Adalberto Ortiz

Contribución

Africa, Africa, Africa,
tierra madre, verde sol,
en largas filas de mástiles
esclavos negros mandó.
Qué trágica fue la brújula
que nuestra ruta guió.
Qué amargos fueron los dátiles
que nuestra boca encontró.
Siempre han partido los látigos
nuestra espalda de cascol
y con nuestras manos ágiles
tocamos guasá y bongó.
Sacuden sus sones bárbaros
a los blancos, los de hoy,
invade la sangre cálida
de la raza de color,
porque el alma, la del Africa
que encadenada llegó,
en esta tierra de América
canela y candela dio.

Adalberto Ortiz Quiñonez



"En la noche del monte, la casa vacía adquiría ruidos no identificables. Otros sí, familiares, como digamos, ladridos que venían de lejos, el del ganado que rumiando con paciencia, mugía de vez en cuando, agorero, poniendo su nota de aprensión en las primitividades, y un montubio que cantaba un amorfino en las casuchas de la orilla. Casi no dormía. Vagaba sumida en una especie de letargo tibio. Claribel volaba entre desarticulados recuerdos más recientes, en su duermevela chocaba placentera con su friend boy despreocupado, alegre, sanote y bien armado. Week end al pie de las fogatas sobre la playa seca del verano del hot dog con una coca cola en la mano buscadora y música de jazz en el alma. Reía y lloraba casi entonces sin saber por qué, tonterías, cuando penetraba Tommy Fuller. Eso sí era vivir sin saber dónde have a good time my child... Nada como vivir, con las mariposas que sueñan en las corolas amarillas y pintitas azules como estrellas errantes fasciculadas, rotas... temiendo esa mano que se posó... como un ave en su hombro desnudo.
[...]
Gómez no sabía qué objetar. Por primera vez en su vida se sentía culpable, aunque una resaca de satisfacción se batía en lo más recóndito, un mar aplacerado en el nivel más bajo del aguaje.
No era un remordimiento sino una indefinible desazón en la culminación de una carrera. Bella. Hermosa sangre de su sangre, carne de su carne. Como si siendo un hermafrodita perfecto pudiera poseerse a sí mismo. Recordó a ese Sangurima: un montubio primitivo, una bestia propiamente. Un señor tiene mayor sensibilidad. Nunca se vio a un carretero dopado ni a un peón morfinómano. A lo hecho pecho. ¡Qué caray! Hay que írsele por las buenas, por las chiquitas. Hay que amansarla, primero poco a poquito, esa es la táctica. Se ha puesto como las potrancas sogueadas. Fue una sola vez. Una es ninguna... Es mi hija, pero antes es una mujer, una linda mujer."

Adalberto Ortiz Quiñonez
El espejo y la ventana




"Mi pintura es una equivalencia a mi poesía, a mis cuentos, a mis novelas. Siempre con el pretexto de la selva, son las mismas cosas, las mismas vivencias y sensaciones, expresadas en otras formas."

Adalberto Ortiz Quiñonez



"Volver a la naturaleza, volver a la paz campesina, volver a la gente común y extraña a la vez; intentar libertarse de pesimistas ideas, de prejuicios absurdos, matar su timidez y su depresión; recuperar la alegría de vivir y la fuerza espiritual generadora de las bellas obras y los bellos pensamientos. Esto era lo que buscaba Antonio Angulo, cuando llegó a la isla Pepepán.
Por las mañanas caminaba, a la deriva, por las veredas poco transitadas, con débiles escalofríos. Acariciaba en actitud franciscana, panteísta, los rugosos árboles de hobo; sentía la frescura de su corteza y tumbaba sus ciruelos maduros. Del piso humedecido por el sereno o por la garúa de la noche, le subía un olor familiar de tierra mojada, que conmovía todo su ser. Una puerca parida se internaba en los platanales, buscando racimos de mampora, caídos por el peso, o triscaba, junto con sus cómicos y ágiles lechoncillos, las guayabas maduras, esparcidas en rededor de los rojizos troncos de los guayabos. Los patos, con su caminar de barco de alta mar, se dirigían acompasadamente, hacia el río, y parpando, nadaban en un remanso. Las gallinas escarbaban afanosamente entre las raíces, y los pollos chotos nunca querían bajar de casa. Los perros se revolvían furiosos contra las moscas y hacían sonar sus mandíbulas cuando intentaban atraparlas, o se rascaban ridículamente las pulgas y la sarna. A veces, alguno salía disparado, como loco, para divertirse en la persecución de algún pollón cantor y presumido, hasta sacarle algunas vistosas plumas y alarmar a la ponendera. Todas estas escenas y actitudes animales, arrancaban una sonrisa del joven mulato, que hallaba distintos parecidos de algunos de estos seres con personas conocidas por él.
Después se encaminaba a la ramada del tabaco, y trabajaba como los demás, sin cambiar muchas palabras, pero con el oído atento a las ajenas conversaciones.
En la casa, sobre una mesa, había tres libros ya agujereados por las polillas. Antonio se acercó el primer día y leyó sus títulos: Historia de Carlomagno; Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno; Maditas sean las Mujeres. Ojeó las láminas: Carlomagno parecía Moisés o el Padre Eterno. Y Bertoldo bien hubiera podido pasar por Sancho. Revisando estos libros, se explicó por qué el perro más antiguo de la finca llevaba el nombre de Fierabrás. No había nadie en la familia que no hubiera leído esos libros, o por lo menos los hubiese oído leer o relatar. Y cuando estuvo desocupado, se acostó en la hamaca de la sala y los leyó también.
El viejo Ayoví era un patriarca muy creyente. Calculaba las seis de la tarde, y entonces llamaba a la oración. Sus dos hijos, de las otras casas, rara vez concurrían, pero seguramente practicaban la misma costumbre en sus hogares. Lastre y Antonio procuraban no estar presentes a esa hora, y si era imposible evadirse, permanecían rígidos, impasibles, sin dar muestras de aburrimiento.
El viejo nunca tocaba este punto, y dirigía las plegarias contritamente, mientras las dos mujeres y Azulejo hacían el coro, un coro de abejas."

Adalberto Ortiz
Juyungo





































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