Felipe Montes

"Desde los trece años me prometí hacer una gran obra sobre Monterrey. Primero pensé en hacerla fantástica; luego descubrí que sí había mucho que contar sobre el pasado y la realidad. A los dieciocho inicié una colección de libros y documentos acerca de la región con miras a crear un tejido de historias sobre la ciudad; un poema épico."

Felipe Montes



Frío

Desciendo a la calle bajo esta noche perforada por el frío. El edificio queda atrás y, frente a mí,
la Calzada Madero se endereza hacia el Cerro de las Mitras.
Las ráfagas mecen los grumos de lodo y hielo de los charcos.
Dos hojas secas de encino vienen, tocan mis pies, avanzan arrastradas por este aire.
Por la Calzada.
Camino sobre la acera en cuyas grietas clavan sus raíces los quelites; a mi costado se
sostienen edificios derruidos: allá sus azoteas sueltan cabellos tirados por el viento; acá tiritan sus
huesos de concreto. En sus entrañas, el vaho de los muebles empaña muros de mármol negro y
cristales, y algún ratón roe la madera de una viga en esa oficina humedecida.
Puertas y ventanas cerradas de las casas; luz enferma entre la niebla espesa; trozos de vidrio
congelado en la banqueta; calles hinchadas que desembocan en esta Calzada Madero que me
lleva.
Que me lleva.
A mi izquierda, por una puerta abierta, se asoma una rodilla de carne blanda bajo una media
corrida: una mujer de cabello rizado y largo hasta esos pechos que empujan su escote.
Su cara blanca me enfrenta.
Palidece.
Sus rojos labios se hacen rojos; su boca se abre.
¿Vienes conmigo?
Y yo miro sus ojos que se mojan.
No.
Y ella respira.
Y cierra la puerta.
Y adentro de su cuarto se arrastra una silla.
Y yo sigo mi camino a lo largo de esta Calzada cuyos dientes cariados me mastican.
Y las casas siguen, los edificios siguen, sus esqueletos de varillas se oxidan bajo sus carnes
duras. Las gotas de agua rasgan un colchón en aquel terreno baldío cuyas piedras se acomodan.
Blanquean.
Bajo el frío.
Y sigo entre encorvados andamios de hierro y cuerpos de cemento demolidos.
Entre postes inclinados y muros.
Agrietados.
Sometidos.
Me detengo.
El Hospital Gonzalitos se yergue paralizado por las ciegas corrientes de este aire ante el cual
mantiene cerradas sus ventanas. Me acerco más, alzo el rostro: sus vidrios me devuelven la
mirada.
Y detrás de sus párpados traslúcidos se apretujan y se enredan las hileras de hierro de sus
camas.
Allá está ella.
Avanzo hacia el frontispicio. Atravieso el portal.
El extenso vestíbulo.
Subo las escaleras vacías; me sujeto del barandal que me arrastra, peldaño a peldaño, hasta el
quinto piso. Entro en un ala cuyas habitaciones se suceden invadidas de pequeños botes de basura
y sondas por el suelo.
Camino entre las filas de camas que se prolongan hasta perderse en las densas negruras de
los fondos. Sobre sus sábanas se dilatan brazos, cuellos, piernas y troncos de hombres y mujeres
cubiertos de vendajes; sus dientes se estiran sobre el hedor de las almohadas.
Y aquí, metida en la penumbra de este pabellón de carne muerta, envuelta en lienzos y
pomadas, está ella: su espalda es una lámina de sangre.
Yo miro un rato las telas que la cubren, sus sábanas mojadas.
Rodeo su cama; me le acerco.
Coloco mi cara ante la suya.
¿Cómo sigues, Tila?
Y esas lágrimas secas bajo los párpados de Tila.
Tila: ¿cómo sigues?
Y Tila abre los ojos enlagañados y me mira entre algodones. Su mirada seca se extravía en
cada recoveco de mi cara.
Pues aquí.
Muy despacio, me siento junto a su cadera. Tila y su piel vieja, su carne achicharrada, sus
arterias y sus venas encerradas, sus dientes oxidados. Sus brazos, bajo las sábanas y metidos en
esas largas vendas, adelgazados hasta el hueso.
Froto mis manos y pongo, más despacio, la palma de la izquierda en sus dos ojos.
Que se cierran.
Estás muy frío.
Descansa, Tila.
Y esas lágrimas recobran la humedad, se sueltan de sus párpados y corren, mejillas abajo,
hasta sus labios, y de ahí se descuelgan a la almohada.
Y se sueltan y corren de los labios.
A la almohada.
En la pared, tras la cabecera, una araña se mete en un agujero. Afuera, el viento estremece los
costados de este hospital mientras mi mano cubre los quemados párpados de Tila.
Que se secan.
Otra vez.
¿Cómo sigues, Tila?
Y se levanta una cortina entre dos camas de este pabellón de los quemados.
Y, cuando la cortina baja, afuera el viento suspende sus ataques.
La habitación oscura.
Separo mi mano de esta cara morena y arrugada, de estas fibras que abrigan sus dos ojos, de
esos ojos cocidos por el fuego, dos canicas dulces que pierden.
Su tibieza.
Me levanto. Un enfermo me mira, mas vuelve a hundir su cabeza en las almohadas.
Envuelta en sus vendajes con ungüentos queda Tila acostada en esa cama.
Camino entre las hileras blancas, entre efluvios de cabellos chamuscados.
Llego a la escalera.
Bajo.
Atravieso la puerta; el frío se recobra, crece y pone sus dedos en mis sienes. En la explanada,
las ráfagas pisan los charcos que extienden ante mí sus grumos de hielo y lodo.
Y vienen dos hojas secas de encino, tocan mis pies y se persiguen.
Y allá van, sobre la Calzada Madero ahogada en tanto frío.
Sobre su piel atroz de calle quemada por el frío.
Allá se alejan.
Arrastradas.
Por el frío.

Felipe Montes



Madrugada

Avanzamos por el fondo de barrancos, subimos
y bajamos lomas, acariciamos
con los pies el cuerpo de la tierra,
los mezquites marcan nuestras frentes.
En el interior de la tienda reconocemos
el mismo rigor de afuera, el mismo
filo en los cuchillos del aire,
la enredadera helada cuya semilla
colocaron nuestros padres,
hoguera reducida a brasas
por el peso de las familias, por ese revolotear
de hijos recién concebidos.
Es necesario olvidar
y buscar la memoria bajo la tierra,
bajo los espinos, bajo la arcilla azul
en que otras manos modelaron este valle. 

Felipe Montes


Ventanales

Del cristal, de su abdomen solar,
de la ceguera niña de esta casa
que tienta las calles
surge la llama negra en la que el sueño anida.
De la sangre transparente, del cielo
que da golpecitos para que le abra
sin que lo escuche,
parten los muebles, las estrellas y las cosas.
Nunca quise vivir en otro lado, nunca
envidié la luz, los aromas,
pero ahora repito en mi conciencia
el oscuro vaivén de su nostalgia.
Ruinas que viajan, oleadas de aire fresco
visitantes, curvilíneas,
asomando una nariz aquí, un fleco allá,
ojos de vidrio escarbando en mi casa,
esta casa de flores y cimientos,
casa clara en que los pasos han sido desechados. 

Felipe Montes



Yerbabuena
(fragmento)

Aquí vienen, de la manita, Los Niños Eleazar y Magdalena, Cabellos Lacios
Pardos y Rubios Enlazados bajo la brisa de esta calle negra de lupanares
y cantinas.
Y le tienden Las Otras Dos Manitas a quienes ahí yerran.
Y acá, contra este muro, orina ese borracho de zapatos negros goteados.
Y por allí caminan Los Dos Cuatitos Solís.
Y ahí viene un borracho con el pantalón abierto, con la mano en los
genitales.
Y aquí vienen los Solís.
Y extiende Magdalena Su Mano, y el borracho la toma y se la acerca
al pene. Y se soba con Ella. Y Magdalena jala Su Mano, y el borracho
más se soba.
Y La Niña mira ese pene con Sus Dos Ojos De Flores.
Y una miel le llena a La Niña La Blanca Mano Abierta.
Y el borracho deposita una moneda sobre esa jalea de La Mano Abierta.
Y los Dos Solís Se alejan.
Arriba sangra el crepúsculo.

Magdalena Se levanta. Se come una tortilla.
¿Y tú?
Vámonos.
Y Su Madre aquí Se queda dormida, parada ante la ventana, con Los
Ojos Bien Abiertos. Mastica un bocado de relleno del colchón.
Pinches Niños Putos.
Y Le escupe a Magdalena.
Y Su Raquítico Hermano Eleazar La jala para la calle.
Aquí viene Eleazar de La Mano con Su Hermana Magdalena.
Ahí van: Dos Niñitas En La Calle, entre esos postes de madera que
Los escoltan.
Pasa arriba una lechuza; Magdalena la mira.
Lechuza.
Mire, señor: Mi Hermana.
Y moneda.

Dos nubes se acomodan allá arriba: esa flota sobre el cerro Del Pilón con
su congestión de resplandores; la otra se le arrima al costado.
Acá abajo, en La Yerbabuena, Andrés Palomares corta leña con su
burro a un lado.
Chas chas chas.
Chas chas chas.
Corta leña Andrés Palomares.
Chas chas chas.
Chas chas chas.
Y carga de leña al burro.
Y estas hijas del abuelo viento y la abuela agua se acercan.
Y viene ésta y se acerca se acerca, y choca contra la otra.
Y las dos nubes se aguantan allá arriba.
Las nubes avanzan entre blandos golpes de vapor.
Esa abraza a la otra, y chispea.
Y crece en su panza gris esa congestión.
Y en el aire se suelta la llovizna.
La otra le tuerce el vientre.
Y defeca un largo rayo sobre Andrés Palomares.
Y le cae a Andrés ese rayo; lo alcanza el fulgor de esa centella, chico
resplandor y un calorón que le tatema los pies y lo avienta.
Se hunde el trueno en su cabello y saca la vuelta a su oreja.
Y alcanza al burro.
Y aquí extiende a Andrés, magullado.
Aquí lo deja, oscurecido.
Y allá queda el burro.
Fulminado.
Y aquella señora se baña en el río Pilón. Y sale, y le viene un viento
fresco. Y camina a su casa, y le pegan unas calenturas. Y sus piernas se
quedan así: trapos.
A Ezequiel Varela lo arrastra esa mula por todo aquel potrero de La
Yerbabuena. Se detiene; él se levanta, se sacude la tierra. Y se mete a su
casa.
Allá, en Gatos Güeros, el esposo de esa señora tiene una vieja, y esa
vieja le pone, a la señora, un mal en un plato de frijoles.
Y el esposo de esa otra señora de Magueyes se le va.
Y, en su casita de La Yerbabuena, la hija de aquella señora da a luz a
su bebé, y está delicada. Y llega su señor, y ve al bebé y lo carga, y lo pone
a un lado. El hombre se acerca a su esposa, le alza la sábana y la penetra.
Ella llora. Él le mete otra vez su pedazo de carne.
Aquella señora se come esos frijoles y le salen cabellos de la boca. Y Se
le atoran en el gaznate. Y Se pone morada. Con Sus Pelos.
Y la señora abandonada y sus niñas comen chile.
Abre Andrés ambos ojos; se cala muy lastimado.
Tiene los pies dormidos.
Ahí está su burro difunto.
Chamuscado.
Andrés se incorpora, camina. Las dos nubes se marchan.
Y a Andrés se le queda ardiendo dentro ese fuego.

Felipe Montes













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