse en su sitio, a esa gorda libertina. No se atreva a insultarme, dije yo. ¿Es que no se da usted cuenta de que no es más que la vulgar dueña de una casa de huéspedes? No, no se disculpe, buena mujer. Está usted perdonada.
El perdón. Sentada en su silla, con el vaso en la mano, se giró a medias hacia su tía, como pidiendo su aprobación. Pero la pobre tía estaba de cara a la pared. De cara a la pared, la pobre tía, como una niña mala. Ah, eso no le habría gustado nada.
Bien, de acuerdo, ya voy, dijo a la tía en tono condescendiente mientras se ponía en pie, tambaleándose. Te pondré bien, querida tía, pero tienes que prometerme que no vas a volver a ser desagradable conmigo. ¡Prométemelo! Dio la vuelta al retrato y empezó a sufrir pequeñas convulsiones al ver aquella expresión ofendida en la cara de ajo de su tía. Sonríe, le dijo, y la fotografía sonrió débilmente. Así está mejor, querida tía. Ese mohín… Ya lo hemos visto demasiadas veces.
El mohín era ya familiar. ¿Recuerdas cuando volví del internado?, le dijo Judy. ¿En 1931, cuando quería ir a Suiza a aquella escuela para señoritas? Pues el mismo mohín pusiste entonces. Quédate aquí, en esta casa tan buena que yo te ofrezco, dijiste. Y luego ya veremos.
Y la señorita Hearne se quedó. ¿Dónde podría ir, si no? La tía D’Arcy era muy aficionada a la música y celebraba veladas musicales en casa todas las noches, con el entrañable Herr Rauh y la pequeña Evaline de Courcy de solistas. Y aquellas horas de práctica cotidiana del piano… Qué pena, decía la tía D’Arcy, que Judy tuviera tan poco talento para cualquier cosa, y con la crisis de la industria es difícil encontrar hombres jóvenes y adecuados, y los pocos que hay quieren dote, y aquí no hay dinero; y si no hay dote al menos quieren belleza, una mujer hermosa que les permita mejorar su posición, sobre todo si ella viene de buena familia. Una pena, decía su tía, que esa Clodagh, la madre de Judy, se casara con tan poca sensatez. Se refería a la familia. Pero, claro, no es culpa de tu pobre padre haber nacido Hearne. Y hablando de grandes bellezas, tú nunca tendrás ni la cuarta parte de la de tu pobre madre, no: tú has salido a los Hearne, y eso sí que es una pena. Y no eran nada del otro mundo. Vulgares perdidos.
Una muchacha vulgar y sin dote tiene pocas posibilidades, como no sea la de reconciliarse con la voluntad de Dios. Así que Judy empezó a estudiar mecanografía y taquigrafía con Edie Marrinan, una compañera del internado, una muchacha alegre a la par que vulgar. Aquello le valió a Edie un puesto de funcionaría: aprobó el examen y se estableció con un buen sueldo. Pero la tía D’Arcy hizo un mohín al oír hablar de ello. Los funcionarios son unos intolerantes, dijo, y si algo va mal siempre echan la culpa a los católicos. Aun así, lo que es justo es justo, y la tía D’Arcy era única cuando se trataba de hacer justicia, de manera que una vez que Judy hubo estudiado y repasado las lecciones del método Pitman de taquigrafía hasta que el libro quedó esguardamillado, y una vez que las cartas escritas a máquina le quedaron perfectas, su tía llamó por teléfono a Dan Breen, el abogado, amigo de la familia, para preguntarle si tendría un puestecito para su sobrina."

Brian Moore
La solitaria pasión de Judith Hearne



"Cierta confusión se cernió sobre el ánimo de Anthony Maloney cuando su mirada se tendió sobre la Gran Colección Victoriana. ¿Podría decirse que primeramente había avistado aquel muestrario en las lindes de su propio onirismo? ¿O por el contrario él mismo había creado todo aquel repertorio toda vez que se había despertado y se había asomado a la ventana de su dormitorio? No, no había sido víctima de los delirios de un sueño; él había creado todas aquellas cosas y las había visibilizado para que todos pudieran admirarlas. Todo sucedió de repente, cuando Anthony Maloney se despertó un día en Carmel, Estados Unidos de América, miró por la vetusta ventanilla de su hotel y advirtió, estupefacto, que su sueño de la noche anterior había adquirido los visos de la fehaciente realidad. Un vasto mercado al aire libre se extendía frente a él, enseñoreando aquel entorno con el boato de la más exquisita de las colecciones victorianas.
[...]
¿Cómo podría seguir viviendo al desamparado arbitrio de un conjunto de inmóviles estatuas? Un hombre debe estar acompañado por una mujer real. ¿Cómo podría alguien emplear su tiempo deambulando por los pasillos de un museo, noche tras noche, soñando siempre el mismo sueño? Después de seis meses, de transcurrido un año, ya no sería con toda certeza capaz de posar su mirada errabunda sobre todo eso. Y llegaría a odiarlo todo. No cabría el más mínimo vestigio de concebir una vida real para él, ningún tipo de vida aparte de la delectación de la Colección.
[...]
He terminado por descubrir que las formas narrativas -el thriller y las crónicas de grandes viajes- ostentan un gran poder. Son, por así decirlo, «el estómago en el que se digiere la ficción», pero esto es más bien propio de los escritores de segunda categoría, porque en el caso de los más excelsos el autor es introducido en la propia novela y en el corpus que conforma la noveau-roman."

Brian Moore
The Great Victorian Collection




"Cuando ella entró en la cocina en sombras, buscando el interruptor de la luz, lo vio pasar a la sala y agacharse sobre una pila de discos de Peg, y sus ajustados blue jeans dejaron la cintura al descubierto y revelaron la piel desnuda de la espalda, hasta el comienzo del pliegue de las nalgas. El gran gato de Peg se acercó a Tom, se apoyó contra él y se frotó el lomo contra la pierna. A sus oídos llegó la música: barroco. Kevin odiaba la música «clásica». Un momento después ella lo vio incorporarse, entrar en la cocina y servir el vino, pasarle un vaso, y dirigirse al dormitorio. Ella se distrajo, cortando zanahorias, su mente colmada de él y de la música; y de pronto, en un súbito sentimiento de culpa, se volvió para mirar el reloj sobre la mesa de la cocina. Seguramente Kevin ya habría cenado, y estaba mirando la televisión; Danny estaría echado en el piso de su cuarto, realizando sus tareas con el perro Tarzán a su lado. Podía imaginar a Kevin repantigado en su gran sillón de respaldo alto, rodeado de periódicos, el televisor a todo volumen. Afuera llovía, y más allá del muro de ladrillos, al final del jardín, el alto y sombrío pico montañoso llamado la Nariz de Napoleón, elevándose en la noche sobre el Lago de Belfast. El centro de la ciudad sin duda estaba tranquilo; solamente la policía y las patrullas militares. Depositó las zanahorias en una cacerola con agua y encendió el gas, y provocó una minúscula explosión. Imaginarse a Kevin sentado en su hogar contemplando satisfecho la televisión, equivalía a mentirse. ¿Quién podía sentirse feliz después de dos días y dos noches tratando de comunicarse con su esposa en Francia, y sin saber en qué andaba? Es inexcusable no llamarlo. Y éste es el momento oportuno. Se dirigió al comedor, rebuscó en los cajones de la alacena, encontró cubiertos y servilletas y puso la mesa. En la sala el disco concluyó y la aguja emitió un desagradable raspado. Tom salió del dormitorio y puso otro disco. Comenzó a sonar la música. Vivaldi, ¿verdad?
A su hermano mayor Ned le gustaba la música clásica. Esta noche Ned seguramente estaba en Cork, sólo en su departamento de soltero. El otro hermano, Owen, debía estar en su casa de Belfast, con su familia. Su hermana Eily sin duda estaba ayudando a sus hijos a hacer los deberes, en Dublín. Todos los que se habían quedado en Irlanda seguían viviendo como si nada hubiese ocurrido. Se preguntó si Kevin había hablado con Eily o con Owen. Creía que no.
Debo telefonear a Kevin. Pero primero serviré la cena. No, hay que telefonear ahora. Es terrible no hacerlo. Le llamaré después de cenar, cuando Danny se haya dormido.
Un nuevo disco, esta vez música popular, Françoise Hardy cantando una canción que todos los habitantes de París parecían entonar ese año. Se dirigió a la sala, y él estaba de pie frente a la ventana. La tomó en sus brazos y al compás de la música bailó con ella en la sala, y los dos comenzaron a parodiar fragmentos de la música. Él tenía una hermosa voz de tenor. No lo sabía. ¿Qué más ignoro de él, de este muchachito mío? Miró su rostro con la alta frente enmarcada por la cabellera oscura y leonina, los ojos brillantes a la luz de la lámpara. ¿Con quién hizo el amor antes que conmigo, qué mujer lo convirtió en un individuo tan hábil? ¿Todavía piensa en ella, sea quien fuere, o él sabe olvidar tan bien como yo? Imaginemos que puedo olvidar para siempre mi pasado. Mi pasado, esa anécdota minúscula que es mi vida. Esa historia que empezó en la gran cama de bronce de mi madre, en el último piso del número 18 de Chichester Terrace, el 7 de noviembre de 1937, y recorrió distintas etapas, entre ellas la Primera Comunión y los concursos poéticos, y la Escuela Nacional y el internado en el convento de Glenarm, y los cuatro años en la Queen’s University de Belfast. En casa siempre éramos muchos; los cuatro hijos y papá y Kitty y las dos tías solteras, y la casa siempre colmada de gente; y ahora todos desaparecieron, desvanecidos como un recuerdo, y lo único que queda es un álbum de fotos y antiguas participaciones de casamiento y certificados de examen amontonados en el último cajón del pequeño escritorio que tenemos en la sala de nuestra casa de la calle Somerton."

Brian Moore
La mujer del médico


"El pasado está sepultado hasta que, en Connemara, la vista de la tumba de Bulmer Hobson me trae de vuelta esos rostros, esas escenas, esos sonidos y olores que ahora solo viven en mi memoria. Y en ese momento sé que cuando muera me gustaría volver a casa por fin para ser enterrado aquí en este lugar tranquilo entre las vacas pastando."

Brian Moore


















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