Juan José Morosoli

Andrada:

El viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se entiende que para el trabajo.

—El domingo, —decía—, v'iá dir a visitar el monte...

Iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un pariente o un amigo.

—Podía, —agregaba—, dir a la feria a rebuscarme. También a misa...

Claro. Así cuando venían las limosnas de ropa, allá por el Día de la Virgen, o les lavaban los pies a los viejitos, el Viernes de la Semana Santa, lo tenían en cuenta.

Pero no, Andrada iba al monte. A visitar el monte. A quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas movía las copas unánime y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos. A volcar su atención en el oído, para sentir entre un tronco el sordo barrenar de un parásito.

—Pero, en qué te pasás el día, me podés decir?

Se lo pasaba mirando. Oyendo. ¿Haciendo qué? Nada.

—Y...echáo abajo los árboles... Mirandó p'arriba... Mirando a favor de la tierra, decía él.

Por eso sabía mil cosas. Cómo algunas clases de hongos nacían de noche y morían de día. Cómo estaban algunas matas llenas de telitas...

Unas telitas que sólo cazaban gotas de rocío.

—Ves las telas y no ves la araña... ¡Hay cada cosa!

Cómo el agujerito, sangrante de savia, de un tronco de sauce criollo, sería pronto una esponja de madera con una colonia destructora dentro.

El monte se le entregaba como una mujer.

Parecía esperarlo. Correr toda vida urgente y egoísta de su interior para quedarse escuchando cómo él iba y venía despacio, juntando leña para el fueguito del puchero, planchando a lomo de cuchillo varas de junco para hacer asientos de sillas.

Hasta las vacas que pastoreaban en los peladares se echaban sobre las patas a rumiar, lentas, los ojos perdidos en la distancia.

Andrada con una pereza dulcísima también, se ponía a mirarlas mover lentamente la lengua como suavizando algo.

­­­­­­***

Gustaba también quedarse extendido, haciendo espalda en los troncos, las piernas en la solana, el cigarro apagado en los labios.

O tirarse en el campo de gramillas trenzadas y duras, el sombrero en los ojos, los brazos extendidos, estaqueado al sol que le derramaba una líquida sensación de plenitud.

Andrada y el monte se entendían en silencio. En el silencio hablaban solos.

***

Andrada tenía sus ideas sobre la amistad.

Los amigos había que aceptarlos como eran.

Admitir que como venían se podían ir. Se perdían o se encontraban de golpe o despacito. Igual que las mujeres.

Supo tener compañeros de pieza. Socios de pieza.

Algunos se habían ido como el agua de una cachimba falsa. Escurriéndose por lo hondo, sin que se percibiera nada en la superficie.

Cansados del silencio de Andrada. Nada más.

—¡Qué caray!... Era un hombre que no podía estar cayao... —decía explicando la partida del otro.

Claro que no había detenido a nadie.

—El que vino pa cá, dejó algo ayá... ¿No crés vo?... Pa llegar a un lado, hay que salir de otro lao...

Uno volvió, sin embargo, luego de una ausencia de años.

Lo conoció Andrada en una época en que el otro seguía a un turco vendedor de tienda, por las chacras cercanas, cargado con una verdadera casa de comercio, porque el turco tenía bastante capital.

Volvió bien vestido, contento, triunfador.

—Tengo ganas de estar unos días con usted, compañero —dijo.

Y se quedó por unos días.

Al irse le dijo:

—Usted es el mismo hombre de siempre... Ni siquiera le da por preguntar...

—¿El qué?

—Por mi vida... Creo que he cambiado...

—¡A lo mejor!

El otro se despidió y Andrada se quedó pensando:

El no serviría para amigo de nadie por lo visto. Serviría para otra cosa. O no servida para nada.

—Hay yuyos macanudos... Otros son veneno... ¿Y no hay algunos que no son nada?...

¡Si podía haber hombres así!

***

Tuvo un compañero muy especial. Un hombre que le dijo una vez cosas muy hondas. Este fue Floro Acuña.

Acuña era yuyero. Un cristiano que siempre se andaba ofreciendo para hacerle favores a Andrada. Se veía que le gustaba más dar que recibir.

—Él te hacía un bien y te pedía disculpas...

Este hombre tenía un mal a la vejiga. Por eso usaba una faja de cuero de cordero con la lana para adentro.

Se levantaba de noche a “cambiar las aguas” hasta tres veces. Andrada se conmovía recordándolo y confesaba:

—Nunca se volvía a acostar sin dir a ver si yo estaba tapao... ¡Eran unas madrugadas cruyeras!

Tal vez alguna vez siendo chico él, alguien se le arrimaba así mientras dormía.

—Nunca salía pal centro sin preguntarme si precisaba algo... ¡Era un alma'é dios, Acuña!... ¡Pobre!...

***

Un día Acuña no pudo más.

—Compañero —le dijo—, tengo gana de dejar la sociedá de la pieza...

Andrada le contestó sin mirarlo siquiera:

—La pieza no la tenemo comprada... Acuña no se conformó y siguió:

—Yo no tengo queja... ¡Pero usté es tan cayao!..

Y le dijo Acuña, además, que a veces ni siquiera contestaba a las preguntas de él. Parecía que no lo oyera...

—Hay conversaciones que no se pueden seguir así.

Tenía razón Acuña. Andrada no lo oía. Sabía que el otro le estaba hablando a él. Pero su atención estaba muy lejos. Perdida en nada.

—¿Vos podés creer?... ¡En nada!

—Esto me pasó con Acuña, terminaba.

***

Los hombres, los días y los años se iban sin tocarlo, sin rozarle el alma, que él tenía sólo para los domingos del monte.

—¡Pero que un monte es cosa linda!...

Era una cosa linda que él poseía en silencio, domingo a domingo, mientras se le iban los años y se le iban los hombres.

Era una cosa linda que lo poseía a él, sorbiéndole los ojos, entrándole una pereza gozosa, poniéndole en las venas una beatitud de miel espesa.

Pero aún el monte le escondía algún secreto.

—Pero contá, hombre de Dios!... ¡No será “el cuerpo 'e la virgen” lo que te falta ver!...

Andrade se le acercó al oído y le dijo en secreto:

—Son... ¡las chicharras!...

***

Más que el monte era el campo lo que le gustaba ahora.

Estaquearse en la solana infinita, mirando las nubes que a veces le cruzaban sobre los ojos semicerrados una sombra caminadora.

Abrir y cerrar de golpe los ojos para que le quedara entre frente y nuca una como flor de cardo, roja y temblante.

El monte se solía poner frío y él ya empezaba a envejecer.

El campo era de gramillas firmes. Él se extendía en él, con los brazos y las piernas abiertos. El sol le besaba la cara áspera, de barba casi blanca.

Lejísimo, en el fondo mismo del cielo, bien redondo, un punto negro. Un cuervo estaqueado como él o una estrella negra, que en vez de lucir de noche como las otras, lucía de día.

***

Una mañana lo levantaron, definitivamente extendido.

Sobre su reposo había amanecido y anochecido. Había llovido y habían cruzado solanas de miel.

Donde estuvo él, el campito había quedado amarillo.

El extendido potrero lucía una mariposa amarilla tatuada en el verde total del gramillal.

Juan José Morosoli




"Digo ahora que al proponerme el trabajo de escribir cuentos pensé en la forma de hacerlo. Leí a los buenos autores del género y me convencí de la enormidad de mi ambición pero un día escuchando a un hombre del campo que ignoraba todo lo que se puede ignorar y que sin embargo asombraba a los que oíamos con la fuerza de sus relatos y narraciones comprendí que la forma ideal de relatar, contar o narrar estaba en aprovechar aquello que era verdad y que bastaba con no olvidar aquello que se ceñía al asunto como la carne al hueso para ser justamente objetivo. Como aquel hombre al referir el hecho nos situaba el sujeto-tema en el lugar donde el hecho acontecía y nos lo proyectaba desde su interior de manera elemental, y lo hacía bien, comprendí que si lograba realizar esto como él lo hacía ya estaría yo en situación de lograr el interés de los demás como él lo lograba. Era pues necesario contar un hecho cierto, evocar un hombre que se conoció, mirar hondamente la realidad circundante, no entretenerse en lo pequeño accesorio - tal como mira el ojo sensible de la placa el paisaje sin embargo lo hace eterno. Grabando sólo lo fundamental. Así escribí. No trabajo sobre la página. Cuando mi sensibilidad es herida por el hecho o el hombre, fijo enseguida el suceso y ya está logrado mi fin. Eso se logra fácilmente: basta pensar que en el hombre más humilde, del más humilde rincón poblano, puede estar otra vez el narrador elemental que nos dé el material para revelar, y adviertan que aquel que vive allí suele tener más individualidad que el hombre letrado a quien esto que llamamos vida de relación o vida social pone siempre un temor de sinceridad o nivela de una manera que hace que su personalidad se diluya en la personalidad de los otros, quitándole el relieve personal que es la harina y la levadura del escritor."

Juan José Morosoli
La soledad y la creación literaria


"Es que hay dos soledades: La del hombre que la conquista para descifrarse, y que sale desde su interior ya alumbrado con ella, y la que va ganándole de afuera —de las cosas, del paisaje sin cosas que él mismo pudo crear para embellecerlo—, del paisaje también con soledad que va desde afuera hacia adentro para poseerlo. Este hombre es el de nuestro campo. La impresión de su desamparo no la da sin embargo cuando transita por él. La soledad está en la estancia, en la casa. Allí se advierte que ella es la vencedora. La vencedora de los ojos, las manos y el oído. Allí el hombre ya no necesita cosa alguna. Ni preguntar, ni partir, ni reír, ni llorar. Sólo necesita estar como un objeto colocado en el vacío no para decorarlo sino para medirlo. [...] Camina arrastrado por su propio vacío que busca colmarse. Y como camina sin recuerdos porque no los tiene, no busca regresar. Eso explica la enorme multitud de hombres que luego de partir de su pago no regresan más a él. Ni rostros, ni sucesos felices, ni recuerdos amables, ni siquiera la evocación de un paisaje como un llamado de la tierra les golpea el espíritu. Parecen haber huido de un pedazo de su vida. Más que caminantes que buscan un lugar de reposo sedante, parecen fugitivos, desplazados por un enemigo. Caminan en busca de una conquista imposible pues no saben por qué partieron. Ignoran que van tras un sueño que no conocen.



Los hijos

Tres cosas le gustaban mucho a Emilia: jugar a las visitas, cambiar con las amigas sus juguetes humildes y tener los hijos enfermos. Los hijos eran las muñecas y muñecos.

Jugaban a las visitas con Anita, mi hija:

-¿No sabe señora -le decía-, que a Julia, la mayora, la tengo muy grave?

Sí. Un hermano jugando le había metido los dedos en los ojos y éstos se le habían caído dentro de la cabeza.

-Fíjese que ahora los tiene sueltos... El tío José -hermano de Emilia- tal vez la desarme hoy...

Otro día:

-Vengo a traerle a mis hijos para que me los cuide porque "me" operan a la mayor.

Anita se compadecía. Pero cuando Emilia se iba me decía:

-Esos no son sus hijos porque se los dí yo... la única hija que tiene es María y María no se puede enfermar porque es de trapo. Toda de trapo. La hizo ella.

A Emilia le gusta cambiar una cosa por otra. Anita en cambio lo regala todo.

-¿Y tu caja de lápices, Anita?

-Se la regalé a Emilia.

-¿Y ese montón de plumas, Anita?

-No es un montón de plumas. Es un indio.

El indio es un muñeco inverosímil, con cuerpo de corcho, la cabeza hecha con una semilla de eucaliptus y todo pinchado de plumas de pájaro.

El indio se lo cambió también Emilia por un libro de cuentos.

Emilia embellece todas estas cosas que va cambiando. Les va creando historias. Este indio tiene una vida llena de hazañas fantásticas que admiran a Anita.

Anita regala todas las cosas. Pero desaría tener una muñeca como la María, de Emilia.

-Esas muñecas no se pueden comprar... Esas muñecas hay que hacerlas como Emilia hizo la suya... Por eso la quiere tanto.

Emilia desearía tener un costurero como el de Anita.

-¿Por qué no se lo cambias por la muñeca de trapo?

-El costurero vale mucho. Pero a María no la cambio por todo el oro del mundo. Es la hija que quiero más.

Anita me dijo que ella está decidida a tener una hija como María. Ya anda buscando retazos de género para hacerla.

Juan José Morosoli




“No puedo en ninguna ocasión en que hablo de la tierra desprenderme de la idea del hombre que la habita. Para mí tierra y hombre son inseparables, y buscando definir aquella me encuentro siempre buscando definir este.”

Juan José Morosoli





"Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.
“Siete y tres diez” era un viejo vendedor de billetes de lotería. Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nombre de Aquino —el último cuatrero— como homenaje a éste y, además, porque el perro no podía ver la policía. Apenas veía un guardia civil huía ladrando en señal de protesta. Esto agradaba a “Siete y tres diez”. Comentándolo decía que Aquino “en eso salía a él”; además tenía la seguridad de que el can era un animal “fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento”, lo que indicaba una segura aristocracia perruna.
Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de “Siete y tres diez” y su perro, hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su costumbre de seguir el batallón en sus desfiles por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.
El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodríguez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho —cosa que no ocurría muy frecuentemente— se le veía blasfemar e insultar a un desconocido. No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco —a pesar del alcohol— es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estudiantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del desconocido que sabía muchas, pero todas incomprensibles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el desconocido imitaba un trombón."

Juan José Morosoli Porrini
El viaje hacia el mar



[…] Se sabe aquí que no soy literato —de lo cual Dios me libre y guarde— sino simplemente un escribe papeles y que pongo en ellos un poco del drama de cada hombre humilde de los que voy encontrando en la hueya para consuelo de mi sentimiento de fraternidad y porque sé muy bien que esos hombres que intento revelar —por un fatalismo que sin duda terminará cuando ellos tengan conciencia de su rol— nos muestran por sí mismos las dimensiones de su espíritu. Trabajo pues con la segura tranquilidad de que no soy un artista sino un hombre que anda entre los demás buscando entenderlos para entenderse a sí mismo y al tiempo en que vive.” 

Juan José Morosoli



"Todo está en el paisaje y en el hombre. Y como todos los hombres son novelables y todo paisaje tiene algo de los hombres que lo caminan, salen cuentos. Porque la verdad es que si escribo es porque anda tanto tipo dándose al que le acerca su corazón que uno luego de tenerlos ya adentro tiene que sacárselos así..."

Juan José Morosoli



















No hay comentarios: