Soma Morgenstern

"Aquí el cielo es diferente: esta impresión cruzó de nuevo la mente de Alfred; se la había llevado en su sueño y con ella se había despertado aquella mañana. La víspera había dado su primer paseo por Dobropolje en compañía del viejo Jankel.
Habían tomado el sendero mullido, limpiamente batido, que rodeaba el huerto de Pesje, que pasaba por delante de la herrería, el taller del carretero, los establos, la cochera, y se empinaba poco a poco dando vueltas, pasando a lo largo de las granjas de trigo y los heniles de los que emanaba frescor, para desembocar luego en los prados y los campos labrados. Cuanto más subían, más se extendía el horizonte. La llanura baja se desplegaba, inmensa. El río, serpiente tornasolada de verde y plata, se escurría entre los campos y los prados hasta donde alcanzaba la vista. La suave ondulación de las superficies se estiraba en un paisaje que parecía tan inmenso como el mar. Sobre la tierra reposaba la línea plana del horizonte, frontera delicada y transparente, y bajo la claridad del cielo el infinito se escapaba hacia todas las lejanías destructivas, dejando apenas a la criatura un único sonido de su lengua formidable, un sonido inaudito: el silencio.
Aquí el cielo es diferente. Alfred estaba frente a la ventana de su habitación y miraba hacia el pueblo. Divisaba el camino vecinal que pasaba bastante cerca del cuerpo del edificio, cortaba el estanque en dos partes muy desiguales, para luego, con una suave curva, reunir las dos partes del pueblo, separado él también por el estanque. Un extremo del estanque, de este lado, parecía poco profundo y estaba cubierto hasta su centro por un bosque entreverado de grandes cañas pardas. Más allá, veía sucederse las chozas de los campesinos y, por encima del agua, un retazo de cielo todavía gris, de un gris profundo y silencioso. Alfred ya había dejado de oír el gran silencio que en los primeros días resonaba en sus oídos; ahora seguía viéndolo con ojos pasmados. Aquí el cielo es diferente, ni muy alto ni muy lejano: bajo este cielo la armonía de toda cosa puede todavía crecer y alcanzar su plenitud."

Soma Morgenstern
Idilio en el exilio




"El recuerdo tiende a simplificarlo todo. El recuerdo, con toda evidencia, solo puede ver perfiles. El recuerdo falsea destacando intempestivamente con intensidad determinada acontecimiento en primer plano, mientras que relega a otro, igualmente importante, a segundo plano. Es sin duda más la imperfección de la labor de la memoria, que, con toda seguridad, los fallos de mi evocación, lo que abre aquí una falla que da paso a una falsa apreciación de las cosas."

Soma Morgenstern



"En aquel café, en el jardín, me senté algunas veces con Adolf Loos, quien solía almorzar allí cuando hacía buen tiempo. Un día llegó tarde, se sentó en mi mesa y se comió su ligero almuerzo, como él — el gran luchador contra la pesada cocina austríaca “con sus panes rellenos”— lo llamaba. En el café había un gato, que era el preferido de Loos y se sentaba en su regazo. Loos lo puso en la mesa y lo agasajó con una hoja de lechuga, que los vieneses llaman “Häuptlsalat” y los alemanes, que no son tan delicados con la comida, rudamente “Kopfsalat”. Para mi gran asombro, el gato comió de la hoja verde, sin olisquearla mucho rato, una, dos, tres veces. Por lo visto, ya estaba adiestrado. Yo estaba muy asombrado y felicité a Adolf Loos por su éxito con el gato. Él lo saldó con la aseveración: “Conmigo, hasta los gatos comen lechuga”. Y él no era, en modo alguno, vegetariano. Una vez estábamos sentados con Alban, quien me había presentado a Adolf Loos. Cuando ya habíamos comido, me preguntó Loos: “¿Ya ha visto usted mi villa, una de las primeras que he construido aquí, en Hietzing?” Yo no conocía la villa y Loos decidió en el acto que tenía que verla sin demora. Llamó a un taxi y Alban, aunque conocía muy bien la villa, también vino con nosotros. Adolf Loos nos llevó al interior y se condujo como si la villa fuera de su propiedad. Nos presentó a la propietaria, una dama de aire noble, con el pelo gris, sólo de pasada. Luego, nos llevó de habitación en habitación, me explicó la construcción y terminó con la parrafada: “Miren ustedes, en el interior de una buena casa, todo queda bien. Todo está en su sitio. Yo no soy de esos arquitectos que prescriben a sus clientes qué tiene que haber en las habitaciones. Aquí todo queda bien, incluso esa porquería”. Con eso, señaló el caballete donde había un cuadro, sin duda, obra de la dama. Todo eso mientras se marchaba, como despedida de la dama, que lo miraba con brilantes ojos de enamorada, como si le hubiera dicho un bello cumplido."

Soma Morgenstern
Alban Berg y sus ídolos




"Un simple campesino es en realidad la más complicada de las criaturas de este mundo, por mucho que se diga. Y un verdadero campesino no se apresura jamás por voluntad propia.
Los vecinos habían ya cumplido con las tareas livianas de
la mañana. Habían dado de comer a los animales del corral,
al igual que a las vacas y a los caballos, y dispuesto al alcance de la mano los aperos. En el interior, las mujeres preparaban el desayuno. Un día de cosecha es algo rudo, pero una conversión entre vecinos puede resultar provechosa. Cuatro ojos ven más que dos. Si a un vecino se le va la cabeza—aun cuando fuera judío—, ello puede propiciar que un cristiano añada una parcela más a su campo. Cuanto más pequeño sea el tuyo, más grande será el mío...
El sol, los dos hombres se daban entretanto perfecta cuenta, había ya subido a la altura de tres o cuatro campesinos por encima del horizonte, cuando Iwan Kobza y Onufryj Borodatyj se pusieron de acuerdo en que a Schabse Punes, el astuto tratante, se le había ido la cabeza: hete aquí por qué estaba a punto de ir a la capital del distrito un lunes, cuando en ningún lugar del mundo se celebra mercado ese
día, con la intención manifiesta de dar de nuevo allí con su
cabeza. Y sin embargo no eran más que las primeras horas de
la mañana. La plata centelleante del rocío nocturno envolvía
todavía las hierbas y las hojas soñolientas.
—Sin Mechzio no lo logrará —sentenció Kobza.
—No —dijo Borodatyj—, no puede llevar su comercio de caballos sin el cuñado. Pero con las tierras, la cosa no
aguantará mucho tiempo.
—¿Acaso Walko, el Semental, no podría...? —sugirió Kobza, tanteando sibilinamente al otro—. ¿Un hombre tan fuerte...?
—¡Ah, ése! —le espetó Onufryj—. Fuerte, sí es. Fuerte como un caballo. Pero tiene también el seso de un caballo... —Y para demostrar que captaba bien la astucia de Kobza, dio una cabezada pensativa con su testa peinada a tazón y precisó—: Quizá el Cólera podrá, a pesar de todo.
—No. Te digo que no. No podrá.
—¿Quién ha layado el huerto? —preguntó Onufryj.
—Mechzio —respondió Iwan.
—¿Quién ha cuidado del vergel? —preguntó Onufryj.
—Mechzio —entonó Iwan.
—¿Quién ha labrado? ¡Mechzio! —cantó Onufryj.
—¿Quién ha sembrado? ¡Mechzio! —moduló Onufryj.
—¿Quién ha cosechado? ¡Mechzio! —cantó Onufryj.
—¿Quién ha batido el grano? ¡Mechzio! —moduló de nuevo Iwan.
—¿Y quién... será apaleado? —preguntó Onufryj, el más astuto de ambos, para dar a la conversación unos visos de broma.
—Mechzio —confirmó Kobza, satisfecho también él de ver que una inocente chanza ponía término a la discusión.
Y es que en su casa, en el zaguán, estaba ya una mujer de
aspecto imponente, que con voz fuerte llamaba al orden a los dos hombres:
—¿Qué pasa? ¿Es hoy día de fiesta? ¡Qué charlatanes estáis hechos los dos!
La sopa de la mañana estaba ya servida. Kobza consideró que era buena señal que su espabilada esposa le hubiera preparado el desayuno más prontamente que la señora Borodatyj."

Soma Morgenstern
El testamento del hijo pródigo





















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