Pablo Montoya

"La vela, piensa, y se levanta a buscarla. Las horas no se mueven. Están atadas a un cepo invisible. Los ojos miran a un lado y a otro e intentan horadar la oscuridad. La mujer, para calmarse, imagina los contornos de la habitación. En el medio, la cama y el hombre dormido. Allá, el espejo hecho de caoba, las repetidas flores de lis talladas en los extremos. Aquí, el baúl con los atuendos utilizados en las nupcias. De él, el jubón, el cuello plegado, las calzas. De ella, las medias de seda, el tontillo y el corsé. Una repisa, junto a la ventana, donde están los libelos de un tal Calvino. Y más cerca, la cómoda con la garrafa de agua. El sosiego de la reconstrucción en las sombras es fugaz. Ella sabe que el miedo se ha instalado en su universo. Le acompasa el pulso de la sangre, le arremolina los recuerdos, le arrebata el sueño, arrojándola a una vigilia ardua. Ausculta con las manos, sedienta. El hombre dice algo incomprensible, cambia de posición en el lecho, y sigue durmiendo. Los dedos encuentran, finalmente, la superficie de la vela. La luz surge. De un solo trago ella bebe el vaso y, con cautela, se dirige a la ventana. Despacio, corre la cortina. La calle Saint Honoré aparece solitaria, envuelta en el bochorno del verano. Mira la penumbra de los árboles y repite para sí lo que su esposo, horas antes, le había dicho. Los nuevos tiempos prometían concordia. Prueba de ello era el matrimonio entre los Navarra y los Valois. La protección estaba asegurada. Y no sólo favorecía a los jefes militares y nobles provenientes de Nîmes, Montauban y La Rochelle, sino también a todos los protestantes establecidos en la capital para participar del júbilo de la boda. Lejos quedaban las derrotas de una larga guerra religiosa. Las jornadas en que ellos habían defendido sus principios en ciudades sitiadas por huestes católicas. Pero la mujer, mientras escudriñaba una de las esquinas de la calle, recuerda los rumores. Desde hacía días se hablaba, con voces ocultas en las capas, de trampas forjadas por una reina que despreciaba todo lo referente a los hugonotes. Se comentaban posibles venganzas entre víctimas de crímenes pasados. Incluso ella, durante los agasajos reales, entre saltarelos de cromornos y panderos, había percibido falsas diplomacias, respetos postizos, deseos de sacar la espada o darle uso a la alabarda por parte de los cristianos de ambos bandos."

Pablo Montoya
Razia



"Una madrugada de junio divisaron los primeros contornos de la tierra firme. El aire olía a un zumo pronto a la putrefacción. Parecía que alguien hubiera esparcido por todas partes esencias fermentadas. Soplaba una brisa fresca e intermitente que no dejaba intuir el agobiante calor de las próximas horas. Desde los barcos, en medio de la tripulación que esperaba, se veía el movimiento de los follajes estremecidos por el aliento salino. Desde algún rincón del cielo, como una herida lenta, surgía la luz que tenía más faz de noche que de aurora. Algo, más allá de las playas, se perfilaba a la manera de una invitación hambrienta de turbaciones. Laudonnière, trajeado para la ocasión con una hopalanda carmesí y un sombrero con plumas de oca, estaba emocionado. Pocos viajes como éste tan ajeno a los trances siniestros. Por ello, cuando sintió que había pasado el impacto de la llegada, y se dio cuenta de que los hombres estaban listos para escucharlo, se subió en el baúl y les habló de las tierras que iban a colonizar. Ellas serán el refugio que urgen los protestantes de Francia, dijo. Nuestra misión consiste en establecer los pilares de una primera comunidad de hombres que pueda vivir en paz y bajo los designios del Señor. Aquí las consignas serán la sensatez y el respeto. No habrá lugar para el engaño y la artimaña. Por ningún motivo, salvo si somos agredidos, les haremos la guerra a los indios.
Somos franceses respetables, dignos súbditos del rey Carlos IX, admiramos las virtudes del almirante Gaspard de Coligny, seguimos las enseñanzas de Calvino, y no tenemos nada que ver con la crápula española, que ejerce la saña contra los nativos. Explicó que harían primero algunas jornadas de reconocimiento de los sitios que la pasada expedición, dirigida por su amigo Jean Ribault, había descubierto. Recorrerían las costas. Se adentrarían en las desembocaduras de algunos ríos. Precisó que esos ríos ya tenían nombre y se llamaban Mayo, Loira, Sena y Garona. Entretanto, las relaciones con los indios serían cordiales, de tal modo que la construcción del fuerte no ocasionase problemas. Y después, cuando todo estuviese en orden, se organizarían las expediciones hacia el interior de las tierras. Él había escuchado en el viaje pasado, de boca de caciques, que a varias jornadas de las costas se levantaban unas montañas llamadas Apalaches y que allá moraban el oro y la plata. Todos aplaudieron y gritaron con entusiasmo cuando en la boca del capitán sonaron estas palabras. Le Moyne, apartado del tumulto, iluminado por velones, pintaba la escena. Laudonnière sobresalía entre sus hombres, el sombrero pintoresco y los brazos estirados como en una pose de arenga. Atrás estaba el castillete, más allá el palo de mesana con su verga y las velas abiertas. En las pausas que hacía, el pintor miraba las playas que, poco a poco, emergidas de la oscuridad, empezaban a mostrar su superficie blanca."

Pablo Montoya
Tríptico de la infamia


































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