Aimee Nezhukumatathil

Carta a la aurora boreal 

La luz aquí en la tierra nos mantiene muy ocupados: un incendio
en la central de Pensilvania sigue ardiendo resplandeciente desde 1962.
Grupos enteros de pequeños calamares se encienden en la costa de Japón
antes del amanecer. Por supuesto que no apareciste cuando fuimos
a buscarte, pero encontramos otras luces: luciérnaga,
luna de fresa, una pequeña captura de esto en cada diente de otros.
Alguien te vio y dijo que ellos se acostaron
en medio del camino y te llevaron dentro,
y estoy suponiendo que estás acostumbrada a eso—la gente termina
cayendo sobre sí misma para capturar un destello de ti
y tu extraño brillo de menta silenciándose sobre el lago.
Aurora, prefiero quedarme dentro con él—jamás si esto significa
un hotel estropeado y estas tablas de madera, alfombras de golf
en los baños, y unas granuladas barras de jabón. En vez
de esperar sólo hasta la hora correcta de la noche-azul
más corta del año cuando por fin sentiste moverte
lo suficiente para chocar tus partículas de gas con partículas de sol—
prefiero compartir el amanecer con él y una loca llamada
sobre el lago con él, el golpe de la costa atravesada
mediante los gritos de la ventana con él. Mi corazón
golpea en mi pecho, contra mi camisa—es una clase
de fuego que nunca podrás encender por tu cuenta.

Aimee Nezhukumatathil




Haibun de la Avenida Forsythe 

Sólo unas pocas personas y tres gatos callejeros recuerdan cuando la casa
era gris, no amarilla. Un par de columpios vacíos en el patio de la escuela
se mecen a sí mismos para dormir una larga siesta por la tarde. Un perro azul solía
trotar encima de pequeños fans del ginkgo[1] amontonados en la vereda como
mostrando que es demasiado tarde para un desfile. Más abajo en la avenida está
una bebé que parece perder su chupón cada día alrededor de las siete
en punto. Los bulbos de Tulipán que una joven una vez plantó y roció con
hojuelas de pimienta han sido todas arañadas por valientes ardillas que
ahora sacuden la calle con diminutas bocas ampolladas. Cuando mastican
el ala del chickadee[2] en sus húmedas, ardientes bocas, los gatos callejeros se convierten
en aliados. Este es su legado. Sus huellas están por todas partes: 

cada puerta es su
roja boca en llamas—las aves quieren
hablar pero no pueden.

Aimee Nezhukumatathil



Iglesia marina 

Dame una iglesia
hecha enteramente de sal.
Deja silbar a las paredes
y fumar cuando
regrese a la orilla. 

Pregunto por la gracia
de una nueva peca
en mi mejilla, lo alto-
del azul y la piel espumosa
de mi madre me saludan. 

Escóndeme en una habitación
sin ventanas.
Nunca me dejes ver
a los delfines saltando
dentro de las comas 

por esta oración de agua
creciendo como una multitud
de linternas en el cielo
en la colorida tarde.
Déjalos colgarse 

del cielo hasta que
desvanezcan en el borde
de las constelaciones —
los héroes y animales
estarán muy ocupados y radiantes para enterarse.

Aimee Nezhukumatathil



Lo que aprendí del increíble Hulk

Cuando se trata de ropa, hay que
hacer lugar para lo inesperado.
Asegurar que el maletero de madera
en la estación del tren no esté
descompuesto. En una simple chamarra
de mezclilla advertir hola, si no intentas
traficar raras monedas Incas en este pacífico
pueblecito o raptar al huérfano local,
puedo volver loco a un hombre tranquilo.
No importa cuán enojado se ponga alguien,
una sonrisa y una suave caricia en el bíceps
puede hacer maravillas. Aprendí que el hombre
tiene también pezones, cálidos y establecidos—
que el verde no siempre significa envidia.
Un prado lleno de tréboles y escarolas es
lo que busca Hulk para descansar, una vuelta
a lo normal. Y a veces, una mujer
se va con él, sus diminutas manos
le acomodan el pelo hirsuto, las heridas
de su mano. Verde es el espacio entre
agua y sol, cubierto por un hombre quieto,
cada costilla lanza gotas de líquida claridad.

Aimee Nezhukumatathil






















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