Martin Mosebach

"A Theodor Lerner le parecía que escribía bien. También podía convertirse en un autor de literatura de viajes, esa gente que sale a cazar tigres montada en elefantes y lleva un diario bajo el humeante brillo de la lámpara de carburo. Los lectores de su país les hacían alcanzar los más altos honores. Hasta el primo Valentin Neukirch, el severo director de minas que se pasaba todo el tiempo reprochando a Lerner que forjara planes fallidos, leía con respeto libros de viaje. De vez en cuando, Theodor Lerner lo intentaba con ciertos encargos del Berliner Lokalanzeiger. Lo enviaban a algún lugar donde pasara algo candente, cosa que había que entender en un sentido literal. Hasta el momento, Lerner había cubierto once incendios. Los primeros fueron toda una experiencia. Uno se quedaba en medio de la multitud que contemplaba fascinada el suceso, se le enfriaban los pies, pero al mismo tiempo le llegaba el vaho del fuego, saltaban las chispas, una viga se partía, y en una ventana aparecía una mujer en camisón desesperada y lanzaba a su hijo sobre la extendida lona salvavidas. Los emocionantes reportajes de Lerner eran muy bien acogidos en la redacción. Lo veían como a un especialista en esos casos.
¿Tendría que arder Berlín entero para que le dieran otro tipo de encargo?
El jefe de redacción, un hombre ajado por las preocupaciones, no tenía oídos para Lerner. La tirada estaba paralizada.
—Necesitamos una exclusiva, es preciso que la gente nos arranque el periódico de las manos —murmuraba aquel hombre elegante al que no le pegaban nada las preocupaciones.
Había sido elegido recientemente como el «hombre más atractivo del baile de la prensa berlinesa». El comité de señoras estaba lleno a rebosar de sus adeptas.
—¿Sabe dónde está el ingeniero André?
Lerner no lo sabía. El ingeniero André había partido tres meses atrás en un montgolfier con intenciones de sobrevolar el Polo Norte.
—¿Y cómo lo reconocerá desde arriba? —preguntó Lerner.
Al parecer, se imaginaba que en el Polo Norte habría un hermoso obelisco o una pirámide levantada con bloques de hielo. En algunos cuadros sobre el paso de Napoleón a través del San Bernardo, puede verse, erosionada por el tiempo, a la altura de las pezuñas del caballo encabritado, una tarja de piedra en la que se lee: «Aníbal»."

Martin Mosebach
El príncipe de la niebla



"Hans estaba en camino de fumarse una cajetilla entera. Nada más que un cigarrillo fue su educada petición al etíope, el cual, sin embargo, dejó a su alcance toda la cajetilla con la misma actitud con que le habría tendido un pedazo de pan. Ahora iba ya por el décimo, por más que no los dejaba consumirse hasta el fin. Fumar le estaba sentando increíblemente bien. En su interior le había intranquilizado un pequeño vacío que apenas percibía, sin relacionarlo tampoco con su ascética privación; pero ya la primera calada demostró que era exactamente el humo del tabaco lo único capaz de llenar aquella oquedad y atenuar el nerviosismo. En este momento le daban ya igual sus propósitos. La carencia que sentía era demasiado patente como para quedarse insatisfecha.
—Fume —dijo Frau Mahmouni, que le observaba atenta—; todos los hombres con los que he tenido que ver fumaban mucho... Menos uno: Tesfagiorgis —Y señaló con el dedo al etíope, que probablemente careciese de necesidades en general o bien, en cualquier caso, en tanto se ocupara de llevar este local en este lejano rincón del planeta.
Esa misma noche había de producirse otro cambio en la configuración general. Frau Mahmouni se llevó a un lado a Bárbara, en contradicción con el desinterés profesional por la feminidad que había manifestado con tanto énfasis. Cualquiera habría dicho que tenía una propuesta que hacerle. Souad, en vez de eso mismo, dedicó el tiempo a trabajarse intensivamente al primo. No se le iba de la cabeza lo que Bárbara había dicho de que entre el primo y él, Souad, se sentía aplastada como entre ruedas de molino. Quizá era mejor, debió de pensar Souad, no aplastarla, sino desmenuzarla por completo aliándose con el primo.
—Esta ciudad no me va —decía el primo en tono refunfuñón, y Souad, con sus pardos ojos de animal (apenas se veía algo de blanco en ellos) clavados en el flaco joven, replicaba con afligido candor:
—Pero vamos a ser sinceros de una vez. ¿Crees que a mí me va esta ciudad? A mí tampoco me va esta ciudad.
Cuando Hans marchó hacia el edificio, Souad levantó la vista del primo, cuya oreja se estaba comiendo casi literalmente, y dijo entono de queja gruñón:
—¿Por qué no me habéis dicho que el casero ha estado hoy en vuestro piso?
—Hans no sabía nada. Souad adoptó un tono de verdadera impertinencia.
—No, nada de eso de hacer como si no supieras nada. Ha estado horas ahí arriba con vosotros. ¿Qué ha dicho? Dígamelo: ¿qué ha dicho? —Hans no tomó a mal el balanceo entre el tú y el usted, pero cuando empezó a explicar dónde había pasado las últimas horas, vio claro de repente lo fuera de lugar que estaban aquel interrogatorio y el tono de queja del administrador. Lo interrumpió, pues, diciendo:
—¿Es acaso asunto suyo?
—¡Así es, Souad —exclamó Bárbara desde donde estaba—, ay, lo que tú no quieras saber! No todo el mundo tiene tanta paciencia como yo.
Prendió entonces en el patio un cacareo como en una pelea de gallinero, pero a Hans no le llegó ya nada. Dejando de lado la puerta de los Wittekind, cerrada (según le pareció) del modo más inexpresivo, subió a la cuarta planta."

Martin Mosebach
La niña y la luna




"No podía imaginarse mayor contraste que el que existía entre ambos hermanos. Gopalakrishnan Singh era también un hombre guapo, pero de un modo más corriente que su hermano; su cabeza, grande y bien formada, tenía rasgos bien definidos y regulares, además de un pelo que ya empezaba a platearse y a ralear. Era de alta talla, como su hermano, pero parecía no encontrarse a gusto en esa estatura. Se mantenía inclinado hacia delante, alzando los hombros y escondiendo la cara como si continuamente estuviera desplazándose por pasillos bajos, cuando el hecho era que habitaba una casa cuyo techo más bajo tenía siete metros de alto.
Gopalakrishnan Singh se moría de frío cuando la temperatura, como en ese momento, bajaba a dieciséis grados centígrados. Llevaba una gruesa cazadora y un fular, y no se lo quitaba ni para comer. Mientras que para su hermano el gobierno sobre los cuerpos y las almas de Sanchor empezaba por el gobierno del propio cuerpo, una idea que se le había sugerido desde su más temprana infancia mediante el ejemplo tomado de un breviario de príncipes-"Innecesariamente", solía observar al respecto; "yo lo llevaba en mis venas"-, en cambio para Gopalakrishnan Singh su cuerpo era un extraño con el que nunca podía llegar a entenderse sin enojos. Los pasos del rey eran elásticos y seguros, y le gustaba lucirlos como un adolescente deportista; pero su hermano encontraba en cada paso una dificultad infinita, y caminar era para él una tarea jamás resuelta por completo que siempre volvía a presentarle sorpresas. Las plantas de sus pies tendrían posiblemente una piel suave como el terciopelo y rosada como la de un recién nacido, pero en cuanto se hallaban en los zapatos le dolían y sufrían con cada paso. El Príncipe Gopalakrishnan Singh andaba como si pisara sobre huevos, lanzando alrededor miradas de tormento hasta que se dejaba caer en algún sillón. Pese a su buen porte, era también algo regordete. Los cuadros de su camisa de algodón esconderían seguramente una tripita noble de grasa, aunque el príncipe, según pude ver los días que siguieron, observaba los ayunos rituales del lunes, comía normalmente poco y, sobre todo, prescindía de la carne, recalcando al respecto, eso sí, y mientras lanzaba en torno una mirada muy significativa, que no era ningún precepto religioso lo que le apartaba del disfrute de la carne: sino su propia cabeza, que en esta cuestión sabía imponer su voluntad."

Martin Mosebach
El temblor









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