John Mortimer

"Al final de la jornada acostumbraba a invitar a Albert a tomar algo en el Pommeroy. Nos llevábamos muy bien, así que cuando un abogado instructor llamaba con alguna agresión sexual especialmente peliaguda o con un caso desagradable de receptación de mercancía robada, en la primera persona en la que pensaba Albert era en el «señor Rumpole».
No tiene sentido escribir unas memorias si no se está preparado para ser del todo sincero, así que he de confesar que a lo largo de mi vida he estado enamorado en varias ocasiones.
Estoy seguro de que amé a la señorita Porter, la hija tímida y nerviosa, y al mismo tiempo joven y liberal, de Septimus Porter, mi tutor de Derecho Romano en Oxford. De hecho, íbamos a casarnos, pero el compromiso se rompió debido a la muerte prematura de la novia. Pienso en ella, y en el curso tan diferente que habría seguido mi vida familiar a menudo, pues la señorita Porter no era en absoluto una joven nacida para mandar ni para esperar a que la obedeciesen. Además, durante mi servicio con el personal de tierra de la Real Fuerza Aérea, sin duda quedé irremediablemente embelesado por los encantos de una valiente y bondadosa oficial de la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina, de nombre Bobby O’Keefe, pero por desgracia yo no estaba a la altura de un tal Sam «Tres Dedos» Dogherty, que lucía orgullosamente en su pecho el distintivo de oficial piloto, algo que yo no aspiraba siquiera a ser."

John Mortimer
Los casos de Horace Rumpole, abogado



"Antes de que Fred pudiera exigir una explicación, vio que Terry Fawcett, clarinetista de los Stompers, se abría paso hacia ellos. Por lo visto irían todos en el viejo, sucio y destartalado Zephyr Zodiac de Terry. Pararon en un pub grande y melancólico próximo a la estación de Hartscombe para recoger a Den Kitson y tomaron un sorprendente número de chupitos que acabó pagando Fred. Nadie parecía dispuesto a decirle si aquella iba a ser una noche de copas o de música; no volvió a mencionarse la sangre y cuando salieron del último pub, el Badger de Skurfield, a Fred ya le daba absolutamente igual. Den y él ocuparon el asiento trasero del Zephyr mientras Tom Nowt se sentaba delante con Terry, que empezó a conducir por caminos estrechos de setos sin podar cuyas ramas azotaban los costados del viejo vehículo.
[...]
Las oscuras siluetas de los árboles y una curva que se enderezaba en el camino indicaron a Fred, familiarizado con aquel paisaje desde siempre, que se dirigían a Mandragola. Era una granja en ruinas ubicada en lo alto de un valle aislado y oculto, una extensión alargada de bosque, campos y pastos que los Strove, propietarios de la tierra, nunca habían cultivado, por lo que allí abundaban las mariposas, las cáscaras, las flores silvestres y las fresas diminutas, así como maleza, zarzas, madrigueras y espinos. Fred distinguió enseguida los muros de la granja y unas casitas de ventanas rotas y tejados caídos que Doughty nunca había encontrado el dinero para reparar, y luego el coche se desvió para avanzar a trompicones por una pista forestal. Oyeron el ulular de los búhos y vieron ardillas correteando por el camino.
Terry detuvo el coche y apagó las luces en el extremo del bosque, junto a un campo abandonado. Tom indicó que dejaran de cantar. Permanecieron largo rato sentados en un silencio del todo incomprensible para Fred, hasta que se oyó un crujido lejano. Tom asintió con la cabeza y salió del coche con Den. Cuando regresaron de una silenciosa visita al maletero, llevaban rifles. Se sentaron con los cañones apuntando fuera de las ventanas, lo que dio al vehículo el aspecto de un viejo buque de guerra; Terry arrancó y el coche empezó a avanzar despacio por la pista. Las luces seguían apagadas y la oscuridad del bosque parecía espesarse como niebla."

John Mortimer
Un paraíso inalcanzable


"La libertad de hacer una fortuna en el mercado de valores se ha hecho para que suene más atractivo que la libertad de expresión."

John Mortimer



"Mientras se sentaba en la iglesia, invadida por los notables habitantes de Rapstone y alrededores, Fred se preguntó por qué lo habían invitado y por qué había aceptado la invitación. Hacía más años de los que se molestaba en recordar, Leslie le había pedido que fuera su padrino cuando se casó con Charlotte Fanner y Fred, un joven estudiante de medicina con una historia de amor roto, había agradecido pasar una tarde lejos del estudio del sistema nervioso central. Con los años se habían distanciado tanto que ahora parecían desconocidos de países remotos, criados en culturas extranjeras: el médico rural que despreciaba a los políticos, sobre todo a políticos de la variedad Titmuss, y el ministro para quien el médico retirado del mundo en su segura consulta rural, ajeno a los grandes temas y las decisiones difíciles de la época, era simplemente patético. Entonces ¿por qué había asistido Fred? Curiosidad, suponía, y —pensó en lo poco, en conjunto, que había cambiado desde sus días de estudiante— también para romper la monotonía de su vida. Respecto a las razones de Leslie para invitarlo, se hicieron evidentes en cuanto Jenny, coronada de flores y sonriendo como si siguiera sorprendida de lo que hacía, entró en la iglesia del brazo de un primo convenientemente alto al que apenas conocía. Representaba a su padre, que no había podido escapar de su numerosa familia de Oakwood, California. Era evidente que Leslie Titmuss quería exhibirla ante todos y llenar a sus pocos amigos y numerosos enemigos de asombro y envidia. Leslie, convencido de que Fred lo menospreciaba desde su infancia y desdeñaba su persecución implacable de fama y fortuna, había querido decirle: ¿Qué has conseguido con mantenerte apartado de la sucia política? Tan solo la perspectiva de una vejez solitaria, mientras que aquí estoy yo en el mismo altar donde tu padre predicó en vano la llegada de una nueva Jerusalén socialista, esperando que una joven esbelta y hermosa se entregue a mí, renunciando a todos los demás». Quizá Leslie Titmuss no lo habría expresado exactamente así, pero Fred Simcox creyó que sí. Fred nunca había sido capaz de atribuir motivos elevados al hombre que consideraba una amenaza para Inglaterra en general y el valle de Rapstone en particular.
Todo fue muy expeditivo. Rev Kev dio un breve sermón en el que consiguió mencionar «compasión» cuatro veces, «valores ajenos al mercado» tres y «la verde y placentera Inglaterra» al menos dos. Se había armado de valor para esa homilía, que consideraba un audaz ataque a las políticas gubernamentales, pero Leslie siguió sonriendo imperturbable y Jenny parecía perdida en sus pensamientos. Luego sonó el órgano y la feliz pareja, junto con Elsie Titmuss y la madre de Jenny —una versión más aturullada y grande de su hija que había llegado tarde y se había pasado gran parte del servicio susurrando ruidosamente sobre el regalo que había comprado y olvidado traer, o que había olvidado comprar y que por tanto no había traído, o que quería comprar en cuanto tuviera un momento— volvieron a desfilar por el pasillo. Y así Jennifer Sidonia, sintiendo que se había despedido de su apellido y de gran parte de su pasado, se convirtió en Jennifer Titmuss."

John Mortimer
El regreso de Titmuss



"Viví en Londres y viajé en trenes oscuros a fábricas, minas de carbón e instalaciones militares y de la fuerza aérea. Por primera y, de hecho, la única vez en mi vida, gracias a Laurie Lee, me ganaba la vida enteramente como escritor. Si he derribado el ideal documental, no quisiera sonar desagradecido con la Unidad de Cine de la Corona. Tuve grandes y bienvenidas oportunidades para escribir diálogos, construir escenas y tratar de convertir ideas en algún tipo de drama visual."

John Mortimer











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