Gerald Murnane

Escribo frases. Escribo primero una frase, luego otra frase. Escribo una frase tras otra.

Escribo cien o más frases cada semana y unos cuantos miles de frases al año.

Después de escribir cada frase, la leo en voz alta. Escucho el sonido de la frase, y no empiezo a escribir la siguiente frase si no estoy absolutamente satisfecho del sonido de la frase que estoy escuchando.

Cuando he escrito un párrafo lo leo en voz alta para saber si todas las frases que sonaban bien por separado siguen sonando bien juntas.

Cuando he escrito dos o tres páginas las leo en voz alta. Una vez he completado una historia o una sección que podría llamarse capítulo, también lo leo en voz alta. Todas las noches antes de empezar a escribir leo en voz alta lo que he escrito la noche anterior. Siempre leo en voz alta y escucho los sonidos de las frases.

¿Qué escucho cuando leo en voz alta?

La respuesta no es sencilla. Podría empezar con una frase del crítico estadounidense Hugh Kenner… la forma del significado. Al escribir sobre William Carlos Williams, Kenner sugirió que algunas frases tienen una forma que se ajusta a su significado, y en cambio otras no.

Robert Frost escribió una vez: «Una frase es un sonido sobre el que se pueden ensartar otros sonidos llamados palabras».

Robert Frost creó también la expresión, «el sonido del sentido», para describir lo que escuchaba al escribir. Frost comparaba este sonido con el patrón que escuchamos como el sonido de una conversación, pero no el sonido de las palabras en sí, sino aquello que escuchamos desde una habitación cercana.

Robert Louis Stevenson tenía una noción diferente de lo que debe hacer una frase.

«Cada frase, por medio de expresiones sucesivas, debe primero entrar en una especie de nudo, y luego, tras un momento de suspensión del sentido, resolverlo y aclararlo.»

No digo que esté completamente de acuerdo con ninguna de estas máximas que he citado. Pero cada una de ellas ilumina una pequeña parte del misterio de por qué algunas frases suenan bien y otras no.

Una palabra que aún no he mencionado es ritmo. Se dicen muchas tonterías sobre el ritmo. Aquí hay algo que está muy lejos de ser una tontería.

«El ritmo no es una forma ideal en la que encajamos nuestras palabras. No es una notación musical a la que nuestras palabras se sometan. El ritmo no nace con las palabras sino con el pensamiento. La buena escritura reproduce exactamente lo que acaso debiéramos llamar el contorno de nuestro pensamiento.»

Encontré estas palabras en un libro publicado hace casi sesenta años: English Prose Style, de Herbert Read.

El contorno de nuestro pensamiento me parece una fórmula mágica. Me ha ayudado en los momentos difíciles del mismo modo que las frases de la Biblia o de Karl Marx probablemente ayudan a otras personas.

No creo que sorprenda saber que Virginia Woolf tenía una penetrante opinión en torno a este asunto de la exactitud de las frases. He aquí algo que escribió al respecto.

«El estilo es un asunto muy sencillo, es todo cuestión de ritmo. Una vez que lo consigues, no existe la posibilidad de que existan palabras erróneas… Esto es algo determinante, el ritmo en sí, y va mucho más allá de las palabras. Una visión, una emoción, despierta esta onda en la mente, mucho antes de que aparezcan las palabras para encajarla, y al escribir uno tiene que volver a capturar eso, y ponerlo en funcionamiento, (sin que aparentemente tenga nada que ver con las palabras) y luego, a medida que se desencadena y agita en la mente, hace que las palabras encajen.

Hay otra cosa que escucho cuando leo en voz alta… Escucho para asegurarme de que la voz que estoy escuchando es mi propia voz y no la de otra persona. No siempre lo consigo, por supuesto. A veces, cuando leo mis escritos de hace unos años, puedo reconocer que he imitado en algunos puntos las voces de otros.

Escucho para encontrar el sonido de mi propia voz porque recuerdo algo que dijo una vez el poeta irlandés Patrick Kavanagh: «El genio consiste en un hombre que es simple y sinceramente él mismo».

Y además otra cosa que espero escuchar en mis frases es la nota de autoridad. John Gardner dijo que la autoridad es cómo suena un escritor que sabe lo que está haciendo. Citó como ejemplo favorito de prosa que suena con autoridad este pasaje inicial de una famosa novela.

«Puede llamarme Ismael. Hace algunos años -no importa cuánto tiempo exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en mi cartera, y sin nada particular que me interesara en tierra, pensé en navegar un poco y ver la parte acuática del mundo».

He dicho que escribo frases, pero probablemente esperas que diga de qué tratan las frases.

Mis frases surgen de imágenes y sentimientos que me persiguen, no siempre de forma dolorosa, a veces se presentan de forma bastante placentera. Estas imágenes y sentimientos me persiguen hasta que encuentro las frases que las traen a este mundo.

Es importante subrayar que no he dicho «para darles vida». La persona que lee mis frases puede pensar que está contemplando algo que acaba de cobrar vida. Pero las imágenes y los sentimientos que hay detrás de mis palabras han estado vivos de antemano durante mucho tiempo.

Este ha sido un resumen muy parco de algo que empieza a marearme si lo pienso durante mucho tiempo. El único detalle que puedo añadir es decir que, a medida que escribo, las imágenes y los sentimientos que me persiguen se enlazan de maneras que me sorprenden y asombran. A menudo, si escribo una frase para trasladar a palabras una determinada imagen o sentimiento, descubro, tan pronto como he concluido la frase, que una nueva multitud de imágenes y sentimientos se han reunido para formar un patrón donde yo no sabía que existía patrón alguno.

Escribir nunca me aclara nada, sólo me muestra lo extraordinariamente complicado que es todo.

Pero, ¿por qué escribo lo que escribo?

¿Por qué escribo frases? ¿Por qué alguien escribe frases? ¿Qué son las frases? ¿Qué son los sujetos y los predicados, los verbos y los nombres? ¿Qué son las palabras en sí mismas?

Me hago a menudo estas preguntas. Pienso en estos asuntos todos los días de una forma u otra. Para mí estas cuestiones son tan profundas como las preguntas: ¿por qué nacemos, por qué nos enamoramos, por qué morimos?

Pretender poder responder a alguna de estas preguntas me convertiría en un estúpido.

Gerald Murnane
Por qué escribo lo que escribo
Del libro Invisible Yet Enduring Lilacs la traducción es de Antonio Jiménez Morato





"Hace veinte años llegué a las llanuras con los ojos bien abiertos, atento a cualquier elemento del paisaje que pareciera insinuar algún significado complejo más allá de las apariencias. Mi viaje a las llanuras fue mucho menos arduo de cómo lo describí más tarde. Y ni siquiera puedo decir que en un momento dado me percatara de haber abandonado Australia. Pero sí recuerdo claramente una serie de días en los que el paisaje llano que me rodeaba me parecía cada vez más un lugar que solo yo era capaz de interpretar."

Gerald Murnane



"He leído varias veces durante mi vida que esta o aquella persona quedó tan impresionada por tal o cual traducción de tal o cual obra literaria que la persona aprendió después el idioma original para poder leer el texto original. Siempre he sospechado de este tipo de afirmaciones, pero el lector de este escrito no necesita dudar de la verdad de la siguiente oración. Me impresionó tanto la versión en inglés de Puszták népe que luego aprendí el idioma del original y, hasta ahora, he leído una buena parte de él."

Gerald Murnane




"Solo hay otra combinación de colores que me haya afectado de la misma forma que intento describir. En realidad no vi nunca esos colores, solo leí sobre ellos en un libro de carreras. En los años cincuenta, cuando en Victoria la mayoría de colores eran sosos y predecibles, había un caballo llamado Nitro inscrito para una carrera a la que asistí en Warrnambool. Al final borraron al caballo de la carrera y no volví a tener noticia de él, ni de ningún otro caballo que luciera los mismos colores. En esa época tenía una caja de lápices de colores que usé para ilustrar los colores de Nitro, para poder contemplarlos y deleitarme con ellos: chaquetilla gris, mangas naranjas, brazaletes y gorra rojos."

Gerald Murnane
Una vida en las carreras




"Una tarde de aquellos años en los que me quedaba en casa para cuidar a mi hijo y a mi hija, así como para hacer las tareas domésticas, mientras mi esposo se hallaba ausente en su trabajo, mi hijo estaba atrapado en medio de una tormenta. La tormenta se precipitó sobre nuestro barrio en torno a las tres y media, que era fatídicamente el tiempo en que los niños regresaban de la escuela.
Me había hallado en la completa soledad del lar desde las ocho y media de la mañana, cuando mis hijos se habían ido a la escuela. Toda la tarde había contemplado desde mi ventana, a intervalos ociosos, y con profundo desagrado, cómo se aglutinaban las nubes, evocando pasados temporales que había vivido desde mi niñez, así como el consecuente temor. Mi ciudad natal se hallaba a cien Kilómetros de Melbourne, donde vivía ahora con mi esposo y mis vástagos. En los treinta y tres años subsiguientes, desde que había salido del interior, cada vez que había presenciado cómo se oscurecía el cielo me acordaba de mis propios miedos ante la carencia de raciocinio del tiempo en la década de 1940.
Las tormentas de aquellos años habían llegado siempre a media tarde. Cuando una tormenta se hallaba en su zénit, el profesor, desde lo alto de la tarima, tenía que encender unas velas en un aula completamente sombría. Antes de que brillara el primer relámpago, me alejé lo más que pude de las terroríficas ventanas. En casa solía ocultarme de los rayos metiéndome debajo de la cama. En la escuela sólo podía presionar la cara contra la mesa y rogar a Dios que no consintiera que el rayo atravesara la ventana. Nunca pensé que un rayo pudiera golpear a un grupo de niños inocentes. Sin embargo, ahora, en mi mente dibujaba el zig zag de oro punzante bajo las nubes negras y perforaba el corazón o el cerebro del niño predestinado para morir aquella tarde."

Gerald Murnane
Cuando los ratones no llegaron











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